Una sociedad sin corazón
El 11 de abril el Papa Francisco, con la Bula La cara de la Misericordia, promulgó un Jubileo Extraordinario de la Misericordia desde el 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016. Y añadió: “¡Hay tanta necesidad de misericordia!”, “¡Cómo deseo que los años venideros estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV, 5)
Porque los corazones de los hombres, hoy, no albergan demasiada misericordia, están bloqueados. Son humanos deshumanizados, a los que les son indiferentes los sufrimientos ajenos en esta sociedad donde solo triunfan los fuertes. La técnica, la eficacia y la burocracia han destruido la ternura. A la sociedad actual le parece que mostrar corazón compasivo hacia el que sufre es humillante para la dignidad del que sufre e indigna de personalidades fuertes y emprendedoras en una sociedad competitiva como la actual, donde solo triunfan los fuertes. Esta sociedad no tiene puestos de trabajos para todos y se ha convertido en un estadio donde se forma a los hombres para superar las dificultades y no mostrar compasión con los que pierden, rivales suyos. Vuelve a ser realidad el adagio romano: “Homo homini lupus” [el hombre es un lobo para el hombre]. Necesitamos mostrar nuestros sentimientos, incluso las lágrimas, y echar de nosotros la mirada fría.
Las ciencias humanas quieren arrancar de los hombres las represiones e insisten en el deseo ilimitado de placeres descarados, convirtiendo la afectividad en sensualidad, aunque el corazón se llene de insatisfacción y de vacío. Esta sociedad necesita recordar las palabras de Mons. Uriarte: “Una persona que no ha vivido la experiencia saludable de sus propios límites, la frustración provocada por sus propios fallos, la impotencia a la hora de cumplir sus propósitos, la mordedura del sentimiento de culpabilidad, la necesidad de ser perdonado, la angustia de la cita con la muerte… está inmunizada contra la misericordia. Los triunfadores natos suelen ser poco propensos a la misericordia”.
Todos los bautizados tienen que reproducir en lo humanamente posible la cara de Cristo, pero cada creyente acentúa unos rasgos más que otros, según su sicología y la vocación a la que se siente llamado. Todo vicenciano está llamado a poner misericordia en el mundo, a “poner corazón” en los engranajes de la vida moderna, a sostener la vida del desvalido y, para establecer lazos de amistad, acercarse personal y comunitariamente a la gente que sufre. Y este año que el Papa Francisco ha dedicado a la Misericordia, los seguidores de san Vicente y del beato Ozanam debieran acentuar el rasgo que propuso Juan Pablo II en 1997 a la Superiora General de las Hijas de la Caridad, Sor Juana Elizondo: “tomar por vocación ser el rostro de amor y misericordia de Cristo”. Frase provocadora, al decir que la vocación vicenciana es expresar a los pobres el amor y la misericordia de Jesús, como el Samaritano y el Padre del hijo pródigo.
El mundo lleva siglos siendo gobernado por la razón. Ya es hora de que sea dirigido por el corazón y la misericordia. La experiencia dice que todos los grupos de personas, si quieren permanecer unidos y no destruirse, necesitan regirse por ciertas normas o leyes, redactadas según los principios de la razón. La razón es una facultad admirable, considerada la raíz de todo adelanto. Quien la emplea en bien de la sociedad consigue el bienestar y la paz, pero si la usa para destruir la convivencia engendra terrorismo.
En realidad cabeza y corazón se necesitan. Para una ayuda eficaz a los pobres, los vicencianos necesitan una mente que discierna y organice, pero para servirlos se prefiere el corazón. Si falta el corazón, la convivencia resulta un pedregal y los pobres pasan desapercibidos. Pues la experiencia dice que las normas solas son frías e incapaces de lograr la convivencia. Ni siquiera es suficiente la solidaridad, se requiere, ante todo, la compasión, el perdón y la cordialidad.
La misericordia y compasión
El Papa Francisco, al convocar el Año Jubilar de la Misericordia (MV, 9), presenta a Dios como el “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34,6), que envía a su Hijo al mundo para decirnos en parábolas, curaciones y acogida de pecadores que “quiere misericordia y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7) hasta exclamar: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. Cuando Juan quiere saber si Jesús es el Mesías, este le muestra las obras de misericordia (Lc 7, 22). Por eso la encíclica Rico en misericordia afirma que creer en Dios es creer en su misericordia (n. 8). Y misericordia significa tener corazón ante la miseria ajena, como aparece en la parábola del buen Samaritano (Lc 10,33-37) y en el clamor de san Vicente: “los pobres son mi peso y mi dolor” (Abelly, III, 120).
