“¿Cómo se come un elefante? De bocado en bocado” – Reflexión sobre las Virtudes Vicencianas

por | May 31, 2023 | Espiritualidad y práctica espiritual, Formación | 0 Comentarios

Introducción

A la pregunta “¿cómo se come un elefante?”, un sabio respondió “de un bocado cada vez”. De alguna manera, la respuesta del sabio refleja la idea de por qué Vicente insistía tanto en las virtudes que hay que adquirir ante las opciones de vida que hemos hecho (santidad de vida) y la misión que hay que cumplir en honor y dignidad de los llamados.

Si lo pensamos bien y tenemos el valor y la sabiduría de revisar todo el camino de nuestra vida, nuestro comportamiento y nuestras decisiones, comprendemos enseguida que no hemos respetado tantas decisiones y tantas buenas intenciones desde el día de los ejercicios que hicimos antes de nuestra consagración, ordenación …. incluidos los que hacemos después de cada ejercicio espiritual anual o mensual. ¿Por qué? En mi opinión nos falta disciplina personal. No somos asiduos y nos falta continuidad en la disciplina personal, que es muy importante. El mundo de hoy parece obsesionado con el fitness. Sin embargo, incluso en el fitness lo importante, dicen los expertos, es la disciplina. Continuidad en el ejercicio, la nutrición y el estilo de vida diario. Disciplina, pues. Las virtudes cristianas y vicencianas son importantes para disciplinarnos cristianamente. El fin último de las virtudes cristianas y vicencianas es la ‘imitatio Christi’ y nada más.

San Pablo nos lo dice en su carta a los Filipenses 2, 5-8: “Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, aun siendo de naturaleza divina, no estimó su igualdad con Dios como un tesoro celoso, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres…”. El tema de la imitación de Cristo nos lleva al corazón de Jesús, un corazón que hay que imitar y seguir: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Si queremos seguir las huellas de Jesús, debemos tener los mismos sentimientos, el mismo objetivo de vida, la misma pasión por Dios y su Reino. Las virtudes cristianas y vicencianas nos ayudan a domar el elefante que llevamos dentro (el orgullo y la vanidad; el espíritu mundano, etc.) y a someternos al Señorío de Cristo en nuestra vida y ministerio. No es importante qué ministerio hacemos, sino cómo lo hacemos. El que come la naranja lleva el olor de la naranja, el que toma café lleva el olor del café, el que se entrena continuamente en las virtudes lleva el olor de la gracia, Cristo Jesús. La reflexión sobre las virtudes es importante precisamente por eso, porque cuanto más reflexionamos sobre ellas, más llevamos el olor de la gracia santificante. Pasemos ahora a la reflexión de cada virtud. Comencemos por la madre, o más bien la fuente de todas las virtudes, según Vicente: la humildad. “He aquí la base de la perfección evangélica y el quicio de toda vida espiritual. Quien posea esta virtud obtendrá fácilmente todas las demás; pero quien no la tenga se verá privado incluso de las que parece tener”.

Humildad

La humildad es la antítesis del orgullo: en el pensamiento de SV, la virtud de la humildad es el fundamento de todas las virtudes: si falta ésta, todas las demás se derrumban. No nos engañemos, decía, “si no tenemos humildad, no tenemos nada”. Para Cristo y para nosotros los cristianos, la humildad significa una disposición interior como la de Cristo. Esta disposición interior contrasta con el orgullo, la autosuficiencia, la vanidad. Es la virtud que nos hace conscientes de lo que somos ante Dios: criaturas frágiles, débiles, incoherentes (a veces incluso contradictorias). Quien es humilde, también es amable. En la Escritura tenemos el testimonio de una persona humilde: Moisés. “Moisés era una persona humilde, el más humilde que había sobre la tierra” (Nm 12,1-13). En general, independientemente de la profesión de fe, la humanidad no ama a los orgullosos y vanidosos, sino a los humildes. La humildad no es sólo una actitud, ni siquiera eso, sino que la humildad es ante todo un modo humano de ser y de relacionarse con Dios a la luz de su verdad y de su amor. Por tanto, la humildad no es abnegación, no es sentimiento de inferioridad, ni incapacidad, ni infantilismo, sino que es depositar la propia vida en Dios abandonándose confiadamente en Él, como hicieron Moisés, María y Jesús, por citar sólo algunos. La humildad, así concebida, une a las personas, mientras que el orgullo, la autosuficiencia y la vanidad dividen.

