Que toda la creación alabe a Dios (Mt 6,26-30)
En numerosas ocasiones, Jesús se muestra consciente de un mundo más allá del humano. Están las aves del cielo a las que alimenta su Padre celestial, los lirios del campo vestidos como la realeza, la hierba verde ondeando en el campo. Y en consonancia con muchos otros sentimientos bíblicos, Jesús da a entender que no somos sólo los humanos quienes alabamos a Dios, sino que la creación misma grita aclamando al Creador. Un ejemplo llamativo: Salmo 150: «Alabe a Dios todo lo que respira».
Sin embargo, ha habido una interpretación que pone esa alabanza sólo en boca de nosotros, los humanos. Reconocemos que Dios creó todas las cosas: las plantas, los animales, las rocas, las estrellas. Pero decimos que la alabanza de ellas sólo la hacen los hombres y las mujeres. Esto sugiere que la mayor parte de la creación alaba al Creador sólo de forma indirecta, a través del mediador humano. Según este punto de vista, los humanos son los únicos «sacerdotes de la creación» y «cantores del universo».
Hay una creciente sensibilidad de que esta perspectiva es demasiado limitada, de que hay una historia más amplia. No de forma consciente, por supuesto, pero sí genuina: todo lo creado honra y glorifica a su Creador. Todas las cosas existentes, y no sólo los seres humanos, viven gracias a la misma chispa, al fuego que todo lo origina y sustenta.
El lenguaje mediante las palabras no es la única forma de alabar a Dios. También También lo hace la adoración de otras criaturas. Al ignorar las voces de estas entidades que aclaman a la Divinidad, nuestros corazones y mentes humanos podrían fácilmente pasar por alto el genuino tributo que rinde a Dios el infinitamente más expansivo mundo natural.
Con este nuevo entendimiento, el universo en su conjunto comienza a ser testigo de la presencia del Creador. Todos nosotros, humanos y no humanos, somos criaturas de la misma Fuente viviente.
Esta mayor conciencia abre los ojos no sólo a la belleza que nos rodea, sino también a la cercanía del Creador a todo el mundo natural. Fomenta en nosotros un sentimiento de parentesco con el universo que nos rodea, en lugar de un sentimiento de dominio.
Hacia la mitad de la tercera plegaria eucarística, el celebrante declara: «Toda la creación te alaba con razón». Es una oración para prestar atención.
Ser más conscientes de la alabanza que toda la naturaleza tributa a Dios puede permitir que esas otras criaturas nos ayuden a rezar. Cuanto más las atendamos, más podrán elevar nuestros corazones a Dios.
Tal vez adelantado a su tiempo, en una carta de 1649 Vicente muestra mucho de esta misma sensibilidad: «Dios trabaja además fuera de sí mismo, en la producción y conservación de este gran universo, en los movimientos del cielo, en las influencias de los astros, en las producciones de la tierra y del mar, en la temperatura del aire, en la regulación de las estaciones y en todo este orden tan hermoso que contemplamos en la naturaleza, y que se vería destruido y volvería a la nada, si Dios no pusiese en él sin cesar su mano» (SVP ES IV, 444).
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