El 28 de noviembre celebramos la fiesta de santa Catalina Labouré

por | Nov 27, 2024 | Formación, Hijas de la Caridad, Santoral de la Familia Vicenciana | 0 Comentarios

Catalina Labouré nace en Fain-les-Moutiers el 2 de mayo de 1806 y entra en la Compañía de las Hijas de la Caridad el 21 de abril de 1830. Aunque favorecida con la aparición de la santísima Virgen y otras gracias sobrenaturales, llevó una vida oscura de entrega a los necesitados. Muere el 31 de diciembre de 1876. Se la beatifica el 28 de mayo de 1933 y el 27 de julio de 1947 se la canoniza.

Niña

Pedro Labouré, ex-seminarista que «conserva en los días malos los sentimientos cristianos de su educación en el Seminario» («Sé por mi propia madre que sus padres eran muy cristianos. Su padre había pasado algún tiempo en el Seminario antes de la Revolución, y había conservado, a través de los malos días de aquella época. los muy cristianos sentimientos adquiridos en su primera educación», Testimonio de la Sra. Duhamel, sobrina de santa Catalina, en el Proceso del Ordinario, 24 de noviembre de 1857). Se casa en Senaillí, el 4 de junio de 1793, con Luisa Magdalena Gontard, maestra en el pueblo. Son los días malos de la Revolución francesa. En 1800 pasa a vivir en Fain-­les-Moutiers, pueblito del centro de Francia, en la región de Borgoña. Allí cultiva una tierra que le pertenece. Es un campesino de suficiente pasar, ni rico ni tan pobre.

El 2 de mayo de 1806 le nace una hija, a quien pone por nombre Catalina y por sobrenombre Zoé, porque se bautiza en la fiesta de santa Zoé, palabra que significa vida. Este sobrenombre, sin embargo, no figura ni en el registro civil ni en el parroquial. Los padres de Catalina tendrán en total 17 hijos, de los que vivirán 10. Catalina es el octavo de los vivos. Le siguen su hermana Tonina y Augusto, el menor, un niño muy enfermizo.

Su madre muere el 9 de octubre de 1815, a los nueve y medio años de Catalina. Una tía suya la lleva consigo, junto con Tonina, mientras la tercera de las hermanas, María Luisa, que tiene ya veinte años, se hace cargo de la casa.

Pero María Luisa entra en las Hijas de la Caridad el 22 de junio de 1818, y a Catalina, vuelta a la casa paterna en enero del mismo año —hizo la primera comunión el 25 de enero de 1818—, le corresponde sucederla.

Joven

A los 12 años Catalina se convierte en una mujer con trabajo y responsabilidad. Este periodo va a informar su vida con virtudes que siempre la acompañarán: trabajo, eficacia, silencio, sacrificio. Le dice a Tonina: «Entre las dos haremos que la casa marche». La tarea es más que dura: son muchos hermanos en casa, en verano se añaden hasta doce temporeros, hay una granja con muchos animales. Es preciso cocinar, lavar, coser, llevar la comida a los trabajadores, a las gallinas, a los «setecientos u ochocientos pichones». Siempre se destaca esta anécdota de las palomas del palomar de los Labouré revoloteando alrededor de Catalina. Poca poesía para tanto trabajo.

Encima le da por la penitencia y la oración. A los catorce años decide ayunar viernes y sábado. Tonina se entera y se lo dice a su padre, el padre se enfada y discute con la hija, la hija le convence y sigue ayunando. Cuando termina la tarea se va a la Iglesia para rezar y lo hace sin prisas y de rodillas sobre el piso, frío y húmedo casi siempre. Sufrirá toda la vida de artritis en las rodillas. Rezaba con frecuencia ante el cuadro de la Inmaculada Concepción, manos extendidas y pies sobre la cabeza de la serpiente, en la capilla de la parroquia restaurada por los Labouré. No había sacerdote residente en el pueblo y tenia que ir a Misa con su familia a Moutiers St Jean, media legua de Fain.