La misericordia es una montaña con dos vertientes: por un lado la compasión y por el otro, el perdón, y llamamos cordialidad a la vegetación que la embellece. Pero una compasión sin límites: “sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”, y un perdón incondicional “hasta setenta veces siete”[1]. La compasión es la raíz y la misericordia, su fruto, mientras que la cordialidad es la belleza con que se presenta la Hermana. Por su parte, el perdón viene es la máquina que despeja el camino a las tres virtudes.
La compasión
La exclamación de san Vicente “¡por las entrañas de Jesucristo!” o “¡por la misericordia de Jesucristo!”, recuerda que en la familia, en comunidad, en la calle puede haber personas que sufran: sensibilidad herida, suspicacia ante ciertos ademanes, sonrisas o miradas, el negativismo de unos y las envidias de otros, los choques de caracteres difíciles. Todos luchamos por eliminarlos, pero brotan de nuevo. Sufrimos, y unos más que otros. Si tenemos un corazón frío y no nos compadecemos, las relaciones se reducen al trato entre extraños o conocidos que residen en el mismo lugar, pero nada más. Se ha hecho clásico el ejemplo de santa Luisa, porque refleja la realidad humana: Y de la misma manera, cuando vean algún defecto en los otros, ustedes los excusarán. ¡Dios mío, qué razonable es esto, puesto que nosotros cometemos las mismas faltas y necesitamos que se nos excuse también! Si alguien está triste si tiene un carácter melancólico o demasiado vivo o demasiado lento, ¿qué quiere que haga, si ese es su natural? Y aunque a menudo se esfuerce por vencerse, sin embargo, no puede impedir que sus inclinaciones aparezcan frecuentemente. Y tú que debes amarlo como a ti mismo, ¿podrás enfadarte por ello, hablarle de mala manera, ponerle mala cara? (c. 115).
Todo dolor transmite unas radiaciones humanas que son percibidas por quienes están cerca. El Espíritu de Jesús hace que estas emanaciones de pena los conmuevan y brote en ellos un movimiento del corazón; es la compasión que, a su vez, emite unas radiaciones de afecto hacia el que sufre y que este percibe y se siente consolado. Ni la cordialidad ni la compasión suprimen el dolor, pero desempeñan un papel de bálsamo y animan a actuar contra el mal por medio de la caridad. La caridad es más divina, la compasión, más humilde. La compasión es un amor más bajo que la caridad, pues solo se mueve ante el dolor, pero más asequible. Quien no ama a quien ve sufrir, difícilmente amará a quien ve triunfar; pero ambas quedan nubladas sin la cordialidad. Sin misericordia viviríamos más cómodos y sin caridad más despreocupados, pero habríamos matado el corazón y no seríamos ni vicencianos ni cristianos (ved MV, 8).
Pues “lo propio de Dios es la misericordia” (XI, 253), decía san Vicente y animaba: “Cuando vayamos a ver a los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos… ¡Oh Salvador, no permitas que abusemos de nuestra vocación ni quites de esta compañía el espíritu de misericordia! ¿Qué sería de nosotros, si nos retirases tu misericordia?” (XI, 233s). Explicando que “el Hijo de Dios, al no poder tener sentimientos de compasión en el cielo, quiso hacerse hombre, para compadecer nuestras miserias. Para reinar con él en el cielo, hemos de compadecer, como él, a sus miembros que están en la tierra” (XI, 771).
Ciertamente la compasión es un sentimiento humano que se siente o no se siente, no se le manda, pero se le puede educar. Los modales educados por amor se convierten en cordialidad. Es una obligación tener sentimientos y desarrollarlos hasta convertirlos en virtud sobrenatural por medio de la fe. La compasión se convierte así en un componente de la caridad. Quien no ama a quien ve sufrir, menos amará a quien ve triunfar.
La misericordia no exige que tenga que sufrir quien se compadece. Jesús en la última Cena desahogó su tristeza, pero a sus discípulos los consuela y anima. Santa Luisa sintió toda clase de sufrimientos “desde su mismo nacimiento” y gritó a san Vicente para que la ayudara, pero nunca pidió que sufrieran con ella, aunque siempre quiso encontrar a una persona compasiva y cordial (E 19; c. 122, 248). Porque, si el sufrimiento es malo, es un deber huir del dolor, a no ser para compartir el dolor ajeno y aliviar su sufrimiento. La compasión asume una parte del dolor de quien sufre para que el otro sufra menos. Quien sufre siente menos dolor al no estar solo y tener a un amigo que comparte sus penas, busca soluciones y le llena de esperanza. La compasión lleva a ver los defectos de los otros como sufrimiento más que como ofensa; empuja a ayudar más que a murmurar, deshace los agravios guardados en el recuerdo, da el perdón anulando el resentimiento de nuestro corazón, aleja los reproches y ofrece nuevas oportunidades.
