Pecadores somos todos los hombres
Jesús se mantiene solidario con nosotros pecadores. No se complace, al igual que su Padre, en nuestra muerte, sino en que nos convirtamos y vivamos.
Se desvive Jesús por los pecadores, lo que provoca escándalo de parte de los fariseos y los escribas. Murmuran entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús no niega que es amigo de los pecadores. Pero se defiende, usando ejemplos de la experiencia humana.
Primero, indica que acoger a los pecadores les resulta cuestionable solo a quienes desconocen la preocupación de un dueño de ovejas por cada oveja suya. De igual manera, los que no entienden la alegría de una dueña de monedas, al hallar una moneda perdida, toman por problemático comer con los pecadores. En cambio, quienes conocen la solicitud de Dios por sus hijos consideran natural y comprensible que uno acoja a los pecadores.
En segundo lugar, da a entender Jesús que difícilmente podemos conocerlo como hermano bondadoso si nos creemos merecedores de la gracia de Dios. Y fácilmente podemos llegar a pensar que Dios nos debe algo debido a nuestra observancia estricta de los mandamientos.
Así piensa el hijo mayor. Algo más espera de su padre, porque se lo merece por tantos años de servicio obediente. Él se merece un banquete, y no aquel que ha despilfarrado bienes patrimoniales. Según este pensar, hay merecedores y no merecedores. Efectivamente, pues, queda promovida la división.
Pero a decir la verdad, la gracia no se debe a nosotros. Si la mereciéramos por nuestras obras, entonces la gracia ya no sería gracia. Dios derrocha su gracia incluso en los blasfemos. Y el nuevo Moisés no hace caso de la promesa: «De ti haré un gran pueblo», lo que quizás da razón a san Vicente de Paúl para decir: «No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo» (SV.ES XI:553). Y una cosa más: si algo merecemos, será el castigo que conllevan nuestros pecados.
En necesidad de un salvador
Dios nos observa y ve que todos extraviamos igualmente obstinados. No hay quien obre bien, ni uno solo. Y más plena y profunda nuestra consciencia de la condición humana de pecado y muerte, más pronta y resuelta nuestra proclamación: «¡Gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro!». Más conscientes somos, como san Vicente, de nuestra pobreza absoluta e injusticia completa ante Dios, con mayor disposición nos abandonaremos a la misericordia divina (cf. SV.ES III:234).
A Jesucristo dirigimos la aclamación: «¡Tú solo eres santo!» Por eso, solo él nos puede salvar. Y él está a nuestro alcance, ya que acampa entre nosotros. Nos llama a la conversión y la vida nueva. Desea enormemente que participemos de su banquete, señal y sello de la Nueva Alianza.
Señor Jesús, concédenos reflejar tu misericordia acogiendo a los pecadores.
11 de septiembre de 2016
24º Domingo de T.O. (C)
Ex 32, 7-11. 13-14; 1 Tim 1, 12-17; Lc 15, 1-32
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