También iba a las fiestas de los pueblos vecinos con las amigas de su edad. Personas que la conocieron declararon más tarde que era de ojos azules, muy alegre y «con una experiencia y dedicación propias de más edad». Una mujer que tuvo ocasión de observarla cuando iba a las fiestas de Cormorin, diría muchos años más tarde, en 1887: «No era bonita, pero sí gentil y buena. Amable y dulce con sus compañeras, aún cuando ellas trataran de hacerla rabiar, como hacen los niños. Y si ella veía que estaban enojadas las demás, trataba de poner paz. Si se presentaba un pobre, le daba las golosinas que podía tener. Cuando los familiares venían a la fiesta para ir a la misa patronal, Catalina rezaba como un ángel en el templo y no volvía la cabeza ni a la derecha ni a la izquierda (Sor Caseneuve, Proceso del Ordinario, 1 de junio de 1897).

Llamada

Catalina tiene 18 años y tiene un sueño: Está rezando en la capilla de la Virgen, un sacerdote sale a celebrar misa, cada vez que se vuelve al pueblo la mira con ojos penetrantes; terminada la misa, el sacerdote sale de la sacristía y la llama; Catalina huye y se va a visitar a un enfermo; el sacerdote aparece allí y le dice: Hija mía, es bueno cuidar a los enfermos; me huyes ahora, pero un día te sentirás feliz de volver a mi; Dios tiene designios sobre ti, no lo olvides. Aquí terminó el sueño.

Pasan cinco años y apenas se acuerda del sueño. Es septiembre de 1829 y Catalina está en Chatillon-sur-Seine, donde las Hijas de la Caridad tienen una residencia. Catalina va a visitarlas. Al entrar en el recibidor, observa un cuadro sobre la pared y se sobresalta: aquel personaje, san Vicente de Paúl, es el sacerdote de su sueño.

Catalina, antes de haber visto el cuadro, le ha dicho a su padre que quiere ser Hija de la Caridad como su hermana María Luisa, y su padre se opone. Es suficiente con la hija mayor. Como sabe que discutiendo no va a ganar, fragua un plan en su cabeza campesina. Catalina es normal, alegre, no hace ascos a las fiestas, ya la han pedido varios en matrimonio. Que vaya a París, la ciudad aturdidora. Allí trabajan ya cinco hermanos de Catalina. Carlos tiene un pequeño restaurante para obreros, número 20 de la calle Echiquier, barrio de Nuestra Señora de la Buena Nueva. A ver si allí, entre cocina y mesa, decires y piropos, se le olvidan semejantes ideas.

Catalina va, trabaja, dirige el servicio y permanece inquebrantable en su decisión. Escribe a María Luisa, la Hija de la Caridad, y ésta le contesta con una carta encendida: «¿Qué es ser Hija de la Caridad? Es darse a Dios sin reserva para servirlo en los pobres, en sus miembros sufrientes… Si en este momento alguien fuera suficientemente poderoso para ofrecerme la posesión no de un reino sino de todo el universo, miraría todo eso como el polvo de mis zapatos, bien segura de que no hallaré en la posesión del universo la dicha y contento que experimento en mi vocacion».

No sospechaba María Luisa lo que iba a pasar con aquella carta. Cuando por razones humanamente explicables, ella tenga que abandonar la comunidad de las Hijas de la Caridad, su hermana, entonces ya Sor Catalina, le devolverá la carta corregida y aumentada. Y María Luisa se reintegrará a la comunidad en 1845.

Hija de la Caridad

Santa Catalina Labouré

Santa Catalina Labouré

María Luisa, en su carta, aconseja a Catalina que vaya a Chatillon-sur-Seine con una cuñada suya, casada con Huberto Labouré, que dirigía un internado de jóvenes. Allí aprende un poco Catalina a leer y escribir, porque hasta ese momento —y a buen precio: 30 francos— sólo había aprendido a firmar. En Chatillon se relaciona con las Hijas de la Caridad, reconoce en el cuadro del recibidor al sacerdote del sueño y, finalmente, hace el postulantado, requisito previo para ingresar entre las Hijas de la Caridad. Su ficha de postulante, 14 de enero de 1830, dice así: «La señorita Labouré, hermana de la que es superiora de Castelsarrazin, tiene 23 años, buena devoción, buen carácter, temperamento fuerte, amor al trabajo y es muy alegre. Comulga regularmente todos los días (mucho para la época). Su familia es intachable por sus costumbres y probidad, pero de poca fortuna. Ha aportado 672 francos de dote». Pedro el labrador no quiso darle dote alguna y fue su cuñada quien se la proporcionó, aunque no completa.

