Hombre de oración, Jesús es capaz de todo, incluso de vivir la dura verdad de que no hay glorificación sin la crucifixión.
Jesús es constante en la oración. Él es, según san Vicente de Paúl, «hombre de grandísima oración» (SV.ES IX:380). O, como lo expresa el Padre Robert P. Maloney, C.M.:
Cristo está siempre en oración en la presencia del Padre.
Ora Jesús en medio de su actividad misionera. Da a conocer así que permanece siempre unido al Padre, lo que debe convencer a los vicentinos—y por qué no todos a los cristianos—de lo imprescindible que es la oración.
En clave vicentina, entregarnos a la oración significa fundamentalmente admitirnos dependientes de Dios en absoluto. Orar es reconocer al Padre, a imitación de Jesús, como el único autor de todo el bien que hay en nosotros, es confiar, no en nosotros mismos, sino en Dios, pues no sea que él ponga su mano, acabaremos estropeándolo todo (SV.ES XI:411, 236).
Por consiguiente, orar sin cejar, especialmente en momentos difíciles, oscuros e inciertos, es profesar la fe, por la que Dios nos tendrá por justos. Es una fe tranquila que no deja, sin embargo, de cuestionar.
La verdadera fe no elimina toda oscuridad. Por eso, no es del todo como la fe de los «tan bien amurallados detrás de los catecismos y los libros de apologética». No es, ni mucho menos, como la fe de los ocupantes de la cátedra de la verdad, convertidos en inquisidores sin merced.
Los realmente imbuidos de la fe confiesan en oración que caen de sueño cuando les toca rezar y que se inclinan a pensar mucho en sí mismos y poco en los demás («Maestro, ¡que hermoso estar aquí!»). Pero si saben que tienen muchos motivos para desconfíar de sí mismos, saben asimismo que tienen más y mayores motivos para confiar en Dios (SV.ES V:152).
Los auténticos cristianos comprenden que Jesús escoge a ellos, al igual que a Pedro, Juan y Santiago, no por sus obras o méritos, sino por ser ellos los más tardos en entender las predicciones de la pasión y muerte del Maestro. Pero sin detenerse tanto en su condición humilde cuanto en la benevolencia divina, creen firmemente que Jesús los transformará.
Transformados, lograrán ejercer también «las dos grandes virtudes de Jesucristo, a saber, la religión para con su Padre y la caridad para con los hombres» (ES.SV VI:370). Por eso, procurarán comprensivos y compasivos que los demás se transformen también.
Y como por medio de la oración les ilumina Dios la inteligencia (SV.ES IX: 385), discernirán el cuerpo de Cristo en los pobres . Así no se comerán ni beberán su condena. Y mejor todavía, serán capaces de beber el caliz que Jesús bebe.
Señor, enséñanos a orar.
21 de febrero de 2016
Domingo 2º de Cuaresma (C)
Gen 15, 5-12. 17-18; Fil 3, 17 – 4, 1; Lc 9, 28b-36
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