El perdón
La manera de manifestar un afecto sincero comienza por el perdón. Jesús lo enseña, al menos dos veces, como condición para la convivencia: en el sermón del monte y en el discurso del cp. 18 de Mateo. San Pablo lo tuvo presente cuando quiso corregir las divisiones en la iglesia de Corinto y les escribió la segunda carta. También es uno de los consejos que escribe Luisa: “Vivirán en buena unión y se tolerarán mutuamente, se pedirán perdón inmediatamente por los menores motivos de disgusto que se den” (E. 95). Y san Vicente escribe a una comunidad dividida: “El tercero [medio] es que os deis todos un abrazo después de la comunión y os pidáis mutuamente perdón” (III, 162).
Pero ¿qué es el perdón? El perdón no supone que se considere la falta como no cometida ni existente, pues lo que se ha hecho, hecho está. Perdonar tampoco es olvidar sin más. Algunas veces podremos olvidar y hasta tendremos que luchar por olvidar, pero otras veces nos es imposible borrar de la memoria el pasado. Ni el castigo está reñido con el perdón. El castigo puede justificarse como corrección o educación, como utilidad pública o privada, es el rencor lo que nunca puede justificarse. Perdonar es dejar de odiar, abandonar el rencor, el resentimiento, la venganza o el deseo de castigar.
El perdón es comprensión
Para perdonar es necesaria la comprensión. Si se comprende ya se perdona. Casi no se necesita el perdón, pues comprender es no juzgar y cuando no se juzga es que no se le considera culpable, se le perdona. Generalmente las ofensas, en un grupo de amigos que diariamente se encuentras y dialogan, brotan de la diversidad de caracteres. Y hay que ser comprensivos. Suceden cosas que para unos son llevaderas, pero para otros son inaguantables. También tenemos que comprenderlo.
El amor cristiano siempre está en relación con el perdón: cuanto más se ama más se perdona, y cuanto más uno se siente perdonado ama más (Lc 7,47). El perdón humano puede hacer las veces del amor cuando éste se nos presenta como imposible, al mismo tiempo que nos prepara para amar. Continuamente hemos de tener presente que el perdón es de segundo orden comparado con el amor, pero de primera necesidad para una convivencia. A quien te es difícil amar, al menos comienza por perdonarle.
La cordialidad compasiva
Frecuentemente los hombres conservan unas relaciones cívicas correctas que llaman educación. Precisamente a los funcionarios y a otros empleados se les exige buenos modales y cordialidad, como la imagen de buen funcionamiento o acicate para el éxito en los negocios. A la sociedad actual le gusta la cordialidad, si es educación, pero le molesta si es compasiva. La llaman debilidad o paternalismo. Y sin embargo, la cordialidad en las familias, en las comunidades, en la sociedad, hace el papel de la seda o el terciopelo que recubre las paredes y los sillones para suavizar las aristas y amortiguar los encuentros.
La vida familiar y social está tejida con encuentros, relaciones, conversaciones, risas y quejas de personas que a cada encuentro se miran a la cara y se saludan. Si la misericordia cordial no empapa el aire que respiran, la frialdad las hiela y las aleja a unas de otras, mientras que, si el corazón de cada persona se apoya en la misericordia y se refleja en la cara y en las expresiones, las relaciones se hacen más familiares y se realiza la unión de todos en un solo corazón. Al fin y al cabo la cordialidad es el rostro que expresa el amor, y llamamos compasión al amor hacia el que sufre, y por el amor el perdón abraza a quien ofende. ¿La felicidad puede consistir en algo distinto del perdón, la compasión y la cordialidad entre todos los humanos? Pues la misericordia entre amigos facilita conocer mejor los valores y las virtudes de cada uno y sentir más el calor del amor.
La compasión es un sentimiento que brota del ser humano, el perdón es una virtud que se conquista a base de lucha, pero la cordialidad, salida natural del corazón, es un arte que debemos aprender. Con todo, cuidado, no la confundamos con una afabilidad estudiada o fingida. Cuando alguien aprende la cordialidad como un arte sin más, puede llegar a ser educado, pero ser vicenciano o simplemente cristiano requiere poseerla como virtud. El Espíritu Santo la convierte entonces en una actitud sobrenatural para dar el corazón y la vida a familiares, compañeros y a los pobres. Pero si no existe la compasión ante el que sufre y, sobre todo, el perdón hacia quien ofende, la cordialidad se ennegrece.