Después del postulantado, el noviciado o seminario. El 21 de abril de 1830 Catalina llega en coche de caballos a la casa-madre y casa-noviciado de las Hijas de la Caridad. Es el miércoles anterior a la traslación de las reliquias de san Vicente de Paúl desde Notre-Dame a San Lázaro, 25 de abril de 1830.

«El cuerpo de San Vicente había sido respetado durante la Revolución francesa debido a su fama de caridad, se diría más bien de filantropía. Estaba depositado en una cripta de la catedral de Notre Dame. Sabemos que los miembros de la Congregación fundada por san Vicente se habían establecido al principio en el priorato de San Lázaro. De ahí el nombre de Lazaristas que aún perdura. Pero en 1830 los Lazaristas se habían trasladado al 95 de la calle de Sevres, es decir, a algunos pasos de la calle de Bac.

«El domingo 25 de abril, una procesión condujo los restos de San Vicente desde Notre Dame a la capilla de la cale de Sévres. Fue un cortejo solemne, en el que desfilaron ochocientas Hijas de la Caridad. La joven Catalina participó en él.

«Después del traslado hubo una novena de oraciones en la capilla de la calle de Sévres, ante el cuerpo de san Vicente. Catalina asistió.

«El primer acontecimiento místico de su vida se produjo en esta efervescencia, en este mes parisino de 1830…» (Jean Gutton, «La superstición superada (Rue du Bac)», Ed. Cerne, pp. 45-46).

San Vicente de Paúl

¿Cuál fue ese primer acontecimiento? La visión del corazón de san Vicente, que Sor Catalina narrará así el 7 de febrero de 1856:

«Llegué el 21 de abril de 1830, que era el miércoles anterior a la traslación de las reliquias de san Vicente de Paúl, tan feliz y contenta por haber llegado a esta gran fiesta, que me parecía no encontrarme en la tierra. Pedí a san Vicente todas las gracias que me eran necesarias y también le pedí por la doble familia y por Francia entera, pues me parecía que ésta se hallaba en la mayor necesidad. En fin, rogué a san Vicente que me enseñara lo que debía pedir con fe viva; y todas las veces que iba a San Lázaro sentía gran pena. Me parecía encontrar en la comunidad a San Vicente o, al menos, su corazón, que se me aparecía todas las veces que yo iba a San Lázaro.

«Tenía el consuelo de verlo sobre la cajita en que se exponían las reliquias de san Vicente. Se me apareció tres veces diferentes durante tres días seguidos. Blanco color de carne que anunciaba la paz, la calma, la inocencia, la unión. Después lo vi rojo de fuego, pues que él debía alumbrar la caridad en los corazones: me parecía que toda la comunidad debía renovarse y extenderse hasta los extremos del mundo. Luego lo vi rojo oscuro, llenándome de tristeza por el dolor que había que sobrellevar. No sé por qué ni cómo esta tristeza se enfocó al cambio de gobierno. Sin embargo, no me impedía hablar a mi confesor, que me calmó como pudo, apartándome de estos pensamientos…» (Laurentin René, «Catherine Labouré et la Médaille Miraculeuse», tres volúmenes, París 1976-1980, I, pp. 334-335).

Durante su noviciado, Catalina tuvo visiones de la Virgen Milagrosa, de Jesús sacramentado, de la Cruz. Aquellas visiones, de momento, eran sólo su mundo, no todavía el mundo de sus hermanas de la casa-madre ni el mundo de la Iglesia. Por eso nadie sospechó nada. Catalina no irradiaba ningún halo extraordinario. La nota descriptiva que las superioras consignan sobre la novicia Catalina Labouré es escueta y anodina: «Fuerte, de talla media, sabe leer y escribir, su carácter parece bueno, el espíritu y el juicio no son brillantes, es piadosa, trabaja en la virtud».

