Con santa María Magdalena, aceptemos el «No me toques» de Cristo con la certeza de que sus palabras nos dan una nueva misión, y una nueva forma de estar con Él, al igual que santa Isabel Ana Seton afrontó las dificultades de su vida con una fe y una fuerza renovadas.
Esta reflexión fue publicada en 2020, durante el pico más alto de la pandemia, pero su tema de la separación y la confianza en la presencia de Dios en nuestras vidas, sin importar las circunstancias, es intemporal.
Este año celebramos nuestra gran y santa fiesta, la Resurrección de Nuestro Señor, en las circunstancias más inesperadas, la mayoría de nosotros separados de la participación física en la Misa y de la oportunidad de recibir la Comunión.
Estamos aislados de nuestra familia y amigos y de nuestras comunidades parroquiales. Y nos preguntamos: ¿cómo podemos vivir en esta nueva situación, separados del Cuerpo de Dios, tanto en la Eucaristía como en la Iglesia viva?
Si nos fijamos en el relato de la Resurrección (Juan 20,1-18), vemos que la separación también está ahí, en ese preciso momento en que María Magdalena descubre a Jesús como el Señor Resucitado por primera vez. Convencida de que Él es el jardinero, descubre la verdad cuando Él la llama por su nombre: «¡María!». Instintivamente quiere abrazarlo. Pero Jesús se resiste a su abrazo. «No me toques —le dice— porque todavía no he subido al Padre».
Hoy se nos dice que nos quedemos en casa y que, si tenemos que salir, pongamos al menos dos metros de distancia entre nosotros y los demás. Se nos dice, de un modo u otro, «¡No me toques!». Y somos incapaces de tocar a Jesús, de tomarlo en nuestro cuerpo físico. Estamos en la misma situación que María Magdalena.
En nuestra situación puede ser de ayuda mirar lo que Jesús le dice a María: «Ve a mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios'». María fue y anunció a los discípulos: «He visto al Señor», y lo que Él le dijo (Juan 20,17-18).
Jesús ama a María. Se resiste a su abrazo no por rechazarla, sino para reconducirla. Le da una nueva misión. Para estar con Él ahora debe estar con ellos, con los discípulos, que están encerrados en casa, ansiosos y asustados. Y María Magdalena acepta esta nueva forma de estar con Cristo. Tiene que separar sus manos de Él para hacerlo, y lo hace. Dice «sí» a la misión.
Este «sí», expresado en las circunstancias más difíciles (¿quién, realmente, querría soltar al Señor Resucitado?) es lo que Dios nos pide ahora mismo. Estamos viviendo nuestro propio instante de María Magdalena.
Y podemos, en este momento, aprender mucho de santa Isabel Ana Seton, cuya vida estuvo llena de esos momentos. Isabel sufrió la muerte temprana de su madre y la pérdida prematura de su marido y sus dos hijas. Veló en numerosas ocasiones en los lechos de enfermos y de muerte de sus familiares y de sus hijas en la fe. En tantas ocasiones en las que pudo «aferrarse» a alguna persona, a alguna situación de su vida, ésta le fue arrebatada. Cada vez que intentaba agarrarse a Cristo, Él pareciera decirle: «No me toques». Él le encomendó repetidamente nuevas tareas, reorientando sus energías como hija, amiga, esposa, madre, cuidadora, viuda, maestra y fundadora.
En cada uno de estos momentos, Isabel Ana Seton se encontró, como María Magdalena, apartada del trabajo que creía que el Señor quería que hiciera y dirigida hacia otra cosa. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo dijo «sí» tan decididamente en estas circunstancias? ¿Cómo lo hizo con alegría?
Las cartas y los diarios de santa Isabel Ana Seton muestran que permaneció atenta a la presencia de Dios incluso en los momentos desesperados. En ellos aprendemos cómo ella, su marido Guillermo y su hija Ana María se vieron obligados a entrar en cuarentena al llegar al puerto de Livorno, tras haber viajado a la cálida y hermosa Italia con el propósito expreso de cuidar la salud de Guillermo y se sintiera reconfortado. Pero no fue así. Las autoridades, nerviosas, temiendo la tuberculosis de Guillermo, aislaron a la familia en una celda con corrientes de aire y sin luz durante veinticinco días. Si Guillermo no se estaba muriendo antes de entrar, ciertamente se estaba muriendo cuando salió.
En el aislamiento, Elizabeth atendió a su marido enfermo y sintió que su corazón se sumía en la desesperación. Sin embargo, reconoció que esto era una tentación para dar un portazo a Dios, «cerrando voluntariamente a mi alma el único consuelo que podía recibir». Así que abrió la puerta. Se dirigió a la oración, «pidiendo misericordia y fuerza». Y esto «trajo la paz». De hecho, la oración —frecuente y de corazón— se convirtió en su refugio en los largos días de cuarentena. Y esa oración, como siempre lo hace, la acercó cada vez más a su sufrido Guillermo en su gran momento de necesidad.
En esto estamos también nosotros. Y la gran tentación ahora es separarnos de Nuestro Señor, que parece haberse alejado de nosotros. Pero, como santa Isabel Ana, podemos evitar reprimir nuestros corazones. Podemos dejarlos respirar, dejarlos suplicar, dejarlos gritar. Podemos rezar como nunca antes lo hemos hecho. Podemos abrirnos a Dios, nuestra ayuda.
Hoy Cristo puede parecer ausente. Pero no desesperemos. Con María Magdalena, aceptemos el «No me toques» de Cristo con la certeza de que, con estas palabras, nos da una nueva misión, una nueva forma de estar con Él. Y con santa Isabel Ana Seton, enfrentémonos a la desesperación con una «súplica de misericordia y de fuerza». Porque anhelamos verle en este momento. Anhelamos verle allí donde estamos.
Muéstranos tu rostro, oh Señor, para que seamos capaces de compartir la noticia con otros. Haz que podamos alegrarnos y decir: «¡He visto al Señor!».
LISA LICKONA, STL, es profesora adjunta de Teología Sistemática en la Escuela de Teología y Ministerio de San Bernardo en Rochester, Nueva York, y una oradora y escritora conocida a nivel nacional. Es madre de ocho hijos.
Imagen: Aparición de Cristo a María Magdalena después de la Resurrección, Alexander Andreyevich Ivanov (1806 – 1858)
Fuente: https://setonshrine.org/
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