Todos los Santos (1 de noviembre de 2015)
Apoc 7, 2-4. 9-14; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12a
Seremos semejantes a él (1 Jn 3, 2)
Jesús, justo y misericordioso, es imagen del santísimo Dios. Quienes lo ven y se asemejan a él ven a Dios y se hacen santos.
Jesús pasa haciendo el bien y practicando lo que predica. Y ganar la admiración de la gente no es su motivación. No le importa tanto la apariencia cuanto lo que está en el corazón.
De ahí la aclaración: «Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre», y la amonestación: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos», y la interiorización: «El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior». Quiere el Maestro que, como él, seamos mansos, humildes y limpios de corazón, sin engaño, —sencillos, en término vicentino (SV.ES XI:463)—, practicando la justicia radicalmente.
La justicia que Jesús vive y enseña supera la justicia convencional de reciprocidad, consistiendo en devolver bien por bien y mal por mal. Él nos manda: «No hagáis frente al que os agravia; al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra». Nos quiere amando incluso a los que nos aborrecen para que seamos como nuestro Padre celestial «que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos».
Nuestro Padre, en su manera de tratarnos, está perfectamente a la altura de su ente como la bondad insondable y rebosante, jamás detenida ni por nuestras infidelidades. Su misericordia, su bondad, como lo expresa san Vicente de Paúl, «es infinitamente mayor que nuestras indignidades y malicias» (SV.ES XI:63-64); su gracia sobreabunda donde el pecado abunda. Así que la justicia divina necesariamente abarca la misericordia.
A este Padre misericordioso refleja su Hijo misericordioso. Lo hace, realizando su misión de dar la Buena Noticia a los pobres, los cautivos, los oprimidos. Sanando toda clase de enfermedades y dolencias, acogiendo a los pobres, identificándose con ellos, haciéndose pecado y maldición para rescatar a pecadores y malditos, proclamándoles dichosos a los desdichados ante ojos mundanos, Jesús encarna al Dios, del cual lo propio es la misericordia (SV.ES XI:234, 253).
Y finalmente, después de ofrecer la espalda a los que le golpeaban y la mejilla a los que mesaban su barba, después de no ocultar el rostro a insultos y salivazos, el Siervo Sufriente entrega su cuerpo y derrama su sangre por los pecadores. Así da la mejor prueba del amor de Dios.
Nos incumbe a la Iglesia como sacramento de Jesús marcarnos con la justicia y la misericordia. «[S]i no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos», y no santos.
Señor, haznos íntegros.
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