Entre los misioneros paúles hay un mártir que lloró de alegría cuando lo mandaron a China y cuando lo encarcelaron allí. Francisco Régis fue a evangelizar a los paganos y acabó dando la vida por ellos.
«La cuerda de tres hilos no es fácil de romper», repetía a menudo Francisco Régis Clet, citando el Eclesiastés. Con ello ofrecía su propia experiencia: quien tiene una comunidad y una misión puede resistir mejor los temporales de la vida, aunque, en su caso, esa tormenta fuera una persecución implacable que acabó en el martirio.
Nació en Grenoble, al pie de los Alpes, el 19 de agosto de 1748, y recibió el nombre de Francisco Régis en honor al santo francés, apóstol entre los hugonotes y cuya devoción estaba muy extendida entre los católicos de la zona. Cesario y Claudina lograron instruir a sus 15 hijos en una fe sencilla y recia al mismo tiempo, que, aparte de frutos de vocación matrimonial, ofreció a la Iglesia un cartujo y una carmelita. Francisco Régis, el décimo hijo de los Clet, se decantó por la Congregación de la Misión, fundada por san Vicente de Paúl, ingresando en la orden en 1769.
Después de su ordenación en 1772 ocupó diversos cargos, sobre todo, en tareas de formación y docencia, pero pronto los vientos iban a cambiar en Francia y eso dio a su biografía una orientación insospechada. Cuando en 1789 estalló la Revolución francesa, el santo fue testigo de excepción, ya que el acontecimiento que precedió a la icónica toma de la Bastilla fue el asalto de los sublevados a la casa madre de los paúles en la capital francesa.
La vida religiosa se hacía cada vez más irrespirable en la Francia revolucionaria, lo que propició la salida de los paúles hacia otras partes del mundo. Así, cuando, dos años después, el superior general de la congregación decidió mandar a tres de los suyos a China y uno causó baja inesperada, Clet se ofreció voluntario. Y su petición fue aceptada. «Me encuentro en la cúspide de la felicidad. La Providencia quiere que vaya a trabajar por la salvación de los paganos», escribía a su hermana tras conocer la noticia.
El viaje se lo tuvo que pagar con su propio dinero y, así, llegó a la colonia portuguesa de Macao en octubre de 1791. Un año después consiguió entrar en la provincia china de Jiangxi, en el interior. El emperador había permitido la presencia de misioneros solo en la capital; en el resto del país su labor estaba prohibida y se arriesgaban a ser deportados. O a algo mucho más grave.
«Una nueva vida comienza para mí; tengo que hacer revivir los sentimientos religiosos de los primeros cristianos que estuvieron abandonados por muchos años y convertir a los paganos. Espero que esa sea mi ocupación hasta la muerte», decía. Sin embargo, con lo que se encontró fue con el fracaso, especialmente debido a sus dificultades con el idioma y a la indiferencia de aquellos a los que fue enviado. Aun así, recorría cientos de kilómetros a pie cada mes para administrar los sacramentos y catequizar a pequeñas comunidades dispersas por los entornos rurales, apenas sin lograr alguna que otra conversión.
En 1818 se produjo en Pekín un fenómeno atmosférico que oscureció durante algunas horas el cielo de la capital. Los consejeros del emperador le hicieron creer que aquello indicaba la amenaza que la nueva religión extranjera suponía para su pueblo, por lo que firmó un decreto que endureció los castigos contra los misioneros. Francisco Régis Clet, cuya presencia hasta la fecha había sido simplemente tolerada, vio cómo de repente habían puesto precio a su cabeza: 1.000 taels, más de 1.300 euros de en la actualidad, una auténtica fortuna para la época. La ocasión de entregarlo la aprovechó un pagano que quería vengarse de un vecino recién convertido. Lo delató y el misionero fue capturado por los soldados del emperador. «Usted ha venido a China en secreto, ha pervertido a numerosas personas con la doctrina que predica y tiene que ser estrangulado hasta la muerte». Fue la acusación y el veredicto. Permaneció encerrado durante meses. Andrajoso y lleno de piojos, coincidió en una celda con otros creyentes. «Cuando los vi no pude menos que llorar de alegría», escribió a su superior. «Si no fuera por mí, no podrían recibir el sacramento de la Confesión».
A sus más de 70 años fue flagelado y encerrado en celdas de castigo. Nunca apostató, pese a las amenazas, y siempre reconoció su presencia en China como sacerdote y misionero. El 17 de febrero de 1820 lo estrangularon varias veces —según la tradición, la soga se apretó tres veces—. Cuando perdía el conocimiento, aflojaban la cuerda y volvían a empezar, hasta que dio su último suspiro. Esa cuerda que acabó con su vida no tuvo la fuerza de aquella de tres hilos que dio sentido a su vida: Dios, China y la misión.
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Fuente: ALFA&OMEGA, número del 16 al 22 de febrero de 2023.
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