De las tinieblas a la luz de Pascua con santa Isabel Ana Seton

por | Abr 3, 2024 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

El ejemplo de santa Isabel Ana Seton nos muestra cómo entregar nuestras vidas a Cristo, el Crucificado, para que podamos vivir.

Gustave Doré (1832-1883), El valle de las lágrimas (inacabado) (1883), óleo sobre lienzo, Petit Palais, París. Wikimedia Commons.

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? – Marcos 15,34

Para mí, el centro precioso de la Pasión es el grito de Nuestro Señor desde la Cruz. Pocos instantes después, su corazón cede y las tinieblas descienden sobre la tierra. Pero en su grito desconsolado, Cristo entra en nuestras tinieblas interiores. Asume uno de los aspectos más frágiles de nuestra condición —la sensación de que estamos solos, abandonados y no deseados— y lo redime desde dentro.

No sabemos cómo el Hijo de Dios sin pecado experimentó una ruptura con su propio Padre. Pero sabemos por qué lo hizo: por amor. Él desea nuestra vida, nuestra integridad, nuestra salvación. En Su muerte, la noche oscura del alma ya está dando paso a la luz.

El difunto escritor P. Benedict Groeschel dijo que «hay una noche oscura en cada día». Lo entiendo. Casi todos los días tengo una o dos horas en las que estoy abatida, en las que me siento perdida e insegura, en las que el camino a seguir se oscurece. Suelo sobreponerme: doy un paseo, me tomo un café, me distraigo. Pero estos remedios no siempre son suficientes. A veces la oscuridad se prolonga y me invade una aplastante falta de sentido. ¿Para qué sirve todo esto? ¿Dónde está Dios en todo esto? En otra ocasión, fue la traición inesperada de un amigo muy querido.

En estos momentos sombríos, cuando el amor, el consuelo y la certeza parecen fuera de mi alcance, me encuentro desesperada por encontrar a alguien a quien seguir en el camino de la vida, alguien que conozca esta angustia y pueda guiarme hacia adelante. Santa Isabel Ana Seton es esa amiga para mí. Y, de hecho, este camino a través de la oscuridad espiritual es uno que ella ya ha recorrió.

Es cierto que desde muy joven Isabel quedó cautivada por la idea del cielo, la promesa de la vida eterna. Tenía sólo tres años cuando murió su madre. Su hermana Catalina murió un año después. ¡Qué pérdidas tan tempranas! Sin embargo, Isabel ya era capaz de ver más allá de la pérdida, hacia algo más grande. De aquella época escribió:

«…a los 4 años, sentada sola en un escalón de la puerta, mirando las nubes, mi hermana pequeña Catherine, de 2 años, yaciendo en su ataúd, me preguntaron si no había llorado cuando murió la pequeña Kitty… No, porque Kitty ha subido al cielo y me gustaría poder ir yo también con mamá…».

La muerte de su madre y de su hermana es el comienzo del camino de Isabel hacia Dios. Desde esa temprana edad, avanza siempre atraída por la promesa de la vida eterna.

Algunos años más tarde, Isabel se enfrenta a otro duro golpe, la muerte de su amado esposo Guillermo, y podemos ver lo lejos que ha llegado. Guillermo muere tras un mes de cuarentena en un frío y lúgubre lazareto italiano.

A su lado, en su agonía, alejada de todo consuelo, Isabel se somete sin embargo a la voluntad de Dios. Tras el entierro de Guillermo, sus anfitriones italianos, los Filicchi, la miran con compasión. Pero Isabel no lo necesita: «Mi pobre y elevado corazón estaba en las nubes vagando tras el alma de mi Guillermo y repitiendo: Dios mío, tú eres mi Dios».

Más tarde, sin embargo, esa certeza se le escapa. Cuando está en Emmitsburg, tratando de dirigir una orden religiosa incipiente, la madre Seton ve cómo su hija mayor, Ana María, de sólo 17 años, es víctima de la tuberculosis. Muere valientemente con el nombre de Jesús en los labios. Pero después, la oscuridad desciende sobre Isabel. Teme por la salvación de su hija y no encuentra consuelo en ninguna de las antiguas imágenes u oraciones. La muerte parece dominarla.

Sin embargo, sorprendentemente, sigue adelante. La Madre Seton no se refugia en su propia cabeza, en un dolor abstracto. Se aferra a lo concreto. «Durante los tres meses que siguieron a la muerte de Nina, estuve a punto de perder el sentido y mi cabeza estaba tan dispersa que, a no ser por los deberes diarios que siempre tenía ante mí, no sabía muy bien lo que hacía o lo que dejaba sin hacer». La Madre Seton mantiene sus manos ocupadas con las tareas que tiene entre manos: la educación de las niñas, la instrucción de sus hermanas, la gestión de los asuntos de su comunidad. Se aferra al ritmo diario de la oración. Confía en un orden ya establecido, aunque su alma se arremolina en el caos.

Y confía en otro ser humano.

En ese momento, le asignan un nuevo director espiritual, el padre Bruté. Aunque tiene dificultades con el inglés, es un consejero sagaz de su alma. Isabel se siente desgarrada por la sensación permanente de que Ana María está perdida, pero el padre Bruté le dice que abrace la vida de Ana María, y la envía a recoger todas las palabras que su hija haya escrito. En el proceso, Isabel encuentra la esperanza, a través del testimonio de su propia hija. Comienza una lenta curación. En el proceso, el padre Bruté se convierte en el compañero espiritual de Isabel Ana. Comparten una Biblia en la que anotan sus reflexiones mutuas.

Atendiendo a las exigencias de sus deberes cotidianos y contando con el apoyo de un querido amigo, estas acciones dan testimonio de una realidad subyacente en la vida de Isabel: su enfoque del sufrimiento. Esta mujer no se opone a los designios de Dios. No busca eliminar el caos interior. Más bien, precisamente en ese momento, Isabel entrega a Cristo una nueva parte de sí misma: la parte oscura y caótica. Le entrega a su hija, sus temores por el alma de su hija, la incertidumbre cotidiana. Su objetivo no es arreglar la situación, sino permitir que Cristo actúe en ella.

Al final, Isabel sale de la oscuridad espiritual, porque, incluso en esta oscuridad, sigue perteneciendo a Cristo. Lo que ella no puede soportar, lo soporta Él. Aquel que soportó la oscuridad interior de todos los hombres la soporta a ella. «Los santos se comprenden fácilmente cuando miramos al cielo —escribió una vez—. Hablamos de sacrificios. ¿En qué? ¿En qué? En nuestra miserable debilidad sentimos todo el peso. Pero todo en Aquel que fortalece».

Mientras atravesamos la oscuridad del Viernes Santo y del Sábado Santo, para resurgir a la luz de la Pascua, podemos confiar en santa Isabel Ana Seton para que nos acompañe. Ella nos recuerda que sólo en Cristo podemos encontrar nuestro centro seguro. Ella nos muestra cómo entregar nuestras vidas al Crucificado, para que podamos vivir.

LISA LICKONA, STL, es profesora adjunta de Teología Sistemática en la Escuela de Teología y Ministerio de San Bernardo en Rochester, Nueva York, y es una oradora y escritora conocida a nivel nacional. Es madre de ocho hijos.
Fuente: https://setonshrine.org/

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