La Medalla Milagrosa es un éxito de ventas en las tiendas de artículos religiosos de todo el mundo, y lo ha sido durante más de un siglo. Todo el mundo, desde Maximiliano Kolbe, mártir polaco de Auschwitz, hasta la renombrada monja albanesa de Calcuta, Madre Teresa, o el gran corredor haitiano Usain Bolt, ha llevado una.
La medalla tiene incluso su propio día de fiesta: el 27 de noviembre, la víspera de la fiesta del 28 de noviembre de santa Catalina Labouré, la Hija de la Caridad de San Vicente de Paúl cuyas visiones llevaron a la creación de la medalla.
Podemos apreciar el atractivo de la medalla en las vidas de dos santas de orígenes muy diferentes que se unieron en una espiritualidad compartida: santa Catalina Labouré y santa Isabel Ana Seton.
Isabel Ana Seton nunca tuvo una medalla milagrosa; de hecho, no existió hasta años después de su muerte. Su vida apenas coincidió con la de santa Catalina Labouré, así que, por supuesto, nunca se conocieron.
Las dos no se parecían en nada en varios aspectos. Isabel nació como la segunda y última hija de su madre en una familia acomodada de la ciudad; Catalina nació como la novena de 11 hijos en una granja. Isabel creció en los incipientes Estados Unidos de América, al poco tiempo de la época colonial; Catalina creció en la región francesa de Borgoña, con raíces en las tribus celtas galas que los conquistadores romanos encontraron cuando incorporaron la zona al Imperio Romano.
La madre de Isabel era hija de un sacerdote episcopaliano y creció recitando oraciones protestantes; Catalina se vio inmersa en la rica cultura católica de Francia y creció teniendo visiones y experiencias místicas. Isabel se casó de joven y empezó a tener hijos; Catalina entró en la vida religiosa.
Pero ambas perdieron a su madre en la infancia. Se cuenta que santa Catalina besó una estatua de María tras la muerte de su madre y dijo: «Ahora tú serás mi madre».
Isabel encontró esa misma presencia maternal en la Virgen y en la Iglesia tras perder a su marido. «La gloria y la felicidad de la Iglesia católica es cantar las alabanzas de María —escribió—, la prueba contundente de que es la verdadera esposa de Cristo, ya que es la que mejor ama, honra y aprecia a la que tanto honra, ama y aprecia el propio Jesucristo».
La medalla milagrosa, además, pone a una madre cerca de nuestro corazón, lo que es especialmente reconfortante para quienes hayan perdido a la suya.
Además, la medalla surge de la espiritualidad de las Hijas de la Caridad, una espiritualidad que santa Isabel Ana y santa Catalina Labouré compartían.
Aunque nunca vio una, a Isabel le habría encantado la Medalla Milagrosa. Sabemos que le gustaban las medallas. Por ejemplo, le pidió al padre Simon Bruté que le trajera algunas medallas para sus alumnos en su próxima visita a su casa de Baltimore, insistiéndole: «que no se te olvide».
Isabel entró en la vida religiosa después de perder a su marido, y al igual que Catalina se sintió atraída por la espiritualidad de los santos Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, que juntos fundaron las Hijas de la Caridad en 1633, una congregación de hermanas que no eran de clausura, sino que se agrupaban bajo el lema «¡La caridad de Cristo nos urge!», y servían a los pobres.
De hecho, cuando Isabel escribió sobre las etapas finales de su adopción de la regla de las Hijas de la Caridad, utilizó palabras que Catalina habría entendido. «Ahora hay que hacer que me convierta en Hermana, y ser contada entre los hijos del bendito san Vicente», escribió. «O qui il est bon-qu’il est bon bon». Es bueno, es bueno, bueno, bueno.
La medalla está marcada con imágenes que tienen su origen en visiones que santa Catalina tuvo en 1830, a partir del 18 de julio, víspera de la fiesta de san Vicente de Paúl.
«Mientras hacía mi meditación en profundo silencio —explica—, me pareció oír en la parte derecha del santuario algo parecido al susurro de un vestido de seda. Mirando en esa dirección, percibí a la Santísima Virgen de pie cerca de la imagen de san José. Su estatura era mediana, y su semblante indescriptiblemente bello».
La imagen de la Santísima Virgen María en la medalla coincide con lo que vio santa Catalina: «Estaba vestida con una túnica del color de la aurora, de cuello alto, con mangas lisas. Tenía la cabeza cubierta con un velo blanco que le caía por los hombros hasta los pies. Sus pies descansaban sobre un globo terráqueo, o mejor dicho, sobre la mitad de un globo terráqueo, pues era lo único que se veía».
María aparece en un marco ovalado en el que estaban escritas en letras de oro las palabras: «Oh María sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a Ti».
Catalina oyó una voz que le decía: «Haz que se acuñe una medalla sobre este modelo. Todos los que la lleven, una vez bendecida, recibirán grandes gracias, especialmente si la llevan al cuello. Los que repitan esta oración con devoción estarán de manera especial bajo la protección de la Madre de Dios. Las gracias se concederán abundantemente a los que tengan confianza».
Pero hay otra cara de la historia de María, dispensadora de gracias. La imagen de la Virgen que experimentó tenía rayos que brotaban de sus dedos, pero le faltaban algunos rayos.
Santa Catalina dice que estas son las gracias que nadie pidió. Cuenta las palabras que escuchó de la Virgen: «Me siento tan feliz de poder ayudar a mis niños que me piden protección. Pero son muchos los que no acuden a mí».
La Madre Seton conoció el dolor de los que se perdieron las gracias que podrían haber sido concedidas. Le contó a un sacerdote sobre un miembro de su congregación que se aferró a ella diciendo: «Oh, Madre mía» y pronunció «palabras rotas sobre ‘las gracias perdidas, y las gracias que Él habría dado’…».
El Memorare era una de las oraciones favoritas de Isabel, y por eso hablaba a menudo de la seguridad que se ofrece a «los que recurren a ti». Decía: «Jesús se complace en recibir nuestro amor embellecido y purificado por el corazón de María. ¡Qué desdichados los que se privan de tal felicidad!».
La medalla presenta el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, consuelo de los que sufren.
La Madre Seton describió una vez cómo rezaba junto a la cama de una hija enferma: «Oh, María mía, qué fuerte sostenía mi pequeña imagen como una señal de confianza en sus oraciones, que deben interesarse tiernamente por las Almas tan caramente compradas por su Hijo y el crucifijo sostenido como una oración silenciosa que ofrece todos sus méritos y sufrimientos como nuestra única esperanza».
En su propia muerte, se dirigió de nuevo a los Sagrados e Inmaculados corazones, diciendo repetidamente: «sangre de Jesús, lávame» y «Jesús, María y José, asistidme en mi última agonía».
Santa Catalina Labouré se consoló de la misma manera. Dijo que no tenía miedo de morir. «¿Por qué debería tener miedo? Voy a ver a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen y a san Vicente».
TOM HOOPES, autor de The Rosary of Saint John Paul II [El Rosario de San Juan Pablo II], es escritor residente en el Benedictine College de Kansas, donde imparte clases. Antiguo reportero en el área de Washington, D.C., fue secretario de prensa del Presidente del Comité de Medios y Arbitrios de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos y pasó 10 años como editor del periódico «National Catholic Register» y de la revista «Faith & Family». Su trabajo aparece con frecuencia en el «Register», «Aleteia» y «Catholic Digest». Vive en Atchison, Kansas, con su esposa, April, y tiene nueve hijos.
Fuente: https://setonshrine.org/
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