Meditar en las pruebas y dificultades de santa Luisa de Marillac y de la madre Seton nos da esperanza en estos tiempos inciertos. Aprendemos que la santidad no se encuentra en los destellos de gloria, sino en los espacios confusos en los que uno observa, reza y espera.
En su homilía de canonización de santa Isabel Ana Seton, san Pablo VI elogió a nuestra primera santa nacida en América por su «completa feminidad». Isabel, dijo, fue un modelo «de lo que la mujer puede y debe lograr, en el cumplimiento de su papel, para el bien de la humanidad». La colocó en la augusta compañía de otras mujeres santas que vivieron las vocaciones de esposa, madre, viuda y fundadora, incluyendo a Luisa de Marillac, la mujer que cofundó las Hijas de la Caridad, la orden que inspiró a la congregación de religiosas de Isabel, las Hermanas de la Caridad de San José.
Al leer las palabras de Pablo VI, empieza a surgir una imagen de esta mujer «completa», que ha hecho todo bien, impregnando cada etapa de su vida con su gracia femenina. Y, debo admitir, que en este momento, me cuesta relacionarlo.
Soy madre —a tiempo completo— de tres niños que asisten a la escuela vía Zoom en el pequeño espacio que es mi casa, donde también escribo a tiempo completo. En estos días de Covid-19, mi habitual número de malabarismo se ha transformado en una rutina de comedia, con bolas que caen a diario a mi alrededor. Cada vez soy menos capaz, más frenética. Y cuando por fin encuentro el equilibrio, basta con echar un vistazo a las noticias para volver a perderlo en un remolino de pánico.
Lo que anhelo en este momento es saber cómo continuar adelante en esta situación. Por eso, cuando se trata de los santos, quiero saber: ¿ellos también sufrieron estas cosas? ¿Fracasaron? ¿Se sintieron indignos e inútiles, desesperados y solos? ¿Conocieron su necesidad? Y, si es así, ¿qué pasó después?
Resulta que Isabel Ana Seton y Luisa de Marillac son dos mujeres que tienen mucho que compartir en estos aspectos. Aunque vivieron con dos siglos de diferencia (Luisa murió en 1660, Isabel en 1821), se podemos imaginar que, cuando Isabel y Luisa se encontraron en el cielo, experimentaron una simpatía inmediata, una especie de hermandad del tipo «te entiendo».
Ambas mujeres vivieron una infancia solitaria y llena de dificultades. Ambas se casaron con hombres que tomaron decisiones financieras ruinosas, sufrieron largas enfermedades y murieron prematuramente. Ambas perseveraron en el largo proceso de fundar una comunidad religiosa. Y, todavía más sorprendente, tanto Luisa como Isabel sufrieron un período de «oscuridad» que los biógrafos modernos suelen calificar de «depresión». Y este es un buen punto de partida.
El período de oscuridad de Luisa llegó durante su matrimonio, pero en cierto modo fue el resultado de su difícil educación. Su padre era un noble, pero su madre era una desconocida, una amante que tuvo entre una y otra esposa. Luisa sufrió mucho la falta de presencia de su madre y el consiguiente desprecio de los familiares de su padre. Tratando de compensarlo, su padre la educó con monjas dominicas pero, al morir él, los familiares enviaron a Luisa a vivir con una solterona en una pensión, donde vivia como una esclava para ganarse el pan de cada día.
Al alcanzar su mayoría de edad, sus parientes le consiguieron un marido decente, Antoine le Gras, secretario de la casa de la reina. Luisa y Antoine se casaron y tuvieron un hijo, Miguel, un niño difícil y una preocupación constante para su madre. En pocos años, Antoine perdió su trabajo, invirtió imprudentemente los fondos de la familia y cayó enfermo. Mientras Luisa le cuidaba con devoción, el miedo empezó a invadir su corazón.
Luisa había sentido antes la llamada a la vida religiosa. ¿Eran todos sus sufrimientos un castigo por su decisión de casarse con Antoine? ¿Estaba Dios disgustado con ella? Durante años, sufrió un sentimiento de oscuridad y juicio. Poco a poco, todo el sentido de su fe se desvaneció, hasta que sus creencias —el cielo, la eternidad, Dios mismo— se desmoronaron, y vivió diez días de insoportable oscuridad.
Entonces, algo sucedió. Un día, sentada en la iglesia, Luisa recibió una iluminación interior, un destello de comprensión, que supo con certeza que venía de Dios. En esta «lumiere», como ella la llamaba, este momento de luz, supo que debía permanecer fiel a su marido hasta su muerte, cuando se uniría a otras mujeres en una consagración al servicio de los pobres. En el mismo instante, supo quién sería su director espiritual: Vicente de Paúl (el hombre con el que un día fundaría las Hijas de la Caridad).
Animada por este momento de certeza sobrenatural, Luisa siguió adelante hacia todo lo que la visión prometía. Fue un punto de inflexión y una pura gracia, pero sólo llegó tras una larga lucha. Hablando de los diez días de angustia espiritual que precedieron al momento de la luz, uno de los biógrafos de Luisa dice que ella «no habló con nadie, sino que se aferró ciegamente a Dios mediante la oración, clamando a Él incesantemente como un náufrago en aguas embravecidas».
Isabel Ana Seton da un testimonio similar en medio de su momento más oscuro. Llegó cuando ya era fundadora de un pequeño grupo de Hermanas en el desierto de Maryland.
Las tres hijas de Isabel la habían seguido con confianza al frío y húmedo bosque, pero Anna Maria, la mayor, enfermó. Cuando se hizo evidente que padecía una tuberculosis mortal, su madre apenas se separó de ella. Finalmente Anna Maria murió, y Elizabeth casi perdió la cabeza. La torturó la idea de que su Annina no estuviera en el cielo, y que no volverían a encontrarse. Invadida por los sentimientos de angustia, se volcó en la oración, como ella misma relata, «suplicando, clamando a María que mirase a su Hijo e intercediera por nosotros, y a Jesús que mirase a su Madre, para que se compadeciera de una madre, una pobre, pobre madre tan insegura de su reencuentro».
Se aferró a Jesús y a María durante meses. Y la oscuridad comenzó a desvanecerse poco a poco.
Hay mucho que reflexionar en la experiencia de Isabel y Luisa. En los momentos oscuros, Isabel está «rogando» y «suplicando». Luisa se «aferra» a Dios, «clamando incesantemente». En sus momentos de angustia, estas mujeres extienden sus manos como pobres mendigos en busca de retazos de consuelo.
¿No es esto una «feminidad completa», no sólo una piedad embellecida, sino una verdadera necesidad humana, expresada con sencillez y honestidad? ¿No podemos vernos todos en la oscuridad de Luisa, en el desgarro de Isabel? ¿Y podemos escuchar la sabiduría de su respuesta?
La vida es larga. La salvación se hace en el día a día. No tenemos que hacerlo todo bien. Sólo tenemos que apegarnos y suplicar su misericordia.
Me encanta esta respuesta que llega a través de Isabel y Luisa. Hace que mi desorden sea soportable. Me da esperanza en estos tiempos inciertos. En verdad, la santidad no se encuentra en los destellos de gloria, sino en los espacios desordenados donde uno observa, y reza, y espera.
LISA LICKONA, STL, es profesora adjunta de Teología Sistemática en la Escuela de Teología y Ministerio de San Bernardo en Rochester, Nueva York, y una oradora y escritora conocida a nivel nacional. Es madre de ocho hijos.
Esta reflexión se publicó originalmente en 2020.
Fuente: https://setonshrine.org/
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