Este texto que ofrecemos a continuación es una transcripción de una conferencia que monseñor Santiago Agrelo, misionero franciscano y arzobisbo de Tánger, pronunció en Cristianisme i Justícia (Barcelona) con motivo de la inauguración del curso 2015-2016. El video de la conferencia se pude ver al final de la transcripción.
Monseñor nos habla de las fronteras, en particular de aquellas que existen en su diocesis, las que separan África de España. Pero el mensaje es universal y muy conveniente para la reflexion que los vicencianos estamos haciendo durante este año, sobre la acogida al forastero. Os invitamos a que lo reflexionéis:
Se me ha pedido una reflexión “que ayude a abrir los ojos ante la injusticia de las fronteras y anime al compromiso y a la lucha por la causa de nuestros hermanos emigrados”. Detrás de esa petición había una constatación: Son muchos los hombres, mujeres y niños que mueren en las fronteras de las naciones: ¡Las fronteras matan!
Y se me pedía responder a unas preguntas: ¿Qué hacer como cristianos en presencia de unas fronteras que se supone necesarias para controlar entradas y salidas en un Estado soberano, pero que en realidad funcionan como barreras que se pretende infranqueables en el camino de una humanidad empobrecida que busca un futuro mejor? ¿Qué hacer como cristianos en presencia de unas fronteras diseñadas para que en ellas los pobres queden atrapados, mutilados o muertos? (Ya sé que la ley nunca los llamará pobres: para ella son irregulares, hombres y mujeres sin papeles, sin un título legal para entrar en un país soberano. Y los medios de comunicación, también los de la Iglesia en España, le harán el juego al poder ocultando, detrás de palabras que la justifican, la violencia que se ejerce contra los pobres). ¿Qué hacer?
Hablamos de fronteras
Las fronteras de los Estados no son de mi incumbencia. Me molestan. Siempre me han parecido vejatorias. Todas. Supongo que son un mal que se justifica como necesario para protegernos. Supongo que son un modo de marcar territorio.
Con todo, el que las fronteras no me gusten, no sería razón para ocuparme de ellas en esta sede. Si me han pedido que lo haga, es porque se me considera testigo de la violencia que en unas fronteras concretas se hace a los pobres, porque en mi vida se han cruzado innumerables víctimas de esas fronteras: hombres, mujeres y niños a quienes acogemos, escuchamos, atendemos con la esperanza de que encuentren su camino hacia el futuro, pero, al mismo tiempo, siempre con el temor de que, no más allá de mañana, ese camino haya terminado en la muerte.
Si hablo aquí de fronteras es porque en nuestras iglesias, cuando un emigrante pide la bendición “para hacer el viaje”, lo bendecimos como si le diésemos una última unción para enfrentarlo a la muerte.
Hablamos de fronteras en las que se mueven hombres y mujeres que hemos de curar, porque, heridos en cuerpo y alma, llevan años sangrando salud y cordura en las concertinas de nuestros derechos, de nuestros privilegios, de nuestra abundancia; hombres y mujeres obligados a mendigar con humillación en ciudades y caminos un pan que podrían ganar con la dignidad del trabajo.
Estas fronteras que explotan, maltratan y matan a los hijos que Dios me ha confiado para que cuide de ellos (no es mi misión entrar en debates de política, de filosofía, de antropología, ni siquiera de teología. A mí se me pide que, “con la palabra y el ejemplo”, guíe al pueblo que se me ha confiado; a mí se me ha pedido “vivir para los fieles”, ser entre ellos como el menor y como el que sirve, proclamar a tiempo y a destiempo la palabra de Éste es el mandato que he recibido: “Ama con amor de padre y de hermano a cuantos Dios pone bajo tu cuidado, especialmente a los presbíteros y diáconos, a los pobres, a los débiles, a los que no tienen hogar y a los inmigrantes”, Carta circular a la Iglesia de Tánger, 18 de febrero de 2014), éstas son de mi incumbencia y por eso hablo de ellas (con lo cual digo que me incumben las opciones políticas de las que miles y miles de personas son víctimas en las fronteras, aunque algunos políticos evoquen el fantasma del nacional-catolicismo para silenciar palabras que reclaman justicia. Un Ministro católico no puede dejar el evangelio a la puerta del Consejo de Ministros, como no deja su laicidad a la puerta de la iglesia en la que celebra la Eucaristía).
