Contemplación: Un ciclo de amor
Servimos, nos recuerda nuestra Regla, sólo por amor [Regla, parte I, 2.2]. Esto no significa que lo hagamos a cambio de amor, sino que nuestras obras están motivadas por el amor y se dan libremente como actos de amor. Nuestro propio corazón, inflamado por el amor de Dios, no puede dejar de compartir este don, de anteponer las necesidades del otro a las nuestras. Y aunque no lo busquemos, la naturaleza del amor divino es seguir siendo siempre un regalo, que sólo volverá a nosotros cuando lo entreguemos libremente.
Por eso, la beata Rosalía Rendu enseñaba a sus Hijas de la Caridad a recibir siempre el amor con gratitud, incluso mientras seguimos dando. «Amad el hecho de que los pobres os amen —decía—. Si no tienes nada que dar, date a ti misma». [Sullivan, Sister Rosalie Rendu, p. 322]. Al fin y al cabo, si buscamos a Dios y servimos a Dios en los pobres, entonces el amor que recibimos de ellos es el amor de Dios. Como explicaba el beato Federico Ozanam, «a cambio de nuestro amor nos darán sus oraciones, y la bendición de los pobres es una bendición de Dios» [Informe anual, 1834].
El amor de Dios se nos da gratuitamente; es un don, una gracia que no podemos ganar ni devolver. De hecho, las palabras gratitud, gratuito y gracia proceden del latín grātia, que se refiere a un favor o bondad, un don. Como todas las cosas que recibimos de Dios —nuestros talentos, nuestras comodidades, nuestra comida y bebida, nuestros éxitos, nuestra salud, nuestra propia vida—, el amor de Dios siempre se le devuelve, porque siempre es de Él y en Él. Él nos llama a compartir su amor entre nosotros y con el prójimo, en quien lo encontraremos. No se nos oculta. Al contrario, San Vicente de Paúl enseñaba: «Vayamos donde vayamos, siempre encontramos a Dios. Si es a Él a quien buscas, lo encontrarás en todas partes» [SVP ES IX-3, p. 1119].
En tantas esferas de la sociedad, la economía y la vida, observamos ciclos. Ciclos de pobreza, ciclos de desesperación, ciclos de violencia, muchos de ellos ciclos viciosos, que terminan como empiezan, volviendo siempre la desesperación o la pobreza con la que comenzaron. Como el ouroboros que devora su propia cola, cada uno de ellos parece encerrarse en sí mismo, perpetuándose en su desesperanza.
Sin embargo, cada una de ellos es sólo una pequeña parte de un ciclo mucho mayor y más poderoso de la creación de Dios, de la vida misma. Cristo nos enseñó a no desesperarnos por los problemas del día, por la comida que comemos o por la ropa que vestimos. Nos enseñó el poder del amor de Dios a través de Su propio sacrificio supremo de amor en la Cruz, entregado sin pensar en el pago, como si hubiera alguna manera de que nosotros le pagáramos. Nos pide que, en lugar de cosecharlo, participemos de Él, que recibamos su amor y lo compartamos con los demás.
En la Eucaristía, Él permanece verdaderamente presente, y sigue dándose, al igual que la beata Rosalía nos pide que hagamos. Con cada obra de caridad, de amor, iniciamos y perpetuamos un gran ciclo de amor, que sustituye la pobreza por la alegría y la desesperación por la esperanza. No damos para recibir, pero cuando amamos, somos amados a su vez por Dios, a través de los demás y de los pobres, y nos renovamos.
Contemplar
Al compartir gratuitamente el amor de Dios, ¿permanezco siempre dispuesto a recibirlo de nuevo?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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