En Jesús reside toda la plenitud; participan seguramente de su plenitud los que practican la misericordia.
«¿Y quién es mi prójimo?» Así pregunta un maestro de la ley que quiere justificarse. Es, además, un letrado de ésos a quienes les gusta poner a prueba a Jesús. Piensan que poseen la plenitud de todo lo que se debe saber de la ley.
Jesús contesta con una parábola que no deja de afirmar la enseñanza:
No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas. No he venido a abolir, sino a dar plenitud.
El samaritano, insospechablemente, es quien cumple con más plenitud la ley. Lo hace mejor que el sacerdote y el levita. La justicia del medio gentil, impuro a los ojos de los judíos, supera la justicia de los dos primeros que son, por profesión, judíos observantes. Sin lugar a dudas, el samaritano representa a Jesús.
Jesús se compadece de las gentes, abandonadas como ovejas sin pastor. Por eso, se decide apacentarlas él mismo. Busca las ovejas perdidas y recoge las descarriadas. Venda a las heridas y cura a las enfermas. Pasa proclamando la Buena Noticia del reino y sanando toda clase de enfermedades y dolencias. Como el padre compasivo del hijo pródigo, Jesús acoge a los pecadores con entrañable misericordia. Está cerca de los desvalidos, portándose como prójimo de ellos.
A diferencia de todos los que han venido antes de él a robar, matar y hacer estragos, Jesús viene para que las ovejas tengan vida. Le da lástima la viuda de Naín, y a continuación resucita a su hijo. Se conmueve tanto por la muerte de Lázaro que al amigo muerto le manda salir del sepulcro. Y para que las ovejas gocen de la plenitud de vida, el Buen Pastor da la vida por ellas.
Le resulta inevitable la muerte al que no puede permanecer indiferente ante tantas miserias.
Es que los de la observancia estricta encuentran intolerable la pastoral de Jesús. Él, por ejemplo, come con pecadores y marginados. También sana en sábado. No, no permite que la ley anule la misericordia. Tampoco antepone la letra al espíritu; la letra mata y ahoga la espontaneidad del espíritu. Insistiendo en la justicia, la misericordia y la buena y fiel vecindad, Cristo termina crucificado por intervención activa de parte de los que descuidan lo más grave de la ley.
Jesús entrega su cuerpo y derrama su sangre. Así revela él la plenitud del amor de Dios a la humanidad pecadora y medio muerta. De tal plenitud reciben la justificación todos cuantos hacen lo mismo que el Buen Samaritano. Jamás podemos justificarnos. La justificación quiere decir estar nosotros llenos de Jesucristo (cf. SV.ES I:320)
Llévanos, Señor, a la plenitud de la salvación.
10 de julio de 2016
15º Domingo de T.O. (C)
Dt 30, 10-14; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37
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