La semilla sacrificada (Juan 12,24-26)
En el evangelio de Juan, para iluminar el significado de su próxima muerte, Jesús emplea la imagen de un grano de trigo.
Para comprenderlo mejor, me imaginé a mí mismo como ese grano de trigo. Arriba, en el tallo, contemplo la belleza de los campos que me rodean. Y en la flor de mi existencia granulosa, imagino que no hay nada más que hacer en la vida que mecerme al viento y disfrutar de mi madurez.
Entonces llega alguien y me dice que si me quedo ahí, brillando al sol, no alcanzaré mi pleno potencial, a menos que me desprenda de la planta, caiga al suelo y muera.
¿Qué clase de propuesta es ésa? Conozco y valoro todo lo que tengo ahora, ¡y me dicen que lo dé todo por un futuro que no puedo vislumbrar, por un mundo que está más allá de mis sueños más lejanos!
Por mi parte, necesitaría muchísima confianza en la persona que me aconseja que ese es el camino a seguir. Necesitaría una enorme dosis de seguridad para dar ese paso, para caerme al suelo y morir, para sucumbir por la promesa de algo que en su mayor parte está lejos en el futuro.
Perdonen mi imitación del grano, pero apunta a algo que Jesús proclama como verdad de muchas maneras.
De un modo u otro, la muerte está implicada en la aparición de una nueva vida. Para que aparezca la novedad, es necesario que haya algo de entrega, algo de desprendimiento. Sin ello, seguiremos siendo como éramos, esa pequeña mota de grano.
De esta manera tan gráfica, Jesús expone el patrón: la necesidad de entregarse con confianza, hasta el punto de parecer perderlo todo —incluso morir— con tal de acercar el Reino de su Padre.
Este rasgo central se entreteje a lo largo de la vida de Vicente en muchas de sus actitudes y, sobre todo, en sus acciones.
En una carta de 1640 a Jacques Tholard, escribe: «Acuérdese, padre, que las rosas sólo se recogen de entre las espinas y que las accionas heroicas sólo se realizan en la debilidad» (SVP ES II, p. 19).
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