La autoestima no es una expresión que se utilizara en el siglo XVII. No la vas a encontrar en el léxico de San Vicente. Pero el concepto no le era ajeno.
El sabía que la base del valor humano (y debido a eso, la autoestima) se fundaba en lo que Dios piensa, más que en lo que nosotros pensamos. Cuando miraba a la gente pobre, veía lo que Dios veía: personas de inestimable valor.
En su artículo «Los 7 versículos destacados de la Biblia sobre la autoestima«, Jada Pryor dice:
El principio y el final de todos los problemas de autoestima está en la muerte de Jesús en la cruz. ¿Cómo podemos creer que no somos dignos, sabiendo lo él hizo con tanta pasión? Si la fe es creer en Dios y en su capacidad para transformar nuestras vidas, entonces, ¿qué es lo que decimos cuando nos negamos a creer que nos ama? No me refiero a restar importancia a la lucha que viene con la baja autoestima y los problemas asociados. Sólo sugiero que NO es de Dios. Cuando no puedas creer que nadie en el mundo te amaría, has de saber que Dios lo hace.
Prueba con esto, del Salmista: «Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre; yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras» (Sal 139, 13-14).
La autoestima en el mundo vicenciano comienza viendo el valor del otro, y recordando, que para la otra persona, yo soy «el otro». Mirar a los demás y a nosotros mismos como personas que tienen un valor incalculable es la verdadera medida de la autoestima, y otra forma de decir #YoSoyVicente.
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