Hablamos de emigrantes
Hablamos de hombres, mujeres y niños erradicados de su tierra, y no por una vocación divina como Abraham (Gn 12,1), sino por el hambre como Elimélec (Rut 1, 1-2), o por la violencia de los poderosos como los deportados, exiliados y esclavizados de todos los tiempos. Hablamos de hombres, mujeres y niños echados de sus hogares, apartados de su cultura, desplazados de su mundo, designados como irregulares, clandestinos e ilegales, señalados como una amenaza, controlados como una enfermedad, castigados como delincuentes.
Quienes inventaron alambradas con cuchillas para muros carcelarios y campos de concentración, las han extendido a las fronteras para hacerlas impermeables. Nadie aceptaría que lo fuesen para los pobres, de ahí que vayamos diciendo que las queremos impermeables para los problemas, las enfermedades, el miedo, aunque todos sepamos que sólo lo serán para los predilectos de Dios. Las queremos cerradas alrededor de nuestra abundancia, y las dotamos de vallas, de fosos, de detectores de movimiento, de calor, de vida, para que no nos inquiete el clamor de los que viven en la miseria.
En el límite de ese mundo de privilegiados, con arrogancia y prepotencia de dueños, hemos puesto el cartel de “Prohibido el paso”. Ignorados e invisibles, Lázaro y sus llagas, el emigrante y sus sufrimientos, han de quedar fuera de la sala de nuestro banquete.
Hablamos de indiferencia
Es una paradoja: En las fronteras se vive un drama que una y otra vez desemboca en tragedia, pero todo se consuma ante la indiferencia de la sociedad, sin que se altere la rutina de nuestro día a día. Esa indiferencia permanente, esa inmunidad a la conmoción interior, sólo es posible si no se ve lo que sucede, o si se justifica lo que se ve. De ahí la necesidad de romper el silencio, de hacer luz sobre la escena, de poner delante de los ojos el dolor de los pequeños de la tierra, de denunciar violencias, injusticias y políticas, no sólo por amor de quienes sufren y mueren a la puerta de nuestra casa, sino también por amor a los ciegos que, dentro de ella, no nos percatamos de que, queriendo guardar la propia vida, la estamos perdiendo.
Si no vemos, si no oímos, si no somos conscientes de nuestra responsabilidad en lo que sucede, no daremos una oportunidad a la justicia, no habrá lugar en nosotros para la compasión, no será posible la hospitalidad.
Esta reflexión busca iluminar desde la fe el drama de una frontera, la de España con Marruecos, y abriga la esperanza de que, viendo y oyendo, desenmascarando justificaciones y confrontándonos con el evangelio, abramos el camino a la conmoción del corazón y transformemos en lugar de encuentro ese espacio geográfico y político que hoy es lugar de represión y de tortura para los pobres.