¡Qué poco se necesita para ser cordial!: un abrazo en la despedida, una sonrisa al que te ha ofendido, una pregunta amable a quien ves que sufre, interrumpir algo o dirigir la mirada ante una pregunta o simplemente comunicar una noticia. Una sonrisa o una frase amable de perdón unen más fuerte que los consejos[2].
Pues tener misericordia significa suprimir o aliviar el dolor del que sufre con ternura del corazón; lo cual exige disponibilidad y paciencia, acogida afectuosa y escucha atenta. La cordialidad es el ropaje con que se viste la misericordia para no herir la sensibilidad de la persona que sufre y es el vestido predilecto de los vicencianos (Ved MV 10).
La misericordia se ha vestido de dulzura. Es la luz y el aire fresco que hace agradable la estancia en una casa. Una misericordia sin cordialidad enrarece el aire y termina asfixiando. San Vicente se lo explica a su manera las Hermanas: “Si tenéis amor a los pobres, demostraréis que os sentís muy gustosas de verlos. Cuando una hermana tiene amor a otra hermana, se lo demuestra en sus palabras… De forma que conviene que os demostréis unas a otras la alegría que se siente en el corazón y se refleja en la cara… Cuando se acerca una hermana, mostradle una cara que le haga ver vuestra amistad, que os sentís muy dichosas de volver a verla… Eso se llama cordialidad, que es un efecto de la caridad; de forma que si la caridad fuera una manzana, la cordialidad sería su color… También puede decirse que, si la caridad fuera un árbol, las hojas y el fruto serían la cordialidad; y si fuera un fuego, la llama sería la cordialidad” (IX, 1037).
La pobreza del miedo
Pero en la actualidad, la compasión se dirige más a los que tienen miedo, y forman la inmensa multitud que siente la pobreza del miedo. El miedo es la pobreza que caracteriza a los pobres de nuestra sociedad y nos piden compasión. Las familias temen la degradación de la vida para sus hijos, la droga, el sida, los abusos sexuales. Hay niños que tienen miedo del acoso escolar, ancianos que temen la soledad y mujeres que tienen miedo de su ex marido o su ex pareja, y tienen que llevar escolta. La gente modesta tiene miedo de perder el trabajo y que le falte el dinero necesario para poder vivir, y los jóvenes sienten el pavor de no poder colocarse con un contrato digno. Ven incierto su futuro, con la inquietud de no saber si sus estudios y su preparación servirán para algo, al contemplar que solo triunfan los que tienen padrinos políticos y económicos o familiares influyentes, mientras que los débiles quedan marginados como seres insignificantes. Y nadie se compadece de ellos. Y sobre todo, últimamente, en todas partes, como si la naturaleza humana quisiera que todos experimentemos lo que aterra el miedo, se está extendiendo el pánico por los atentados yihadistas del Estado Islámico radical.
A esos pobres van los vicentinos. Si los pobres son su peso y su dolor, imitando a san Vicente, un vicenciano auténtico asume sus miedos como propios. Si los contempla sin hacerlos suyos ni identificarse con ellos, aunque ayude a los pobres materialmente, no es auténtico vicenciano. Hoy se hace urgente luchar contra el miedo que sienten los pobres. Y no es difícil para los vicentinos, por los cambios realizados en la sociedad moderna: las instituciones se hacen cargo de los pobres y los partidos políticos lo tienen a gala; las leyes laborales y los sindicatos se ponen por objetivo defenderlos; y por otro lado, la edad avanzada de muchos vicentinos pide que la forma de ayudar a infinidad de pobres que se sienten desencantados de la vida sea infundirles ilusión y confianza contra el miedo. La ilusión y la confianza que pedía Jesús a los apóstoles cuando en medio del lago amenazaba la galerna y Él dormía junto al timón. Al despertar les anima: ¿Por qué tenéis miedo? (Mc 4, 40).
Notas:
[1] Lc 6, 36; Mt 18,22 ; Jn 3, 16; Gal 4, 4; Ef 2, 4; Mt 9, 13; 12, 7; Lc 7, 22.
[2] Ved la conferencia de san Vicente a las Hermanas del 1 de enero de 1644.
Autor: Benito Martínez, C.M.
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