El cristianismo está en el interior de cada uno
El cristianismo no es, tal vez, lo que se supone que es; no es una ley particular dada a unos pocos hombres en un rincón del globo, y luego difundida por todas partes por la predicación de la Iglesia. Independientemente de que el testimonio divino sea tan antiguo como la humanidad misma, debemos confesar que el cristianismo se revela a todo el que llega a la vida. San Juan dijo: “Él era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció; vino a los suyos, y los suyos no le recibieron” (Jn 1,9 ss). Cuando el cristianismo llame a la puerta de vuestra alma, ¡ah!, no penséis que es un extraño que os pide hospitalidad. No: volved a una familia que es la vuestra, a una casa que ha construido; conoced el rincón de vuestro corazón donde dejó sus huellas… A vuestro pesar, vuestro cristianismo interior se delata en vuestros actos. Cada vez que hacéis una buena acción —¿y quién puede desesperar de sí mismo hasta el punto de pensar que nunca la hará?—, estáis afirmando los dogmas del cristianismo, sois sus apóstoles involuntarios. Cada vez que dais un vaso de agua a un pobre, aunque seáis el más declarado ateo, estáis afirmando que Dios existe; estáis afirmando que Dios es el creador del mundo y el padre en el cielo; estáis afirmando que el hombre es culpable y que hay que restaurarlo; estáis afirmando que Dios no es indiferente al bien, que juzgará, y que el día de su justicia un vaso de agua será tenido en cuenta.
Necios, o más bien desgraciados, ¿atacáis al cristianismo y no veis la perpetua contradicción en que estáis con vosotros mismos? Cada una de vuestras buenas obras confiesa la existencia del bien y del mal, y no podéis confesar la existencia del bien y del mal sin confesar las verdades cristianas, puesto que todas las demás verdades fluyen de ésta. No, el cristianismo no es una doctrina que cae entre las naciones sin saber cómo, como esos aerolitos en torno a los cuales los científicos se reúnen y componen sistemas. No, este aerolito del cristianismo no cayó inesperadamente del cielo; estaba en nuestra conciencia. Igual que la aguja imantada gira siempre hacia el polo, por muy lejos que esté de él, del mismo modo hay un imán en nuestro corazón que lo hace girar hacia el verdadero norte, es decir, hacia Dios, el padre, el reparador, el santificador.
Jean-Baptiste-Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861) fue un reconocido predicador y restaurador de la Orden de Predicadores (dominicos) en Francia. Fue un gran amigo de Federico Ozanam (de hecho, es el autor de una muy interesante biografía sobre Ozanam) y muy afecto a la Sociedad de San Vicente de Paúl.
Imagen: El padre Jean-Baptiste Henri Lacordaire, pintado por Louis Janmot (1814-1892), amigo de Federico Ozanam y uno de los primeros miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl.
Fuente: Henri-Dominique Lacordaire, Conférences de Notre-Dame de Paris, tomo 1, París: Sagnier et Bray, 1853.
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