La humildad se regocija en el Señorío de Dios: La humildad es la virtud que nos hace sentir a Dios como el único Señor de nuestras vidas, alejándonos así de una actitud de autosuficiencia que es una forma de idolatría. La persona humilde, en efecto, no tiene pretensiones, no confía en su propio juicio, sino que se apoya en Dios y reconoce que todo lo ha recibido de Dios: todo lo que es y tiene. San Pablo nos recuerda a este respecto: “¿Qué posees que no hayas recibido; y si lo has recibido, por qué te jactas de ello como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4, 7). Los soberbios son los más mentirosos de todos, decía un autor, porque presumen de cosas que no les pertenecen: belleza, inteligencia, habilidades diversas… de las que se glorían y presumen pero que no han comprado. Por eso son mentirosos. Los humildes, en cambio, admiten que lo han recibido todo de Dios y dicen: “somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,7ss). No es por falsa humildad que dicen que son siervos inútiles, sino que admiten que son pecadores, y si han conseguido hacer algo, ha sido Dios quien lo ha hecho a través de ellos. La persona humilde reconoce la presencia operante de Dios en su vida. Esta era la humildad de María de Nazaret. La persona humilde, como María, acepta ser vaciada, o mejor dicho, como decía SV: “vaciaros y Dios os llenará de Sí mismo”. Vaciarse es la condición para hacer sitio a Dios, atrayendo y activando “una cantidad desmesurada de gracias y gracias”. La humildad no es el espacio del vacío, sino que es el espacio de Dios que nos libera de nosotros mismos y nos abre a la unión con Él. La persona humilde es una persona alegre y estimada por los demás.

La humildad reconoce la dignidad del hombre: la virtud de la humildad evangélica, especialmente para los que viven una vida comunitaria, ayuda a evitar dos excesos: por una parte, una exaltación idolátrica de los demás y, por otra, una devaluación o desestimación de los demás. La virtud de la humildad evangélica se orienta hacia un servicio libre y liberador de la caridad hacia los demás, sin hipocresía, en la falsedad y en la verdad. La humildad evangélica se basa en dos pilares: la verdad y la caridad. Si se fundamenta y se practica así, se expresa como un camino de libertad, con el máximo respeto a los demás, sin exaltar a nadie y sin desacreditar o desvalorizar a otro. Además, la persona humilde no sólo es respetuosa con la dignidad de los demás, sino que también tiene temor de Dios y sentido de su misericordia. Misericordia hacia uno mismo y hacia los demás expresada y vivida en equilibrio. El respeto a uno mismo y a los demás exige verdadera humildad como expresión de equilibrio y madurez humana. La humildad, nos ayuda a moderar nuestro orgullo, vanidad y engreimiento: “no se evalúen más de lo que conviene evaluarse, sino evalúense como es debido…, no tengan demasiado alto concepto de sí mismos” como dice Pablo (Rom 12). Quien reconoce los dones de Dios en él, no da ocasión a la jactancia, sino que remite todo lo bueno que hay en nosotros a Él y sólo a Él. La humildad tiene, en este sentido, la función de moderar el orgullo, tanto como excesiva autoestima como dependencia de la estima de los demás. Y, además, la capacidad de acoger también la diversidad presente en el otro reconociendo su dignidad, incluso en el pecado y en el error que perturban las relaciones humanas. La persona humilde también acepta y supera las humillaciones y ofensas que recibe sin venganza de ningún tipo.

La humildad es una virtud que hace gozoso en la vida y fecundo en el ministerio: Concluyo esta breve e incompleta reflexión citando al gran San Agustín, “la soberbia ha convertido a un ángel en demonio, y la humildad ha elevado a las personas sencillas a ángeles”. Esto es verdad porque el diablo es un ángel caído de su trono mientras que María y otros personajes bíblicos son personas como nosotros, pero que han aceptado el Señorío de Dios en sus vidas y han cooperado con las gracias recibidas hasta decir: para mí vivir es Cristo y morir es ganancia (Flp 1,21). Esta humildad no sólo nos hace serenos y contentos en la vida a pesar de todas las dificultades y contrariedades de este mundo, sino que también y sobre todo nos hace eficaces en el ministerio, precisamente porque la gente ama a las personas humildes y mansas.

P. Zeracristos Yosief, C.M.
Fuente: https://cmglobal.org/

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