Ver y oír
En las vallas de Ceuta y Melilla todo está diseñado para ver y oír: “Cables de detección tridimensional, cámaras de vigilancia, sensores de sonido, de movimiento y térmicos; y, a un lado y otro de la frontera, dos ejércitos de ojos y oídos atentos a un pequeño mundo de hombres, mujeres y niños en busca de pan (“A raíz de los asaltos masivos a las vallas de seguridad en septiembre de 2005, se instalaron segundas vallas y se aumentó su altura de tres a seis metros, con aspersores de gas lacrimógeno y cables de detección tridimensional en el espacio intermedio, cámaras de vigilancia y sensores de sonido, de movimiento y térmicos. Estas vallas tecnológicas pueden ser controladas por las patrullas fronterizas españolas desde una sala de vigilancia central, mientras que al otro lado de la frontera, y con financiación de la UE, el ejército marroquí ha establecido numerosos puestos de vigilancia y campamentos militares a la antigua usanza, como poniendo sitio a su propio país, para vigilar la aproximación desde el sur a fronteras que ni siquiera reconoce como legítimas, sino que considera como un residuo de imposiciones coloniales”: Xavier Ribas, Las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla. ¿Un paisaje para el futuro?, 2011).
Lo sorprendente, lo asombroso, lo escandaloso de ese dispendio en recursos técnicos y humanos para ver y oír, es que no está orientado al encuentro sino al rechazo, no a la hospitalidad sino a la crueldad, no a la solidaridad sino a la xenofobia, no a la compasión sino a la represión. Para ver y oír, los cristianos no necesitamos cámaras de vigilancia sino ojos de misericordia, no necesitamos sensores de sonido sino oídos atentos al clamor de los pobres, no necesitamos técnica sino corazón, no necesitamos razones sino fe. Para ver y oír, necesitamos hacernos con mirada y oído, corazón y fe de Jesús de Nazaret. En este punto os invito a leer algunos fragmentos del evangelio de Mc 1,29-34; Mc 1,40-42; Mc 2,1-5.
Los cristianos no podemos dejar aparcada en casa la mirada de Jesús sobre los pobres; no podemos dejar de ser, como Jesús, un evangelio para los pobres; no podemos dejar de ir, como Jesús, con el evangelio a los pobres, aun sabiendo que ese camino no deja beneficios ni en el banco ni en los bolsillos. Digámoslo así: los cristianos no podemos separar acción política y fe profesada, como no podemos ni queremos separar política y libertad, política y justicia, política y humanidad.
Jesús miró con ira a quienes ignoraban la necesidad del hombre (Mc 3,5), y miraba con compasión al necesitado. La parábola del buen samaritano (Lc 10,33-34). El hijo de una madre viuda (Lc 7,12-15). La multitud que andaba como ovejas que no tienen pastor (Mc 6,34)… son ejemplos de esa actitud.
La política nos quisiera mudos, y por eso mismo ciegos y sordos, ante el dolor de los pobres. El evangelio nos quiere tan cerca de ellos que nos resulte imposible no verlos, nos sea imposible no oírlos.
Aún más: algo me dice que nunca veremos a los pobres si en ellos no nos vemos a nosotros mismos; nunca los acogeremos si en ellos no nos acogemos a nosotros mismos.
El profeta lo dejó insinuado cuando dijo: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo. No te cierres a tu propia carne” (Is 58,7).
El poeta místico sufí lo expresó de esta manera:
Alguien llamó cierta vez a la puerta de su Amigo.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.
—¡Yo!
—No puedes entrar. Es aún demasiado pronto y en esta casa no hay lugar para lo impuro.
Aquel hombre abandonó el lugar, entristecido, y durante mucho tiempo se consumió en las llamas de la separación. Pero al final regresó. Comenzó a dar vueltas junto a la puerta del Amigo, entre dudas y temores. Finalmente se decidió a llamar.
—¿Quién es?
—¡Tú!
—Pasa, amigo mío, ahora que ya eres yo. Porque en casa no hay lugar para dos yo.
(Yâlâl al-Dîn Rûmî (1207-1273): poeta persa. Texto tomado de unas notas de Javier)
La estrategia del poder excluyente es la de señalar al otro como el que viene a ocupar tu lugar, a hacerse con un puesto de trabajo que ya no estará disponible para ti, a disminuir los recursos siempre limitados de tu bienestar.
