Contemplación: Nuestros corazones vicentinos
En su encíclica Dilexit Nos, el Papa Francisco se centra en la importancia del corazón para la práctica de nuestra fe; no sólo el corazón físico, biológico, sino el corazón que es el núcleo de nuestro ser, la unión de cuerpo y espíritu. No es sorprendente que cite a San Vicente de Paúl, que a menudo enseñaba que todo lo que Dios nos pide es nuestro corazón. También dijo que «Tan pronto un corazón se vacía de sí mismo, lo llena Dios» [SVP ES XI, 207]. Su biógrafo Joseph Guichard señaló incluso que San Vicente comenzaba cada día persignándose y diciendo: «Dios mío, te doy mi corazón».
El corazón físico de San Vicente se encuentra en la Capilla de la Medalla Milagrosa de París, pero en tiempos de Federico Ozanam se hallaba en una catedral de Lyon, la ciudad en la que Federico pasó su infancia, donde le sirvió de inspiración. Como Vicente, Federico reconocía la centralidad del corazón en nuestra vocación, diciendo de nuestro patrono que «es una vida que es preciso continuar; un corazón en el que calentar el propio corazón…» [Carta a François Lallier, de 17 de mayo de 1838]. Así, la suma de la enseñanza de Vicente con el pensamiento de Federico nos define un corazón vicenciano.
Nuestras obras, creía Federico, no deben guiarse por la fría razón, ni por reglas burocráticas, ni siquiera únicamente por el modelo de otras Conferencias. Por el contrario, como aconsejó a una nueva Conferencia, «en una obra como esa hay que darse mucho más a la inspiración del corazón que a los cálculos de la razón…» [Carta a Léonce Curnier, de 4 de noviembre de 1834].
Para Federico, el corazón era el centro tanto de la fe como de la caridad, pues «el corazón humano se deja cautivar con facilidad por el amor, y siempre hay mucho amor allí donde hay mucha fe» [Carta a Ferdinand Velay, de 9 de abril de 1837]. Este amor de Dios, la caridad, surge en nuestros corazones por «designio de Dios… implantar la religión en la mente por la razón, y en el corazón por la gracia» [Mgr Baunard, Frédéric Ozanam d’après sa correspondance].
Pero hay otro aspecto esencial del corazón vicentino: su unión con otros corazones vicentinos. Federico llegó a decir que «el fin principal de nuestra asociación ha sido hacer de todos nosotros un solo corazón, una sola alma…» [Informe sobre las actividades de la Sociedad de San Vicente de Paúl, desde los orígenes, de 27 de junio de 1834]. No se puede ser vicentino sin otros vicentinos; nuestra amistad es ante todo «una unión de corazones en Jesucristo, nuestro Señor» [Emmanuel Bailly, carta circular de 14 de julio de 1841]. Esa amistad que compartimos unos con otros, la extendemos también al prójimo, sirviendo sólo por amor; un amor que surge de la luz del Espíritu Santo en nuestros corazones, y que busca unirnos en comunión unos con otros y con Jesucristo.
Esta llama en nuestros corazones nos inspira a amar a Dios, como enseñaba San Vicente, «con la fuerza de nuestros brazos y el sudor de nuestra frente» [SVP ES IX, 733]. En nuestras obras, en nuestra fe y en nuestra amistad, los corazones vicentinos están unidos, y como decía Federico: «Cuando el corazón y la mano se ponen en marcha ¿cómo detenerlos?» [Carta a su padre, de noviembre de 1831].
Contemplar
¿Cómo puedo dejarme conducir más eficazmente por las inspiraciones de mi corazón, mano a mano con mis compañeros vicentinos?
Por Timothy Williams
Director Senior de Formación y Desarrollo de Liderazgo
Sociedad de San Vicente de Paúl USA.
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