Enguien

Del noviciado, en febrero de 1831, sale a su primer destino: el hospicio de ancianos de Enguien. Su primero y único destino. Exceptuados unos días durante la Comuna de París, en él permanece hasta el día de su muerte, 31 de diciembre de 1876. Casi 46 años en la misma casa.

Sucesivamente, y acumulativamente a veces, se encarga de la cocina (1831-1836), de la lencería (1836-1840), de la vaquería (1846-1862), del gallinero (1831-1865), del cuidado de toda la casa, aunque sin título de superiora(1860-1875) y, finalmente, de la portería (1870-1876).

Como se ve, en la gráfica vital de Catalina no hay oscilaciones. Su equilibro de espíritu y su estabilidad en el trabajo asombran al espectador actual y garantizan la verdad de su relación con Dios.

Hablando de los dos tipos de escritos procedentes de su pluma —por un lado sus notas y cuentas, y por otro sus relatos de las apariciones—, Laurentin hace este comentarto:

«En las dos vertientes de su actividad, ella pertenece al mundo de los pobres: aquellos que no tienen tiempo ni medios para aprender a leer y escribir, sin que les falten inteligencia y capacidad.

«Trátese de escritos profanos o de un mensaje que ha recibido de otro mundo, Catalina muestra el mismo orden, la misma consciencia, e igualmente la misma carencia ortográfica. Parece haber hallado de entrada la forma de su escritura, sus espacios, sus márgenes, que no se mueven desde sus primeros escritos hasta el momento en que ya no tiene fuerza para escribir. Los escritos de 1876 se parecen a los otros. Imposible datarlos por un cambio en la forma de las letras…

«En lo moral como en lo espiritual, en su vida como en su escritura, Catalina manifiesta la misma nitidez, la misma derechura, la misma limpieza, una capacidad de ir a lo esencial sin tropezar en los obstáculos; ninguna habilidad literaria, pero una claridad, una continuidad. Va derecha al objetivo, exprimiendo de lo interior lo que le viene, con los olvidos y eclipses comunes de los que no son escritores; pero una línea se impone: ella descarta todo lo que no tiene significado.

«Los escritos de la vidente aparecen profundamente ligados al resto por lo interior: responsable de una familia desde los 14 años, Catalina se siente espiritualmente responsable de las familias religiosas a las que pertenece, de Francia en cuyo corazón vive, de la Iglesia entera. Su oración, su unión con Dios eran receptivas de las profecías que esclarecían su solicitud interior. Sus carismas los tenia no para privilegio sino para servicio. La santísima Virgen no se ha aparecido para mi, decía, sino para el bien de la Compañía y de la Iglesia». (Laurentin René, Ibidem, p. 125).

Los pobres

Las Hijas de la Caridad «son personas entregadas a Dios para el servicio de los pobres», decía san Vicente de Paúl.

Los pobres, para Sor Catalina, fueron los ancianos de Enghien. Los amaba no sólo con el corazón, sino con la presencia y las obras. Consecuentemente, tenía ascendiente sobre ellos y ellos la amaban, según certifican los testigos.

Cuando aquellos ancianos volvían a casa con más vino del que podían aguantar, los acogía y esperaba al día siguiente para reprenderlos. Si alguien le preguntaba por qué era tan moderada en sus regaños, contestaba: «Veo a Jesucristo en ellos».

Fue especialmente paciente con las personas atravesadas. Una Hermana se quejaba de sus atenciones con un anciano obviamente malvado y Sor Catalina respondía: «Ah bien, hermana, ruegue por él».

Durante la revolución de 1871, los milicianos de la Commune ocuparon la casa de Enghien acompañados de «soldaderas». Una de ellas llamada Valentina y calificada de «monstruosa» por documentos del tiempo, acabó en un tribunal. Llamaron a Sor Catalina como testigo de cargo y lo que hizo, según dice Sor Cosnard, una de las Hermanas de Enghien, fue «hablar tan bien que salvó la vida de la ciudadana…, la ciudadana que tanto nos había hecho sufrir» (Sor Cosnard, Proceso Apostólicó, 9 de julio de 1909).