Son muchos los cristianos —laicos, religiosos, sacerdotes y obispos— que tienen y ayudan a tener esa visión excluyente del emigrante. En caridad, a esos cristianos y a mí mismo, quisiera ahorrarnos aquella sorpresa última y terrible de descubrir que, cuando excluíamos de nuestra compasión al emigrante, estábamos dejando fuera de nuestra vida a Cristo Jesús.
Desenmascarar justificaciones
Creo que las justificaciones más comunes del rechazo al emigrante están bien sintetizadas en una carta que recibí de un amigo marroquí que vive en París. Él las resumía así:
Problemas económicos y sociales
El emigrante hace posible que compitan los salarios, y esa posibilidad tensa el clima social y exacerba la crisis económica. Los patronos se sirven de la inmigración para presionar a la baja sobre los salarios. Los emigrantes son los esclavos del siglo XXI. La emigración es de hecho el ejército de reserva del capitalismo. ¿Qué puestos de trabajo van a ocupar estos emigrantes si el país experimenta una desocupación masiva? ¿Dónde alojarlos? ¿Cómo cuidarlos si no hay recursos para cuidarnos a nosotros mismos? Si España continúa acogiendo toda la miseria del mundo, su sistema de protección social desaparecerá.
Problemas de seguridad
Al no tener un trabajo, gran parte de esta inmigración africana no llega a integrarse y se desvía hacia la delincuencia o al crimen organizado (tráfico de drogas esencialmente). Expansión de la inseguridad: robos, agresiones… Hay un lazo entre inmigración masiva y regreso de las sociedades europeas al salvajismo. El fundamentalismo islámico y el terrorismo que de él se deriva se desarrolla en Europa, y es allí donde encuentra sus mejores reclutas.
Problema demográfico
El fenómeno de la substitución demográfica es visible en las ciudades de la área metropolitana de París. La población autóctona se ve obligada a salir de zonas urbanas en las que la tasa de inmigración de poblaciones no originarias del país ha crecido significativamente, es lo que se ha lladamdo como fenómeno “White Flight”.
Problemas de identidad y culturales
La llegada masiva de emigrantes que no dominan la lengua del país de acogida hace caer el nivel de la escuela pública. Oposición frecuente a materias de enseñanza escolar: cursos de historia, cursos de filosofía, etc. Así se oye decir: “Voltaire es contrario a mi religión”, “Madame Bovary es una obra excesivamente licenciosa, es haram —ilegal, ilícita, prohibida—”. Los profesores de filosofía son acusados de islamofobia y sufren presiones insoportables en el ejercicio de su misión. Está a la vista la fascinación por el gansterismo, por la subcultura del Rap… Se importan costumbres, conductas, códigos culturales que, lo menos que se puede decir, es que chocan con los autóctonos. Ejemplos: segregación de sexos, velo, machismo asumido, crímenes de honor, matrimonios forzados, poligamia, control humillante y sofocante de la sexualidad de los hijos (obsesión por la virginidad, persecución de la homosexualidad). Una minoría de esta categoría de emigrantes consigue integrarse perfectamente en la sociedad de acogida; lo que demuestra que el obstáculo a la integración no es ciertamente étnico, sino cultural, sólo cultural.
En el mismo mensaje, mi amigo, que todo parece ser menos marroquí y musulmán pero que es lo uno y lo otro, añadía un apartado sobre medidas que en esta materia él consideraba necesario adoptar:
A quienes emigran por razones económicas, ayudarles, con oportunas políticas de desarrollo, a fijar su residencia en el país de origen; frenar la explosión demográfica en África (accesibilidad a la contracepción y lucha contra los prejuicios populares que la conciernen). En esta materia, mi amigo considera que “la Iglesia tiene un papel especial que desempeñar, usando en especial su influencia y su autoridad moral sobre las poblaciones africanas a favor de la contracepción o de la abstinencia”. Luchar contra la corrupción y las formas no democráticas de gobierno, que neutralizan el esfuerzo nacional de desarrollo, y constituyen un agujero negro para toda ayuda internacional. Además, es urgente proteger los derechos de la infancia, reconocidos en la Convención sobre los derechos de la infancia, de 20 de noviembre de 1989. En esta Convención se exige para los niños la escolarización obligatoria hasta los 15 años de edad.
