Jesús es «hombre de grandísima oración» (SV.ES IX:380). Él es la única razón de nuestros esfuerzos por hacernos hombres y mujeres de oración.
«Cristo está siempre en oración en la presencia del Padre». Su buen ejemplo provoca a uno de los discípulos a pedir: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». En seguida, les enseña la oración distintiva de los cristianos.
Nuestra oración, sin embargo, será realmente distintiva solo si vivimos lo que decimos. Llamamos Padre a Dios. ¿Tenemos de verdad la convicción de fe de que más que ningún otro padre terrenal, nuestro Padre celestial busca lo mejor para nosotros? Nos quiere ayudándonos y perdonándos todos unos a otros como buenos hermanos.
A él hemos de acudir con confianza inquebrantable, hasta importunándole con audacia desvergonzada. Resultará pura palabrería nuestra oración no sea que cesemos de afanarnos por nuestras necesidades. Nuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden y, por añadidura, el pan cotidiano y lo demás.
Ante el Señor de cielo y tierra, nos reconoceremos como niños totalmente dependientes de él. Le agradeceremos sus revelaciones. Nos presentaremos sin pretensiones de sabiduría. Por la gracia de Dios, nos resistiremos a las tentaciones que vienen de los entendidos que requieren una fe más sofisticada. Creeremos sin cejar que nuestro Padre no es otro sino el Todopoderoso que crea de la nada y hace a una virgen o mujer estéril dar a luz.
Los adultos dependemos también del Padre celestial.
Ni por nuestras buenas obras nos justificamos. La justificación solo se debe a Dios. Desmentiremos, pues, lo que decimos en nuestra oración si rehusamos ayudar a una hermana porque nos parece a nosotros que ella no se lo merece. Negaremos, efectivamente, que somos hijos de nuestro Padre que manda la lluvia a justos e injustos. Acabaremos cuestionando la enseñanza: «Estabais muertos por vuestros pecados …, pero Dios os dio vida en Cristo».
Realmente, ninguno de nosotros es justo ante el Santísimo Dios. En lugar, pues, de enaltecernos en la oración, debemos humillarnos. Y frente a nuestras injusticias, indiferencias y violencias, no podemos menos que orar y procurar que sea santificado el nombre del Padre y que venga el reino celestial de justicia, misericordia y paz.
En resumen, orar como nos ha enseñado Jesús es unirnos a él.
Él vive como ora. Aunque colgado de la cruz y sintiéndose abandonado por Dios, aún encomienda su espíritu a sus manos. Su ejemplo nos da valor para hacer lo que él. Él entregó su cuerpo y derramó su sangre por los demás, fiándose del que tiene el poder de resucitar a los muertos. Sin Jesús no hay oración que nos sirva de remedio.
Señor Jesús, enséñanos a orar y a vivir conforme a nuestra oración.
24 de julio de 2016
17º Domingo de T.O. (C)
Gen 18, 18-22; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13
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