La segunda parte del artículo analiza la evolución de las instituciones vicentinas tras la muerte de San Vicente y su relación con los cambios históricos, como la Revolución Francesa y el ascenso de la industrialización. Federico Ozanam es resaltado por su lucidez al abordar la cuestión social, centrada en la lucha entre la opulencia y la pobreza, y su llamada a los cristianos para optar por los pobres. Ozanam defendió que la caridad debía complementarse con la justicia para abordar las causas estructurales de la pobreza, anticipando lo que más tarde sería la «opción preferencial por los pobres». Sin embargo, la Iglesia y las instituciones vicentinas mantuvieron, en gran parte, una postura defensiva, enfocada en la santidad personal y el orden jerárquico, lo cual limitó su respuesta ante los cambios sociales. Se reconoce que las misiones vicentinas siguieron su labor en diversas regiones del mundo, aunque con actitudes que no siempre reflejaron plenamente la espiritualidad original de San Vicente.
Pasado y futuro del espíritu vicenciano (continuación)
2. La evolución posterior y la crisis intermedia
Las tres instituciones que deberían encarnar el espíritu de san Vicente en la historia posterior duraron después de la muerte del fundador, en el país que les vio nacer, ciento treinta años. La Revolución Francesa acabó sumariamente y por decreto con la Congregación de la Misión, con las Hijas de la Caridad y con las Damas-Cofradías de la Caridad. También por decreto volvieron a ser admitidas a la existencia a los pocos años la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad. Las Damas tuvieron que esperar medio siglo más hasta su restauración por obra del padre Etienne. Hoy gozan las tres instituciones de una amplia expansión por el ancho mundo, más amplia que en ningún siglo anterior.
El mero hecho del fuerte crecimiento numérico hablaría en principio a favor de la legitimidad de la experiencia cristiana de san Vicente. La espiritualidad de san Vicente sería sin duda sólidamente cristiana; sería, en otros términos, una interpretación muy legítima y legitimada históricamente del evangelio. Legítima, por un lado, y rica, por otro, riqueza que se demostraría en su poder de atracción para tantos bautizados, clérigos y laicos, a lo largo de tres siglos. Flexible y adaptable a los cambios de los tiempos, y, por lo que se ve, sugerente e inspiradora para estos tiempos de la Iglesia y del mundo. El número de bautizados que apelan hoy explícitamente a san Vicente como inspiración para su propia vida cristiana supera fuertemente el millón. (Decimos «bautizados» porque también los hay en otras iglesias. Véase Vincentiana, 4-5, 1994, pp. 214, 220). O sea, algo más de uno por cada mil católicos.
A los pocos años de la Revolución Francesa, para todo el que no quisiera permanecer ciego y seguir añorando las supuestas glorias del Antiguo Régimen, tenía que ser palmario que la revolución política y la revolución económico-industrial obligaba a la Iglesia a replantear en términos nuevos su antigua misión, y a definir de nuevo su lugar en la nueva sociedad. No fue Federico Ozanam el único que lo intentó, ni tampoco Francia el único país en que se intentó, pero no parece exagerado afirmar que Ozanam fue uno de los que más tempranamente vio el problema y lo definió con más claridad. Véase este texto suyo de 1836:
La cuestión que agita hoy al mundo no es ni una cuestión de personas ni una cuestión de formas políticas, sino una cuestión social; la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado, el choque violento de la opulencia y de la pobreza, que hace temblar el suelo bajo nuestros pies. El deber de nosotros los cristianos es el de interponernos entre esos enemigos irreconciliables… y conseguir que la igualdad llegue a reinar en cuanto sea posible entre los hombres…, y que la caridad consiga lo que la justicia no podría hacer por sf sola (Lettres, I 239).
Ahí estaba, con toda lucidez, el análisis de la nueva sociedad. No era ya una sociedad «orgánica» como la antigua, sino una sociedad no sólo dividida en clases (eso también lo era la antigua: estamentos), sino en clases positivamente enfrentadas; no por razones políticas o religiosas (como a veces lo era la antigua), sino por la distribución injusta de la riqueza nacional. Esto también se daba en la sociedad antigua, pero el hecho se legitimaba fácilmente con ideas filosóficas, políticas y aun religiosas (resignación cristiana, voluntad de Dios…), ideas que fueron barridas sin piedad por el viento revolucionario. La injusticia aparecía ahora en toda su cruel desnudez, sin coberturas ideológicas que disimulaban sus vergüenzas inhumanas.
