34º Domingo de Tiempo Ordinario B: Jesucristo, Rey del Universo (22 de noviembre de 2015) – Dan 7, 13-14; Apoc 1, 5-8; Jn 18, 33b-37
Él nos ha convertido en un reino (Apoc 1, 6)
Cristo es Rey porque de manera perfecta e insuperable sirve y da su vida en rescate por todos; es el primero por ser el último y el servidor de todos.
Es una maravilla su realeza, extraordinaria, ultramundana. En el mundo, como bien se sabe, los de ordinario reconocidos como jefes tiranizan a sus súbditos.
Es por eso que Jesús, al dar testimonio de la verdad ante alguien que no sabe qué es ella, aclara: «Mi reino no es de este mundo». Explica que si su reino fuera del mundo, su guardia habría luchado por él.
No proviene de este mundo el reino de Cristo si bien está aquí ciertamente (comentarios al evangelio). Ni es como reinos mundanos, en los que todo se resuelve por la ley violenta y selvática del más fuerte. Las cosas del reino de Dios «son tranquilas y apacibles, inclinándonos amorosamente hacia el bien», por utilizar una frase de san Vicente de Paúl (SV.ES IV:554).
Y en este reino que encarna el Hijo de Dios, acampado hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, prisionero entre nosotros, quienes cuentan son los pobres. Es como si ellos fueran sacramento del comienzo humilde del reino imparable (véase SV.ES II:236; V:462). Asistiéndolos, nos aseguramos la herencia del reino.
Se ha de notar asimismo que los misterios del reino no se les revelan a los entendidos, sino a las gentes sencillas. E instruidas ellas acerca del reino, van sacando del arca lo nuevo y lo antiguo; apenas enfrentan el presente contra el pasado. Imitan a su Rey que renueva en sí mismo todas la cosas, procurando que ellas estén de acuerdo con lo que ha querido su Padre desde el principio.
Y Cristo Rey no solo tiene predilección por los inferiores del mundo, recompensando a los últimos en llegar a la viña tan generosamente como a los primeros en llegar, resaltando así el contraste total entre la mezquina meritocracia mundana y la desbordante bondad celestial (véase esta homilía papal). Da a entender además que nada les faltará a los asegurados del don del reino, lo que les da la valentía para superar el reto: «Vended vuestros bienes, y dad limosna».
A los así de valientes se les garantiza, sí, un tesoro imperdible e inagotable en el cielo. Y porque aún esperan, no juzgan antes de tiempo; dejan crecer juntos la cizaña y el trigo hasta la siega, cuando los no herederos del reino se apartarán definitivamente de los herederos.
Esperando y en vela proclamamos, Señor, tu muerte hasta que vuelvas: haznos sentar a tu mesa cuando llegues.
Autor: Ross Reyes Dizon
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