La vida espiritual es trinitaria
La reflexión de la semana pasada detallaba que la vida espiritual es hacer las cosas buscando a Dios en ellas y que san Vicente de Paúl lo deja claro cuando se lo explica a los misioneros: “Hay tantas cosas que hacer, tantas tareas en la casa, tantas ocupaciones en la ciudad, en el campo; trabajo por todas partes; ¿habrá que dejarlo todo para no pensar más que en Dios? No, pero hay que santificar esas ocupaciones buscando en ellas a Dios, y hacerlas más por encontrarle a él allí que por verlas hechas”. Concluyendo que “se necesita la vida interior, hay que procurarla; si falta, falta todo” (XI, 429s). Pero cuando decimos Dios nos referimos a la divinidad, y la divinidad, Dios, no existe separada de las Personas de la Trinidad. Existe el Padre que es Dios, el Hijo que es Dios y el Espíritu Santo que es Dios. El Evangelio dice que la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, para realizar la salvación de los hombres, se encarna en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, sin intervención de hombre alguno. También dice que el Hijo y el Padre nos envían al Espíritu Santo para continuar la misión del Hijo. Y los evangelistas terminan su relato en el momento en que Jesús resucitado envía a sus discípulos a “bautizar a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 16-20).
En la eternidad antes de la creación del universo, cuando sólo hay la Trinidad, cada una de las tres divinas Personas reconoce la divinidad de las otras dos y les da el honor infinito debido, pero quieren también que les dé honor alguien que no forme parte del mundo espiritual, sino del material, el hombre, pero para que le dé un honor infinito ese hombre debe ser al mismo tiempo Dios. Y la Segunda Persona de la Trinidad decide hacerse hombre y crear un mundo donde pueda vivir. Y así, el Hijo, por él y para él, crea el universo.
La Biblia dice que la Trinidad presta una atención especial al hombre creado a su imagen, capaz de pensar y amar, pero incapaz de alcanzar la felicidad infinita que está sólo en Dios ilimitado e infinito, mientras que el hombre es limitado y finito. Pero, si el hombre no puede hacerse Dios, Dios sí puede hacerse hombre. Y santa Luisa explica que en la eternidad, cuando la Trinidad decide crear al hombre, por el mismo designio decide que el Hijo se haga hombre para que el ser humano encuentre la felicidad. Para santa Luisa la Encarnación es una exigencia de la creación del hombre y, aunque este no hubiera pecado, el Hijo se habría encarnado. Es la única manera de que el hombre pueda dar a Dios un honor infinito y alcanzar la felicidad. Así la humanidad queda unida a la divinidad en Jesucristo y el hombre para salvarse tiene que incorporarse a la humanidad de Cristo. El modo de unirse a la humanidad de Cristo constituye su vida espiritual. Cuando Pedro pide a los judíos que se bauticen en el nombre de Jesús, les exige que se conviertan (Hch 2, 38), como lo había predicado Jesús, exigiendo un cambio de vida hacia Dios.
Cuando el Padre por puro amor envía a su Hijo a la tierra, envía también el Espíritu divino, en una misión conjunta de salvación y glorificación. En este cometido el Hijo y el Espíritu Santo -los dos brazos del Padre, según san Ireneo- son distintos, pero inseparables, con un papel bien definido cada uno: la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, encarnado en el hombre Jesús, realiza la redención de los hombres, y la Tercera Persona, el Espíritu Santo, es quien les va dando las gracias necesarias para la salvación, incorporándolos a la Humanidad de Jesucristo a través de los sacramentos, en los que Cristo está realmente presente. Es decir, la Vida que tiene su fuente en el Padre y la gana el Hijo para nosotros, nos la comunica el Espíritu Santo a través de los sacramentos, presencia real de Jesucristo, y todos los que los reciben se incorporan a su Humanidad, como el sarmiento a la vid. Es la vida en Cristo que “Dios ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5).
La Iglesia católica admite siete sacramentos que, como actos de Cristo, nos justifican y santifican. Pero, por influjo del ecumenismo, acepta cierta jerarquía entre ellos. El bautismo y la Eucaristía son los sacramentos primordiales. La Eucaristía como cumbre de la estructura litúrgica y eclesial, y el bautismo como práctica popular convertida en el centro de la salvación. Sin el bautismo no hay salvación posible y, hasta no hace mucho, se bautizaba a los niños, a poder ser, el mismo día de su nacimiento.
Todo el entramado de la salvación se nos concede en el bautismo, pero el don por excelencia que nos da Jesucristo en el bautismo es el Espíritu Santo que nos justifica, arrancándonos del pecado y haciéndonos morada de la Trinidad. Así lo manifestó Jesús en la Ultima Cena: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (Jn 14, 23). Luisa de Marillac decía: sed “verdaderas cristianas y perfectas Hijas de la Caridad, pidiéndole su Espíritu, como os lo dio en el bautismo… Si obtenéis ahora de nuestro Salvador este nuevo don, ¡qué fuerza tendréis para trabajar en la perfección que os pide!” (c.712).
Cuando Pedro pide a los judíos que se bauticen en el nombre de Jesús, les exige que se conviertan (Hch 2, 38), como lo había predicado Jesús, exigiendo un cambio de vida hacia Dios.
P. Benito Martínez CM
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