Catalina rezaba, aseguraba la sopa incluso «cuando los parisinos hambrientos no desdeñaban ningún comestible —de asno, de gato, de rata» y repartía a todos la medalla milagrosa.

Antes de dejar Enguien aquellos pocos días en que todas las Hermanas tuvieron que hacerlo, fue a la estatua de la Virgen del jardín, tan amada por ella, le quitó la corona y la llevó consigo. Al regresar de Bellainvilliers donde se había refugiado, se encontró con la imagen del jardín destrozada y entonces ella puso la corona sobre la estatua de la capilla. Era el 31 de mayo de 1871.

Incógnito y amnesia

Estas dos palabras, insoslayables en toda biografía de santa Catalina, revelan, aparte de las consignas que pudo recibir del cielo, la mejor astucia campesina.

Incógnito quiere decir que Sor Catalina se las arregló para que, durante toda su vida, sólo sus confesores se enteraran de que ella era la favorecida con las visiones y apariciones que ya conocemos. El último año, 1876, lo supo también su superiora, Sor Juana Dufés, aunque es probable que para entonces el asunto fuera ya «secreto de familia».

Amnesia se refiere a que, durante un tiempo, precisamente cuando se abre la «Encuesta Canónica Quentin» (1836) y Sor Catalina podía ser llamada a declarar, Sor Catalina se olvida de todo, no recuerda casi nada de lo que pasó y es inútil que la convoquen para ninguna declaración.

Laurentin, benévolo con la santa, alaba el incógnito y probabiliza la amnesia:

– (Incógnito): «¿Cómo guardar un secreto con tantos medios directos e indirectos para ser arrancado? Tanto un poco de debilidad o de complacencia, como también de tensión o de ansiedad, habría bastado para que Catalina se convirtiera en la presa de todos los fervores que rodeaban la medalla milagrosa. Cualquiera que sea en este asunto la parte de la gracia, la eficaz defensa de Catalina pasa por un dominio de sí sin decaimiento y un seguro instinto de prudencia campesina… Catalina supo defender su incógnito, asegurando del todo la difusión del mensaje recibido gracias a las instituciones de la Iglesia, utilizando el secreto del fuero interno para obtener publicidad en el fuero externo. Así vivió su servicio de caridad cotidiana, como hija de san Vicente de Paúl, con su jardín secreto, su comunicación de parte del cielo. Y así encontró el único medio, para una mujer de aquel tiempo, de tomar la palabra eficazmente: por persona masculina interpuesta».

– (Amnesia): «Un eclipse de la memoria no es extraño en esta materia (y cita Laurentin los casos de los videntes de Pontmain y de Lourdes, también de Teresa de Lisieux)… Lo que extraña en Catalina no es un olvido fácilmente explicable, sino el contraste entre ese olvido y la precisión creciente de los recuerdos evocados hasta 1876, el último año de su vida. ¿Habrá que comparar a Catalina con esos árboles frutales que tienen una última floración y una última cosecha después de años de esterilidad y antes de morir al año siguiente? ¿Hay que explicar este fenómeno por los eclipses y reviviscencias fortuitas de la memoria humana que carece del rigor mecánico de un ordenador? ¿O había en Catalina una política campesina de la amnesia? -No sé, no sé mas.., es la eterna respuesta de las gentes del campo a los curiosos e indiscretos…» (Laurentin, o.c., pp. 131 y 138).

El fin

No sólo las rodillas con su artritis, también el corazón e incluso la cabeza comenzaron a fallarle a Catalina desde principios de 1876. Ya sólo le permitían atender a la portería. Le habían quitado de lustrar el entarimado de la sala de estar y de limpiar los orinales de los ancianos al clarear el día.

En noviembre asistió a su último retiro en la Capilla de las apariciones de la casa-madre. Al volver a Enghien, tuvo que recluirse ya en su habitación hasta el fin. Uno de los últimos días del mes pidió que el P.Chinchon la confesara. Y así llegó el 31 de diciembre.

Ya no veré el día de mañana, dijo.

