Tradicionalmente, el tiempo de Cuaresma es un tiempo de reflexión sobre nuestra vida, nuestra relación con Dios y nuestro prójimo. Escuchamos innumerables veces en las homilías (de las misas presenciales o virtuales) que la Cuaresma debe ser un tiempo de oración (intimidad con Dios en la contemplación), de ayuno (abstención de los alimentos que tanto nos gustan, en favor de nuestro prójimo) y de limosna (caridad o donación de algo, o de nosotros mismos, a los más vulnerables).
Este año, la Cuaresma parece querer exigirnos un plus más a cada uno de nosotros. Son tiempos del coronavirus. Y, como en muchos otros momentos de crisis mundial, podemos tener actitudes muy diferentes, que van cambiando con su desarrollo: primero la incredulidad, luego la creencia «que no está con nosotros…», luego la revuelta, a veces el sufrimiento de la enfermedad, y, posiblemente, tratar la muerte de una manera muy particular, como si fuera algo casi ordinario.
Tal vez, el vicenciano o la vicenciana puedan tomar este tiempo de una manera diferente. La Biblia nos ofrece muchos casos de epidemias, crisis y esclavitud del Pueblo de Dios en su camino e historia de salvación. San Vicente nos ofrece, como una de sus cinco virtudes, la mortificación. Y los santos místicos de la Iglesia (como san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila y la madre Teresa de Calcuta) nos ofrecen una reflexión sobre la «noche oscura del alma». En todos estos casos, Dios nos presenta la oportunidad de la conversión y la santificación (que, junto con el servicio a los pobres y la defensa de la justicia, es la esencia de la misión vicenciana).
«Para Vicente de Paúl, la mortificación significa negación: de los sentidos externos (vista, olfato, gusto, tacto y oído), de los sentidos internos (comprensión, memoria y voluntad), y de las paradójicas pasiones del alma (especialmente el amor/odio, la esperanza/desesperación)»[1]. Algunas personas, temerosas del peso que conlleva la palabra «mortificación», prefieren llamar a esta virtud «desapego». Creo, sin embargo, que lo que san Vicente realmente quería era decir es que, para ser santos, debemos «morir» a las cosas del mundo y vivir para las cosas de Dios. En el Nuevo Testamento, este concepto aparece innumerables veces, pero quizás el texto que mejor lo expresa es el de san Pablo (Efesios 4,22-24): «Despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, renovad el espíritu de vuestra mente, y revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad».
Para san Juan de la Cruz, la «noche oscura del alma» es la «noche de la purificación espiritual, en la que el alma se purifica y despoja según el espíritu, acomodándola y disponiéndola para la unión del amor con Dios»[2]. Por lo tanto, la mortificación o el sentimiento de la noche oscura no debe ser, para nosotros los católicos, y en particular los vicencianos, un motivo de temor o de repudio, sino más bien de esperanza, porque nos lleva a la intimidad con Dios: la santificación ya aquí en este mundo, en anticipación de la vida eterna.
San Juan de la Cruz muestra de una manera muy hermosa que, cuanto más brillante es la luz, más ciega. Todos recordamos el episodio de la conversión de san Pablo en el que, viendo una luz muy fuerte y clara, estuvo ciego durante tres días. Durante esta «ceguera» física, podemos imaginar cuánto pesar, miedo e incertidumbre acerca del futuro debió sentir Pablo (entonces llamado Saulo): no sabía si su ceguera terminaría, ni cuándo; tampoco sabía cómo sería su vida, en el caso que alguna vez recuperase la vista.
Los tiempos de la pandemia global del coronavirus parecen muy similares a este episodio de «noche oscura». Nos afecta como vicencianos porque nos exige soledad, personal o familiar, recluidos en casa. Nos hace sentir impotencia, porque lo que más escuchamos es la regla un tanto poética de que «lo más proactivo que puedes ser es quedarte en casa, aislado». Ella nos hace sentir inseguros, porque no sabemos si va a terminar, ni cuando lo hará, y no sabemos como será el mundo después de ella.
Creo que para el vicenciano o la vicenciana, el virus nos exige un poco más: una mortificación proactiva, en el sentido de que rezamos, no tanto por nosotros mismos, o aprendemos, no tanto de nuestra experiencia personal. La situación de pandemia reclama que recemos por nuestros pobres, por nuestros asistidos. El virus también nos invita a aprender de la experiencia y sufrimiento de los mepobrecidos.
De hecho, la pandemia es, para los pobres, muy diferente a la nuestra. La soledad de los pobres es mucho más sufrida, porque su casa es mucho más pequeña y no tiene «Internet de banda ancha». La impotencia de los pobres es enormemente dolorosa, porque no puede trabajar para ganarse el pan, literalmente, de cada día: cada día que pasa es un vacío de comida y alimento, hacia el rencor y el consiguiente camino hacia el vicio y la violencia. La inseguridad de los pobres es mucho mayor porque, en caso de enfermedad grave, no hay lugar para ellos en los hospitales, donde tienen que elegir quién usa el respirador de oxígeno y quién muere.
Como vicencianos, estamos invitados durante esta Cuaresma a vivir profundamente nuestra «noche oscura del alma», como una oportunidad para realmente «despojarnos del hombre viejo». Es una oportunidad única para «revestirnos del hombre nuevo» que se mortifica todo el día, se santifica, sirve a los pobres y utiliza todos sus recursos para luchar a favor de la justicia. En el aislamiento de nuestras casas y acompañados por María, Vicente y Ozanam, demos gracias a Dios cada día por el don de la vida y la gracia de la vocación vicenciana.
Consocio Eduardo Marques Almeida
Fuente: https://www.ssvpbrasil.org.br/
[1] “Liderança Mística” – Eduardo Marques Almeida – Coleção Vicentina #46 – 2013
[2] “Obras Completas – San Juan de la Cruz” – Editora Vozes – 2002
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