Habrán observado ustedes que, leído el mensaje de mi amigo, ya no estamos hablando de los emigrantes y de sus necesidades, sino de la inmigración y de los problemas que la inmigración nos causa.
Pero él mismo me devolvió al terreno de lo personal con un post scriptum demoledor:
En lo que me concierne, mis padres decidieron traerme al mundo sólo cuando tuvieron la certeza de disponer de los medios necesarios para cubrir mis necesidades. Los pobres que no tengan esos medios, por favor, que no tengan hijos. No hay un derecho al niño; éste es una inmensa y sagrada responsabilidad… el niño tiene derecho a una familia sana y equilibrada —materialmente, moralmente y espiritualmente. La selección natural quiere que la miseria en todas sus formas deje de reproducirse.
A este largo mensaje de mi amigo respondí con unos correos electrónicos ultracortos, hijos de la intuición, de la inspiración del momento.
El primero decía: “Hermano mío: tú haces el discurso del rico que tiene resuelto su problema o que no quiere crearse problemas. Imagina ahora que tu discurso no lo leo yo sino uno de los moradores del monte de Beliones. Yo lo habría leído como una opinión sobre emigrantes clandestinos; él lo habría entendido como una condena a muerte. Tú lo habrías condenado en nombre de tus derechos, de tus privilegios, de tu mundo… Piénsalo”.
El segundo decía: “Si los pobres no tuviesen derecho a tener hijos, yo nunca habría nacido… Piénsalo”.
Y el tercero apostillaba: “Si los pobres no tuviesen derecho a tener hijos, la humanidad nunca habría existido… Piénsalo”.
Ahora, ya sólo para ustedes, añadiría: observen cómo, ante la necesidad reconocida de unas personas, la razón opta, no por buscar remedio a la necesidad, sino por eliminar al sujeto que la padece… Piénsenlo. He dicho “la razón”. Podría decir, con Eduardo Galeano, “el sistema”: “Este sistema asesino mata hambrientos en lugar de matar el hambre y está en guerra contra los pobres, pero no contra la pobreza”… Piénsenlo.
Y una última observación en este apartado de ‘justificaciones’: el paso más o menos inconsciente que damos desde la consideración de la persona y sus necesidades a la consideración de los problemas que la inmigración nos acarrea, implica una reducción, también más o menos inconsciente, de las personas a objetos; con toda naturalidad convertimos al ser humano en mercancía. Con lo cual, en medio de mis preocupaciones queda una y otra vez, no el hombre, sino el interés, el beneficio, no quedas tú sino yo… Piénsenlo.
Confrontarnos con el evangelio
Volvamos a las fronteras y a los excluidos que en ellas quedan atrapados.
La revelación sitúa al hombre, a los pobres, en el corazón del designio salvador de Dios. Jesús de Nazaret lo dio a entender con palabras que atraviesan de luz el enigma del universo:
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,14-16).
El Apóstol por su parte presupone esa centralidad del hombre en el designio de Dios cada vez que confía a las palabras los misterios de la fe:
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo… a ser sus hijos… En él, por su sangre, tenemos la redención… En él hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad (Ef 1,3-5. 7.11).
El Verbo de Dios se hizo hombre y el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre para que el hombre, unido íntimamente al Verbo de Dios, se hiciera hijo de Dios por adopción (Ireneo de Lión, Contra las herejías, Libro 3, 19, 1).
En verdad, la gloria de Dios consiste en que el hombre viva (Ireneo de Lión, Contra lasherejías , Libro 4, 20, 7). En verdad, Dios ha optado por el hombre, por el pobre, y al hacerlo, se ha puesto contra sí mismo: “El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor”: Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 10.