Sor Dufés la contradice. El P.Chevalier viene a visitarla. Llega también su sobrina, hija de su hermana Tonina, con sus dos niñas. La tía enferma les reparte todos los caramelos y medallas que le quedan. Las Hermanas de la comunidad se suceden unas a otras, yendo del lecho de la enferma a sus ocupaciones.

La superiora le dice que se repondrá. Sor Catalina repite que morirá ese mismo día. Una Hermana le trae más medallas milagrosas, pero Sor Catalina ya no puede aprisionarlas con sus manos y se esparcen por el lecho.

Se inicia el rito cristiano de la agonía. Catalina hubiera querido que 63 Hijas de María rezaran, una cada una, las invocaciones de la letanía de la Inmaculada Concepción. Pero las niñas del orfanato están con sus familiares por causa de las fiestas de fin de año. Las rezan las Hermanas, sin que Catalina pueda ya contestar, «tan silenciosa en el momento de la muerte como lo había sido en vida».

A las siete de la tarde, dulcemente, se adormece —es la expresión que usan todos los testigos— y muere.

Culto anticipado

La noticia corre como un relámpago y todo el mundo sabe de pronto que la que ha muerto es la vidente de la medalla milagrosa. Comienza el desfile ininterrumpido de las gentes que quieren venerarla y tocar con una medalla su cuerpo o su vestido. No hay tristeza, sólo confirmación agradecida de la presencia de Dios y de María entre los hombres. «Cuando muere una de nuestras Hermanas, la tristeza nos invade. Pero, en la muerte de Sor Catalina, nadie lloró, no nos sentíamos tristes, nos parecía que estábamos junto a una santa» (Sor Tanguy, Proceso Apostólico, 9 de junio de 1909).

Sor Dufés, la superiora, llama a las Hermanas y les lee los relatos de las apariciones que Sor Catalina había escrito y le había entregado en la primavera de aquel ano. Una lectura espiritual emocionante en un inolvidable fin de año.

El entierro se celebró el 3 de enero, fiesta de santa Genoveva de París. La procesión la encabezaban los ancianos de Enguien, que habían sido los primeros en la vida de Sor Catalina. Luego, las Hijas de María con su estandarte, muchos niños, jóvenes obreros del suburbio de San Antonio con la medalla colgada del pecho por una cinta blanca, gentes del barrio y de otras muchas partes, misioneros de san Vicente y otros sacerdotes, 250 Hijas de la Caridad. Cantaban y rezaban gozosos.

Tomaron el cuerpo de la santa en su casa de Enghien y, cantando el «Oh María sin pecado concebida», atravesaron el jardín procesionalmente y depositaron el cuerpo en una cripta bajo la capilla de la vecina casa de Reuilly. Alguien llamaría más tarde a aquella procesión «delito de culto anticipado».

La santa

Catalina Labouré fue beatificada el 25 de marzo de 1933 por Pío XI y canonizada por Pío XII el 27 de julio de 1947. Su cuerpo descansa actualmente bajo la estatua de la Virgen del Globo en el altar de la capilla de la Calle de Bac dedicado a ella. El sitio sin duda que Catalina habría dicho si le hubieran preguntado.

La santidad de Catalina fue la santidad de los pobres. Sin relumbrón y sin aureolas, con el anti-protagonismo del ocultamiento en los más humildes servicios. Los dones del Espíritu Santo pasan por el filtro particular de cada persona y se traducen de muchas maneras para enriquecimiento y edificación de la Iglesia. La manera de Catalina coincide con el talante evangélico de Jesús y con la existencia en penumbra de María y José. La comunicación profunda con Dios, los dones místicos más encumbrados alimentan generosamente una existencia y de la manera más insospechable fecundan otras muchas a lo largo y ancho del mundo. Pero esa existencia concreta, esa santa, ese río de predilección divina y fecundidad eclesial, se mantiene oculto, haciendo su itinerario en silencio y humildad. «Violeta bajo la hierba», llamaron a Catalina Labouré.

Autor: Vicente de Dios, C.M.. • Fuente: Santoral de la Familia Vicenciana.
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