Con toda lucidez también describe Ozanam el papel de los cristianos en la nueva sociedad; papel, como no podía ser menos tratándose de creyentes en Jesucristo, de pacificadores-intermediarios en la lucha social. Pero no se ofrece como solución una reconciliación a cualquier precio que deje intactas las estructuras de injusticia, sino una reconciliación construida sobre el fundamento de la igualdad y la justicia «en cuanto sea posible entre los hombres». Pero aún hay más: la caridad debe entrar en acción no ya sólo para paliar (o disimular) los estragos de la injusticia, como desde siempre lo había hecho, sino precisamente para ir más allá, para conseguir «lo que la justicia no podría hacer por sí sola».
Ahora bien, el papel de intermediario del cristiano para tratar de resolver la injusticia estructural de la sociedad no se hace según Ozanam desde una posición, digamos, de neutralidad, sino desde lo que denominaríamos hoy como una opción preferencial por los pobres, que él expresa con una frase vigorosa: «Pasémonos a los bárbaros», o sea
hacia ese pueblo que no nos conoce; ayudémosle no sólo con la limosna que ata al hombre sino también con la creación de instituciones destinadas a liberados y hacerlos mejores… Pasémonos a los bárbaros (Nota: en paralelismo con lo que hizo la Iglesia al final del decadente imperio romano)… par convertirlos en verdaderos ciudadanos y hacerlos dignos y capaces de poseer la libertad de los hijos de Dios (Le correspondant 10 de febrero de 1848, pp. 412 ss.).
La frase escandalizó fuertemente, cómo no iba a hacerlo, a los católicos bienpensantes. Pero no rebajó Ozanam para nada la fuerza de su expresión cuando pasó a explicar su sentido en carta a un amigo:
Al decir «pasémonos a los bárbaros» pido que en lugar de desposar los intereses de una burguesía egoísta, nos ocupemos del pueblo. Es en el pueblo donde veo suficientes restos de fe y de moralidad para salvar una sociedad que las clases altas ya han perdido (Lettres, III, p. 379).
Y aún más explícitamente en carta a su hermano sacerdote, de 23 de mayo de 1848:
En vez de buscar la alianza con la burguesía vencida, apoyémonos en el pueblo, que es el verdadero aliado de la Iglesia, pobre como ella, abnegado como ella, bendecido con todas las bendiciones del Salvador.
Eso era expresar con todas las letras algo que sólo más de 120 años después sería tratado de manera sistemática por el pensamiento teológico (para ser precisos, por la teología de la liberación), y que en la conciencia general de la Iglesia vendría a ser denominado después del concilio Vaticano II como opción preferencial por los pobres.
¿Tenía algo que ver tal opción tal como la expresa Ozanam con la postura fundamental de san Vicente de Paúl? Ciertamente, y de manera muy radical, pues éste atribuye tal opción, como modelo de comportamiento para sus gentes, a Jesucristo mismo:
Ved, hermanos míos, cómo lo principal para nuestro Señor era trabajar por los pobres. Cuando se dirigía a los otros, lo hacía como de paso (XI, 56).
Con una sintonía de espíritu entre uno y otro en lo más radical, no es nada extraño que nos encontremos con otras muchas sintonías de detalle. Obsérvese el fuerte sabor «vicenciano» de este texto de Ozanam:
A los pobres los vemos con los ojos de la carne; ahí están y podemos meter los dedos en sus llagas; las marcas de la corona de espinas son visibles en sus frentes… Vosotros sois la imagen sagrada de ese Dios a quien no vemos, y como no podemos amarle de otra manera lo amaremos en vuestras personas… Vosotros sois nuestros amos y nosotros seremos vuestros servidores (Lettres, I p. 243).
Tal vez haya una razón o excusa de tipo histórico que lo explique, pero hay que admitir paladinamente que no hay nada en los escritos oficiales ni de la Congregación de la Misión ni de las Hijas de la Caridad en todo el siglo XIX que se acerque ni a la claridad de los análisis de Ozanam ni a la pureza de su sensibilidad vicenciana aplicada a los tiempos modernos. Una admirable figura contemporánea de Ozanam que sí se acerca a ello, la de sor Rosalía Rendu, que fue además inspiradora y animadora de los primeros trabajos por los pobres de Ozanam y sus compañeros en los orígenes de la Sociedad de San Vicente de Paúl, no fue comprendida por las autoridades de ambas instituciones.
Tal vez, decíamos, haya una razón de tipo histórico que explique o dé razón de tal carencia. Se podría pensar, por ejemplo, que bastante tenían los superiores mayores con la preocupación de reconstruir el edificio de ambas instituciones muy dañado por la Revolución Francesa y sus secuelas. Era eso, sin duda, lo que orientó durante toda su vida, y llevó a cabo con indudable éxito, la acción del padre Etienne, contemporáneo de Ozanam.