Son muchos, sin embargo, en la Iglesia los que, dando por sabida esa evidencia teológica, la dan al mismo tiempo por olvidada, como si se tratase de algo prescindible en el conjunto del evangelio. Olvidan que a Jesús de Nazaret Dios lo ha ungido con su Espíritu para los pobres, y lo ha puesto como buena noticia en el camino de los pobres:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres (con un evangelio para los pobres, como evangelio para los pobres), a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18-19).
Y olvidan que ese mismo Espíritu –el Espíritu de Cristo resucitado– es el que unge y pone en el camino de los pobres al cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Jn 20,21-23).
Por mucho que los hombres, también los eclesiásticos, nos obstinemos en “poner en medio” nuestras razones, nuestros intereses, nuestros saberes, incluso la ley de Dios, Dios se ha empeñado en “poner en medio” al hombre con su necesidad. Y allí donde nosotros optamos por lo nuestro, Dios, pasando incluso sobre sí mismo (como diría el Papa Benedicto XVI, poniéndose contra sí mismo), opta por el hombre y su liberación.
El Mesías Jesús, el ungido por el Espíritu de Dios para los pobres, opta siempre por el hombre y contra el mal. Lo hace con el lisiado que estaba en la sinagoga y que el mismo Jesús “pone en medio” aquel día de sábado (Mc 3,1-6): el bien de aquel hombre está por encima de la sacralidad del sábado y por encima de su propia vida.
Lo hace con la mujer sorprendida en flagrante adulterio que escribas y fariseos le “ponen en medio” aquella mañana en el templo de Jerusalén (Jn 8,3-11): la vida de aquella mujer está por encima de las prescripciones de la ley de Moisés.
Lo hace con vosotros, pues él, “siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).
El Mesías Jesús puede decir con verdad: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11,4-5).
Son muchos los hombres y mujeres que se consideran cristianos y que estarían dispuestos a pelearse hasta ofender, hasta perseguir, puede que hasta odiar, por la precisión en la formulación de una doctrina, y que, sin embargo, miran con indiferencia y pasan de largo ante el hermano que yace medio muerto en el camino por donde van.
Jesús no vino a enseñar a los medio muertos una teología novedosa, sino que se acercó a aquel hombre –se acercó a nosotros–, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó (Lc 10,30-37).
En la frontera, a la luz de la fe, sólo se puede estar como el que sirve, como el que ama, como enviados de Dios con su evangelio para los pobres.
Conclusión
Espero que en la frontera, a la luz de la fe, aprendamos a vernos a nosotros mismos y no nos cerremos a nuestra propia carne; aprendamos a ver a Cristo, y vivamos pendientes de su necesidad para remediarla, aprendamos el estremecimiento del corazón por nuestras heridas, por las heridas de Cristo, abiertas en el cuerpo de los pobres. Espero que en la frontera, a la luz de la fe, se nos encuentre siempre tan cerca de los pobres que se nos confunda con ellos, que seamos uno con ellos.
En Jesús de Nazaret, Dios se nos ha revelado sin fronteras, un Dios que sólo sueña que la casa se le llene de hijos. A ti, Iglesia cuerpo de Cristo, te hizo de los pobres el mismo amor que te hizo de Jesús: Iglesia sin fronteras, Iglesia madre de todos, Iglesia que a todos se ofrece espaciosa y abierta como el corazón de Dios.
Autor: Monseñor Santiago Agrelo, misionero franciscano y arzobisbo de Tánger
Fuente: Suplemento del Cuaderno n. 196 de CJ (n. 230) Noviembre 2015. Transcripción de la conferencia que Monseñor Santiago Agrelo, obispo de Tánger, pronunció en Cristianisme i Justícia con motivo de la inauguración del curso 2015-2016.
Video de la conferencia:
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