La soledad de la Virgen María
Es conocida la advocación mariana de la Dolorosa o Virgen de los dolores y no tanto la advocación la Virgen de la soledad. Los dolores los sufrió a lo largo de su vida y culminan el Viernes Santo, la soledad es de solo un día, el Sábado Santo; de ser la Virgen de los Dolores el Viernes Santo pasa a ser la Virgen de la Soledad, el Sábado Santo.
Con exquisito realismo describe Lope de Vega la soledad de la Virgen María:
«Sin esposo, porque estaba José
de la muerte preso;
sin Padre, porque se esconde;
sin Hijo, porque está muerto;
sin luz, porque llora el sol;
sin voz, porque muere el Verbo;
sin alma, ausente la suya;
sin cuerpo, enterrado el cuerpo;
sin tierra, que todo es sangre;
sin aire, que todo es fuego;
sin fuego, que todo es agua;
sin agua, que todo es hielo».
María era una mujer humana. Cuando perdió en Jerusalén a su Hijo de doce años sufrió un miedo pasajero y cuando su Hijo se despidió de ella sintió que el miedo tomaba su cuerpo como vivienda. Pero aquel sábado era distinto. Aquel sábado sabía que su hijo había muerto, que le habían enterrado, que ya nunca más le vería sobre la tierra. San Juan le dará todo, no le faltará nada, pero no le devolverá a su Hijo. Aunque la fe le decía que su Hijo resucitaría, aquel sábado la fe era oscura, se llamaba soledad. Por eso a la Virgen de la soledad se la pinta al pie de una cruz vacía, sin nada. ¡Qué día tan solitario aquel sábado antes de la resurrección! Pero la fe, la confianza y el amor de María se cobijaron en la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando supo esperar la mayor alegría de su vida, la de recuperar para siempre al Hijo resucitado.
El evangelio nada dice de haberse aparecido Jesús a su Madre después de resucitar. No necesitaba decirlo. A ella se le apareció la primera. Si estaban íntimamente unidos desde la encarnación hasta la cruz, tenían que estarlo en la resurrección. María nunca más sentirá la soledad. El Hijo ya nunca abandonará a la Madre. La soledad de María fue sólo aquel Sábado Santo, mientras el cuerpo del Hijo estaba en el sepulcro.
María enseña a curar la soledad de otras personas que acuden a nosotros. La enfermedad más extendida entre los que vivimos en los países de mayor nivel de vida es la soledad, convirtiendo al hombre moderno en una paradoja, la de estar continuamente comunicándose en directo, por teléfono o internet y, sin embargo, sentirse solo, tanto en niños y jóvenes incomprendidos como en casados que viven en soledad y en ancianos, que se sienten solos o ser una carga para los hijos. El hombre moderno está rodeado de millones de hombres que le son ajenos y viven sin conocerse.
Los famosos, los héroes de las películas, de la televisión, de la política, del deporte visitan las ciudades en olor de multitud. Los fans gritan la alegría de haber visto a su estrella. Pero en los supermercados se atiende a las personas como un número y en las comunidades puede haber vidas solitarias esperando integrarse en el grupo. Unas veces buscamos unos minutos de soledad en medio de tanto trabajo y otras, nos duele estar solos. Como Lope de Vega cuando canta A mis soledades voy, de mis soledades vengo, el hombre necesita resolver su soledad y no puede resolverla sin Dios. La alegría pascual fue la terapia de la soledad de María y puede serlo para nosotros.
No hay soledad más peligrosa que la del hombre perdido en la multitud, y es la soledad que puede llevar a una Hija de la Caridad a sentirse sola dentro de una comunidad. Pues el hecho de vivir en medio de otras Hermanas no garantiza que sea fluida su comunicación, si no tiene soledad interior. Y la soledad interior no es posible para una Hija de la Caridad que no acepte el lugar que le corresponde en relación con las demás hermanas y con los pobres. La soledad no separa, sino que facilita reconocer el papel que cada una desempeña en la vida con relación a las Hermanas y a los pobres. Es la soledad sonora, que diría san Juan de la Cruz y que Jesús resucitado nos da, al darnos el Espíritu Santo: mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro (Secuencia del Pentecostés). Es la soledad buscada por medio del desprendimiento de lo terreno para incorporarnos a la humanidad de Jesús, decía santa Luisa (E. 87). No os dejaré huérfanos, dice Jesús en la última Cena (Jn 14, 18), si tenemos la suficiente paciencia y esperanza para saber que todas nuestras soledades han servido para algo. Un día le preguntaron al teólogo K. Rahner cuando ya era viejo: ¿Espera todavía alguna oportunidad grande en su vida? Y respondió: La de ver a Dios.
Benito Martínez., C.M.
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