A pesar de la bondad de Federico, no fue un maestro indulgente con sus estudiantes. Al contrario: fue un profesor excepcionalmente severo. Como examinador no les daba cuartel. Desconfiaba tanto de su tendencia natural a la indulgencia que su conciencia lo llevaba hacia el extremo opuesto, y en su puesto oficial de juez era imparcial casi hasta la severidad, especialmente hacia los candidatos en los que tenía interés personal.
Se cuenta la historia de un joven protegido con quien se había tomado infinitas molestias para prepararle en sus exámenes y que, llegado el día de la prueba, estuvo a punto de fracasar, debido al despiadado rigor de los interrogatorios de Ozanam. A partir de este momento, los candidatos temían, más que buscaban, un consejo amistoso de Federico, diciendo que este solo duplicaría sus posibilidades de fracasar.
Pero su severidad más grande la mostraba hacia los estudiantes eclesiásticos. Un día, cierto joven seminarista le preguntó por las razones de su fracaso en unos recientes exámenes. Ozanam lo recibió con gran amabilidad y le señaló detalladamente los diversos defectos de su exposición; cambió entonces su tono de repente y, con rostro serio, le dijo: «Su mismo atuendo, señor, nos obliga a ser más exigentes. Cuando se tiene el honor de llevar la librea del sacerdocio, no debe exponerla a la ligera a una deshonra semejante».
Tomado de O’Meara, “Federico Ozanam, profesor en la Sorbona: su vida y obra”, Barakaldo: Somos VIcencianos, 2017, capítulo XVII.
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