El padre Etienne, hombre de una gran perspicacia práctica, sabía muy bien que los nuevos tiempos ofrecían una gran ocasión histórica para renovar y poner al día las estructuras de su Congregación:
¿No hay en esta situación nueva un terreno totalmente nuevo sobre el que la Compañía puede diseñar libremente y reconstruir su edificio en condiciones muy favorables para la libertad de sus movimientos y para el desarrollo de su actividad? (Recueil des principales circulaires des supérieurs généraux de la CM., t. l, p. 399).
Ahí estaban, vistas con toda claridad, la situación del presente histórico y las posibilidades del futuro. Curiosamente el padre Etienne creyó que la mejor manera de aprovechar esas posibilidades estaba en una vuelta literal al texto de las Reglas Comunes, vuelta que garantizaría la inmutabilidad histórica de la congregación:
La Compañía no puede estar sometida a los cambios y alternativas que sufren las instituciones hechas por la mano de los hombres; pues nuestras Reglas nos llevan a la práctica de las máximas evangélicas, ellas participan de alguna manera de la inmutabilidad del Evangelio mismo… No se debe introducir el menor cambio en nuestras Reglas y Constituciones, pues se pueden observar con el mismo fruto y con la misma fidelidad en el tiempo presente que en los tiempos pasados (Recueil…, t. III p. 135).
Los cambios hacia formas más democráticas de organización social que resultaron de la revolución de 1848 (la II República), en la que caía la monarquía por tercera vez en cincuenta años, tuvieron esta reacción por parte de Ozanam:
Hemos aceptado la república no como un mal de los tiempos al que hay que resignarse, sino como un progreso que hay que defender… La Providencia no destruye más que para construir, y cuanto más renueva la tierra, más pensamos que ahonda los cimientos de un orden nuevo (L’ere nouvelle, n. 16, 1 de mayo de 1848).
Y unos días antes:
Todo el mundo está de acuerdo en que jamás el dedo de Dios ha sido señalado en un acontecimiento humano como en la revolución que acaba de tener lugar… Lo que he aprendido de la historia me da derecho a creer que la democracia es el término natural del progreso político y que Dios conduce hacia ella (ibid. n. 1, 1 de abril de 1848).
Eso era leer con fidelidad y con agudeza los signos de los tiempos. Pero no «todo el mundo» estaba de acuerdo con la visión de Ozanam, ni en la Iglesia ni fuera de ella. ¿Cómo iban a estar de acuerdo los le-gitimistas monárquicos o los hombres de Iglesia con nostalgias de la pasada alianza entre el Trono y el Altar? El padre Etienne, aunque en una circular anterior, de enero de 1849, había manifestado cierta indecisión acerca de cómo interpretar los recientes movimientos revolucionarios, sin excluir una posible acción de la Providencia, acabó escribiendo a toda la Congregación en noviembre del mismo año:
El principio que agita a los pueblos, que trae las catástrofes al mundo, es el orgullo y el espíritu de independencia. La causa de todas las revoluciones, que echan por tierra los tronos y trastornan los imperios, se encuentra en este dicho que la Escritura pone en boca del impío: non serviam, no me someteré… La base sobre la que descansa el orden social es el respeto a la autoridad (Recueil…, t. 111,p. 141).
La misma idea sobre la autoridad la aplica a la Congregación de la Misión al afirmar que la autoridad «es la base sobre la que reposa todo el edificio de la Compañía» (Recueil… t. III p. 169). Se atrevería uno a objetar tímidamente si sería legítimo pensar que la base del edificio de la Compañía es, no la autoridad, sino el seguimiento de Cristo en la evangelización de los pobres; y el principio constitutivo de toda sociedad, no el respeto a la autoridad, sino la búsqueda del bien común.
Desde hace tiempo es un lugar muy común el señalar que a lo largo del siglo XIX y en buena parte del XX la Iglesia adoptó una postura defensiva y de retraimiento hacia dentro de sí misma ante la avalancha de formas de vida y de ideas que invadió a la sociedad europea desde la Ilustración. El signo más visible y más notorio de tal postura fue el Syllabus de Pío IX (quien, por cierto, debido a su fama de hombre comprensivo con las nuevas corrientes había sido saludado al llegar al trono pontificio con entusiasmo por los elementos más abiertos de la Iglesia, entre ellos por el mismo Ozanam), que suponía un rechazo frontal de todo lo que en ideas o modos de comportamiento social se había de calificar como moderno.
