Roma, 25 de diciembre de 2022
Queridos cohermanos,
queridos miembros asociados,
Fieles a la tradición, con ocasión de la Navidad y del próximo Año Nuevo, queremos desearos a todos paz y alegría, la paz y la alegría que deben crecer en nuestros corazones y resplandecer en los lugares donde nos encontramos cada día. Porque es en esos lugares, que son únicos para cada uno de nosotros, donde debemos cumplir y vivir el mensaje de la Navidad.
En verdad, no podemos decir que hoy disfrutemos de la paz. El mundo sufre la violencia de la guerra y de los conflictos étnicos en numerosos lugares, incluso donde estamos nosotros como congregación. A menudo no podemos sino mirar con impotencia y sólo intentar curar y tender la mano a quienes son, de un modo u otro, víctimas de estas múltiples formas de violencia. Pero incluso en nuestro propio seno experimentamos a menudo lo difícil que es vivir pacíficamente unos con otros. Cuando visito comunidades de todo el mundo, a menudo me sorprende cuánta energía se pierde exacerbando disputas que amenazan con convertirse en enfrentamientos en toda regla. No, la vida en comunidad no siempre es fácil, pero exige que todos hagamos un esfuerzo por aceptar las diferencias de los demás, por tratarlas de forma positiva y, sobre todo, por ayudarnos a convivir pacíficamente como hermanos. No debemos centrarnos exclusivamente en las cosas negativas de los demás y de nosotros mismos, ni dejar que estas cosas nos paralicen. Por el contrario, debemos intentar ver siempre lo bueno que cada uno de nosotros lleva dentro. También es importante preguntarnos honestamente qué aportamos de positivo para hacer más habitable nuestra comunidad, para permitir que crezca el amor y para ayudarnos realmente unos a otros en nuestro camino hacia la santidad. Sí, en nuestro camino común hacia la santidad, en eso consiste nuestra vida, esa es nuestra vocación y misión comunes.
Entre Navidad y Año Nuevo, conmemoramos la fundación de nuestra Congregación, hace ahora 215 años. Es una historia que debemos valorar, la de cómo el padre Triest y tres jóvenes comunes iniciaron lo que un día se convertiría en la Congregación de los Hermanos de la Caridad. Aunque su objetivo era atender mejor a los ancianos del hospital de Bijloke, optó explícitamente por confiar esta tarea a los religiosos y anteponer la búsqueda de la santidad personal. Ellos santificarían el mundo que les rodeaba partiendo de esta santidad personal, lo harían más íntegro, lo sanarían de verdad. Estaban llamados a entregarse exclusivamente a Dios y, desde este vínculo exclusivo de amor, a vivir radicalmente el amor al prójimo. Exclusivos en cuanto al amor de Dios para vivir radicalmente la caridad. No en vano nos dio el lema «Dios es amor» como una invitación a dejar que éste se convierta realmente en la base de nuestra vida, hacia la santificación personal y la santificación del prójimo y del mundo que nos rodea. Es hacer resplandecer en el mundo el amor de Dios que recibimos. Esta es la historia que se ha ido desarrollando a lo largo de 215 años y de la que ahora formamos parte. Intentemos vivir de tal manera que esta historia pueda seguir resplandeciendo y siendo contada de maneras siempre nuevas. Esa es también nuestra tarea, nuestra vocación, nuestra misión para hoy. Si intentamos configurar nuestra vida de este modo, trabajaremos sin proponernoslo por la paz a nuestro alrededor. Que ese sea el mensaje para nosotros en esta Navidad de 2022.
Cuando estemos en paz con nosotros mismos y con quienes nos rodean, podremos experimentar una profunda alegría. Hay muchas razones para sentirse triste y apenado. No todo lo que deseamos se cumple, y a veces nos enfrentamos a problemas que realmente nos preocupan y por los que podemos llegar a perder el sueño. Hay dolor por la pérdida de seres queridos, e incluso en la Congregación no nos hemos librado de él en el último año. Hermanos jóvenes nos dejaron porque, al parecer, habían perdido la alegría de vivir o la fe en la Congregación. Nos ha dolido tener que despedirnos de varios hermanos que se vieron truncados por la enfermedad demasiado jóvenes y de forma bastante inesperada. También hubo tensiones en el seno de la Congregación, que a veces nos hicieron sentir abatidos y nos sumieron en un sentimiento de desesperanza. Cada uno de nosotros podrá dar su propia interpretación de los acontecimientos que nos dolieron, nos entristecieron y parecieron quitarnos la esperanza. Pero quizá sean precisamente esos momentos de aparente desesperanza y desesperación los que nos hacen confrontarnos más profundamente con lo que realmente debe y puede inspirarnos como seres humanos, como creyentes, como religiosos. Son pruebas por las que tenemos que pasar y que pueden quebrarnos o purificarnos. La elección es nuestra. Cuando construimos de verdad nuestras vidas sobre la confianza de que Dios nos ama, de que Dios nos sostiene y nunca nos abandona, entonces permanece ardiendo en nuestros corazones un fuego que nada ni nadie podrá apagar jamás. Ese fuego es la fuente de la verdadera alegría en nuestras vidas. A veces sólo conocemos dos maneras de afrontar las dificultades: luchar o huir. Una vez conocí a un cohermano que, a sus 80 años, seguía golpeando la mesa con los puños porque, de joven, había sido tratado injustamente por uno de sus superiores. Se había convertido en un hombre amargado y había dejado que aquello le atormentara el resto de su vida. Era una lucha a la que nunca había estado dispuesto a renunciar. Otros huyen y se pierden en una doble vida, en una vida embotada por el alcohol, en una vida perdida en placeres baratos. Ni la lucha ni la huida son los caminos que hay que elegir. El único camino es el de la confrontación honesta con nuestra realidad y el de presentarnos ante Dios con y desde esta realidad y pedirle su bendición sobre ella, día tras día. ¡Qué ricos somos al poder construir nuestra vida sobre esa confianza en que Dios está ahí para nosotros y nunca nos abandona! ¡Qué ventaja tenemos al poder dedicar tiempo y espacio a esta relación con Dios cada día y recibir una profunda alegría en ella! Nunca estaremos suficientemente agradecidos por nuestra vocación y por la gracia que se nos ha concedido de ser fieles a nuestra vocación y, sobre todo, de permanecer fieles en los momentos más difíciles de nuestra vida. No es obra del hombre, sino de Dios en nosotros y con nosotros. Permanezcamos verdaderamente convencidos de esto. De este modo, nuestra verdadera alegría echará raíces y brillará a lo largo de toda nuestra vida y se convertirá y permanecerá como la verdadera tónica de nuestra vida.
Desearse mutuamente un Año Nuevo lleno de paz y alegría no es un deseo barato, y suena distionto a un mero «Felices fiestas» o «Feliz Navidad». Quizá sea lo más profundo y hermoso que podemos desearnos: paz y alegría. Ambos son dones preciosos, por los que tenemos que esforzarnos nosotros mismos, por supuesto, pero que en última instancia son fruto de la gracia de Dios. Este es el espíritu con el que queremos entrar en el nuevo año y desearnos mutuamente la bendición de Dios.
Os deseamos a todos un año 2023 lleno de paz y alegría.
Fraternalmente en el Señor,
Hno. René Stockman
Superior General
Hermanos de la Caridad
Fuente: https://brothersofcharity.org/
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