La convivencia comienza por la acogida
El creyente se reconoce a sí mismo y conoce el mundo como creyente cuando acepta y acoge el mundo como originario y no como origen y fin en sí mismo, por lo que el conocimiento del creyente es un conocimiento de esperanza.
En nuestra época, fuertemente influenciada por una modernidad trasnochada, las tradiciones son puestas en cuestión pues se cree que, con el progreso científico y técnico, el ser humano, utilizando sólo la razón, puede encontrar autónomamente en sí mismo todas sus motivaciones y, por tanto, todo el conocimiento. Pero esto, que es un prejuicio contra la tradición, tiene como consecuencia la negación de lo que quiere afirmar: no hay lugar para la verdad, sino para la ideología, con la consiguiente pérdida de libertad y deshumanización.
El conocimiento en sí mismo no es lo primero, ni es el fundamento último de todo, porque el conocimiento de la posibilidad de conocer, de que el mundo existe y lo habitamos, de que el lenguaje me permite interactuar en y con el mundo y hablar a otros de este mundo, no se conoce ni se demuestra, sino que se cree. Esto implica que antes de cualquier operación de interacción y conocimiento, el ser humano recibe un lenguaje, sobre todo de su cultura y contexto, que le ofrece una estructura que hace posible todo lo demás. No es posible un «pensar» absolutamente subjetivo, sin recurrir a nada externo.
Wittgenstein se refiere al «lecho de fe» para significar todo aquello que precede al individuo y que el sujeto tendrá que aceptar como condición de posibilidad de su propia subjetividad. En otras palabras, en términos epistemológicos, creer precede al saber y al hacer. La confianza personal y el lenguaje cultural son, pues, la condición indispensable para que el ser humano sea lo que es, tenga un sentido y una trayectoria vital. Por supuesto, somos libres: podemos rechazar, transformar, asimilar y transmitir creativamente lo que recibimos, pero sólo si antes lo acogemos. La dinámica de construcción de la propia identidad implica todas las dimensiones del ser humano, donde la dimensión creyente —que acoge el don ofrecido— es la más amplia, original y fundamental.
La transmisión de verdades no es otra cosa que el reconocimiento de que el ser humano es un ser de tradición, que es constitutiva de la cultura humana en la medida en que acoge, transmite, destruye y crea tradiciones, o mejor, reorganiza y hace evolucionar la tradición. Las verdaderas tradiciones suponen un proceso liberador y orientador, ya que, frente a una multitud de posibilidades de percibir, pensar y actuar que pueden paralizar al hombre, ponen a su disposición determinados modelos o patrones orientadores de percibir, pensar y actuar, así como un entorno comunitario que genera instancias de control y garantes de la tradición normativa, en un determinado contexto cultural. Este proceso es evolutivo porque está constituido, simultáneamente, por emisores y receptores que, posteriormente, también llegan a constituirse en emisores.
Este proceso afecta a la personalidad, pues el hecho de que un individuo se encuentre en una determinada comunidad fundada en la tradición, y que ésta influya en él, significa dos cosas: que la tradición posibilita el desarrollo de la individualidad y que también puede atrofiar el libre desarrollo. La tradición, como destino y desafío, postula la asimilación libre e inteligente de la tradición, con la consiguiente actitud crítica, pues la asimilación personal es siempre interpretación. Ésta resulta de la interacción de lo transmitido, o enseñado, con las experiencias personales, lo que sintetiza la posibilidad de la continuidad de la transmisión y su innovación. De ahí que siempre haya un cierto conflicto latente en estos procesos.
Es en este contexto en el que se ha de considerar la trascendencia en la reflexión sobre el concepto de «casa común» nos libera y hace que cada cultura particular sea creativa y liberadora de todo sentido. La posibilidad de ser cuestionado de forma absoluta, con la constitución de una certeza fundamental, o una base sobre la que construir todas las demás dimensiones, es dejada de lado por la mayoría de los pensadores de la postmodernidad. Es cierto que la trascendencia, porque trasciende, sólo puede ser captada por cada persona en el aquí y ahora de su historia, que es, por tanto, limitada e incompleta. Pero parte integrante del creer es la aceptación de esa finitud, que nos determina como seres de acogida y no como amos y señores de la realidad. Creer inaugura una dimensión excesiva en relación con la producción de sentido. En la dinámica del creer, el sentido, más que ser producido, es aceptado.
En su sentido más genérico, creyente es quien reconoce, contempla, se asombra y acepta esta condición de «ser misterio». Acepta que el don original, aunque comprendido y aceptado en su núcleo y en sus consecuencias, nunca podrá ser plenamente captado y dominado por el conocimiento humano: sólo puede ser aceptado como algo inmerecido y, al mismo tiempo, excesivo en relación con todo lo que sabe y hace.
El ser humano creyente es el que conoce como creyente, conoce el mundo y el sentido de forma creyente, por lo que actúa como creyente. El creyente se conoce a sí mismo y al mundo como creyente cuando acepta y acoge al mundo como originario y no como origen y fin en sí mismo, por eso el conocimiento del creyente es un conocimiento de esperanza. Y porque es descubierto y aceptado como don gratuito, se da libremente a los demás, fundamentado fuera de sí —en el Otro— y así el conocimiento creyente genera la acción caritativa, promotora de la Casa Común.
Luís Figueiredo Rodrigues
Fuente: https://www.padresvicentinos.net/
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