Había, sin duda, en una tal postura motivos y aspectos legítimos de salvaguarda de lo esencial que había que mantener a toda costa, para evitar el peligro muy real de disolución amorfa de valores cristianos fundamentales. Pero resultó tal vez ser una postura de rechazo demasiado radical y que duró demasiado tiempo. Sólo con el Concilio Vaticano II salió la Iglesia de manera oficial de sus cuarteles de invierno para volverse al mundo al que había que salvar, como lo expresó con toda densidad y precisión Pablo VI en el discurso de clausura (n. 14). Se preguntaba a sí mismo y preguntaba a la Iglesia: el concilio «,ha desviado quizá la mente de la Iglesia hacia la orientación antropocéntrica de la cultura moderna?» Y respondía él mismo: «Desviado, no; vuelto, sí». Lo cual era lo mismo que admitir llanamente dos cosas:
- la Iglesia estaba antes del concilio de espaldas a la orientación antropocéntrica de la cultura moderna
- volverse hacia esa orientación antropocéntrica de la cultura moderna no supone para la Iglesia una desviación, pues
nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teo-céntrico; tanto que podemos afirmar también: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre (n. 16).
No hace falta añadir que las instituciones de san Vicente no fueron en modo alguno una excepción en esa postura general de retraimiento ante la nueva sociedad y ante la nueva orientación antropocéntrica. Se señaló arriba el carácter cristocéntrico-antropocéntrico de la experiencia espiritual de san Vicente. Dígase con sinceridad si las siguientes palabras de otro superior general poco posterior al padre Etienne, el padre Fiat, son fieles de verdad a la verdadera visión espiritual de san Vicente:
El primer fin de la pequeña Compañía es la santificación de sus miembros, y tal debe ser el objeto primero de nuestra solicitud; todos los otros le deben estar subordinados (4 de diciembre de 1879, circular dirigida a los superiores. El subrayado es, por supuesto, nuestro).
O sea: un verdadero discípulo de san Vicente debería, según el padre Fiat, evangelizar a los pobres pensando ante todo en su santidad personal. Vuelta, pues, al egocentrismo (pues de egocentrismo se trata, aunque sea «espiritual»), y vuelta al teocentrismo (pues de eso se trataba en los escritos espirituales del siglo XIX cuando se hablaba de santidad personal) del joven Vicente.
¿Es compatible lo que escribe el padre Fiat, se parece siquiera en el fondo a la visión verdaderamente místico-espiritual-cristiana del «dejar a Dios por Dios» de san Vicente de Paúl?
Con todo esto que estamos diciendo no pretendemos de manera alguna echar una sombra de duda sobre la calidad vicenciana ni del padre Etienne ni del padre Fiat. Ambos se distinguen entre los superiores generales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad por haber influido muy fuertemente y muy positivamente en la pervivencia y en el crecimiento de ambas comunidades. En buena parte vivimos aún de lo que ambos nos dejaron en herencia. Sería además, probablemente, demasiado pedir que las dos pequeñas Compañías hubieran ido a contracorriente de la actitud general de la Iglesia y de las grandes órdenes religiosas. Las observaciones críticas que hemos hecho se refieren más bien a los modos de expresión que proceden de y acaban por configurar ciertas actitudes mentales que influyen después en la vida.
Habría también que añadir como descargo que tampoco las dos instituciones caminaron por entero por los caminos de retraimiento del mundo que hemos señalado. Pues mundo eran también Etiopía, el próximo y lejano Oriente, la federación de estados americanos, los suburbios obreros de las ciudades industriales inglesas, los innumerables asilos, hospitales, leproserías, escuelas populares, donde misioneros y hermanas siguieron expresando en su vida diaria y en la práctica lo mejor de la espiritualidad del fundador.
Se podría haber acabado con las actitudes mentales de aislamiento y de rechazo del mundo a finales del siglo XIX con ocasión de la primera gran encíclica social de León XIII, que suponía un fuerte giro de la conciencia cristiana hacia las dimensiones sociales y políticas de la fe. Pero no se hizo, como lo lamentaba cuarenta años después el autor de otra encíclica social, Pío XI. No lo hizo el conjunto de la Iglesia; no lo hicieron tampoco en su conjunto las instituciones de san Vicente de Paúl.
Jaime Corera C. M.
Fuente: Reavivemos el Espíritu Vicenciano: Semana de Estudios Vicencianos, XXII (CEME, Salamanca, 1995).
Preguntas para la reflexión personal o el diálogo en grupo:
- ¿Cómo podemos integrar de manera efectiva la caridad y la justicia en nuestra respuesta cristiana a las injusticias estructurales de hoy?
- ¿Qué pasos concretos podemos dar como cristianos para interponernos entre la opulencia y la pobreza, como lo hizo Federico Ozanam?
- ¿Cómo podemos fomentar una auténtica opción preferencial por los pobres en nuestras comunidades, en lugar de ofrecer solo respuestas paliativas?
- ¿De qué manera podemos inspirar a nuestras comunidades para ser verdaderos pacificadores e intermediarios en los conflictos sociales y económicos actuales?
- ¿Cómo podemos trabajar hoy para construir instituciones y estructuras que realmente promuevan la igualdad y la dignidad humana?
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