Cuando me senté a escribir esta reflexión, preparé todo lo que pensaba necesitar para realizar esa tarea: mi viejo diario de los Colorado Vincentian Volunteers (Voluntarios Vicencianos de Colorado, CVV), mi pequeño y querido libro de San Vicente de Paúl, y una estropeada caja de zapatos llena de oraciones, citas, historias y notas que he ido salvando durante años. Seguramente en alguna parte de estas cosas iba a encontrar alguna pepita de sabiduría para compartir, que fuera sería significativa. Sin duda, después de releer y reflexionar sobre todos estos artículos, tendría una idea más clara de cómo el carisma vicenciano que aprendí hace unos 9 años sigue siendo reconocible en mi día a día.
Sin duda, era mucho más fácil de ver, sentir y señalar mirando hacia atrás en mi año de voluntariado. Al trabajar en Mount Saint Vincent, una escuela para niños con necesidades emocionales y de comportamiento, me sentía segura de estar haciendo la obra de Dios. Principalmente porque era un reto y una prueba diaria a mi paciencia, mi amor, y a cualquier tipo de entendimiento que tenía sobre el mundo. Hubo muchos días que no creí poder hacerlo. Hubo muchos días que no quería hacerlo. Y había muchos días en los que pensé que no importaba lo que hiciese, no producía demasiado efecto de todos modos. Sin embargo, con el mantra constante de las palabras de la Madre Teresa: «Dios no nos llama a tener éxito, nos llama a ser fieles» haciendo eco en mi cabeza, me las arreglé para terminar ese año y obtener alguna inspiración en el proceso.
Sin duda alguna había alegrías: pequeños avances con los estudiantes que vinieron al programa, estar aislada del mundo o jugar al baloncesto y conectar con los niños en el recreo. Y también sinsabores: escuchar las descorazonadoras historias de traumas que nunca hubiese podido imaginar, o ver salir del programa a niños, fuertes e independientes, tan sólo para volver de nuevo unos meses más tarde, peor que antes. La lucha diaria me rompió en muchos niveles, físicos y emocionales. Fue durante ese año cuando aprendí rápidamente que hacer la obra de Dios no es fácil. Y en algún lugar a lo largo del camino, creo que también llegué a la conclusión de que, si no es difícil, no es obra de Dios.
Después de que dejara los CVV, continué enseñando en muchas capacidades diferentes: tuve el privilegio de enseñar en zonas urbanas y suburbanas, enseñé a estudiantes dotados y con necesidades especiales, enseñé tanto aquí en los EE.UU. como en mi segunda casa, Etiopía. Mi tiempo en MISEVI me hizo más sensible a las necesidades de mis alumnos. He aprendido que nunca sabes lo que un niño está atravesando en un momento dado, a no hacer suposiciones sobre las personas o situaciones, y que humor es la mejor línea de ataque. Una vez más, a lo largo de mis años de enseñanza, era fácil sentirse como si estuviera haciendo el trabajo de Dios. El servicio directo se presta fácilmente a esa comprensión. Yo creía que la enseñanza era una profesión difícil e importante, por lo que sin duda esto era lo que estaba destinada a hacer. Claro que hubo días largos y estrés y el peso constante sobre mis hombros que el futuro del mundo estaba en mis manos, pero así son las cosas. Una vez más, fue difícil, por lo que debe ser lo que se supone que debía estar haciendo.
Pero entonces un día, después de 9 años, simplemente no pude hacerlo más. Sentí que, si continuaba la enseñanza, estaría haciendo un flaco favor a mis alumnos, y que ellos merecían más. Así que después de ese año escolar, me «retiré» de la enseñanza. Y con esa decisión, al instante sentí como si mi identidad se perdiera. Yo era una profesora, es todo lo que había conocido. ¿Quién se supone que tenía que ser ahora? Por otra parte, en el pasado, incluso cuando las cosas eran difíciles, siempre había logrado superarlo todo. No estaba en mi naturaleza el renunciar. Pero ahora lo estaba haciendo.
¿Me rendí porque era demasiado duro? Esa es una pregunta que he intentado contestar desde hace mucho tiempo. Pero, después de mucho reflexionar, me he dado cuenta de que no, que no era ese el caso. Dejar la enseñanza no fue una decisión que tomé a la ligera. Fue algo sobre lo que oré, reflexioné, y analicé de manera crítica. Había examinado mis opciones desde todos los ángulos, y después decidí; yo sabía que sólo necesitaba confiar. Tenía que confiar en que me conocía lo suficiente como para saber cuándo había llegado a mi límite. Tenía que confiar en mí misma lo suficiente para saber cuándo era el momento de pasar a otra cosa. Tenía que confiar en que Dios abriría otras puertas y oportunidades de nuevas formas de servir. Sin embargo, a pesar de que sabía que era la decisión correcta para mí, todavía no pude evitar la culpabilidad que sentía por tener una vida más fácil, un trabajo menos estresante y más tiempo libre. Nada bueno podría venir de hacer cualquier cosa que no me dejaba agotada al final del día, ¿o no?
Recuerdo que cuando regresé de Etiopía, por primera vez, tuve una sensación similar. Me sentí culpable por la cantidad de posesiones que hay aquí, la libertad que disfruto aquí, y la vida que tengo aquí. ¿Cómo podía vivir de la manera que lo hice, cuando muchos no tienen nada? La culpa continuó dando la lata durante varias semanas y empezó a paralizarme para hacer lo que tenía que hacer una vez que regresé. Fue un un comentario de un amigo, que también había estado allí, lo que finalmente me sacó de ella. El dijo: «La culpa es la emoción más inútil que hay. Lo único que importa es lo que haces con ella».
Así que a la par que me he ido haciendo mayor, he aprendido que el servicio se ve diferente que la estrecha mira que originalmente tenía cuando me puse a «ayudar a la gente.» He aprendido que el carisma vicenciano no es algo que se encuentra en el tesoro de lecturas que he ido almacenando debajo de mi cama. Significa hacer lo que puedas allí donde estés. Para mí, ahora, el servicio significa vivir con los ojos abiertos. Creo que significa ver una necesidad y actuar en consecuencia. Las oportunidades están en todas partes y no se definen por lo que Dios o yo misma consideremos «duro». Así que ahora que tengo este recién descubierto tiempo y recién descubierta libertad, trato de preguntarme a mí misma todos los días, ¿que voy a hacer con mi tiempo hoy?
Jenna Carbone, CVV12 y Misionera Laica Vicenciana, es una fan de los Giants de Nueva Jersey. Tiene un espíritu generoso, un gran sentido del humor y ¡le gusta todo lo que lleve aderezo ranchero! A través de sus viajes a Etiopía con los Misioneros Seglares Vicencianos, ha estado enseñando durante los últimos nueve años; y continua haciéndolo en diferentes capacidades (tanto si lo sabe o como si no).
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