Quien me recibe… (2 Reyes 4; Mt 10,40)
Dos hombres alterados, que acababan de salir de un suceso devastador, caminaban por una carretera rural y se desahogaban de sus problemas comunes. Cada uno estaba concentrado en su propia pena, pero cada uno también estaba asimilando el dolor del otro.
Un desconocido comienza a caminar con ellos. Al principio les molesta que les interrumpa, pero resisten el impulso de ignorarle y se abren a él. Más tarde, esa misma noche, cuando se sientan a cenar juntos, el desconocido se revela como Jesús, el Señor Resucitado.
Reconocerás esta historia como la de los dos discípulos de Emaús. Pero también puedes encontrar una trama similar en la historia del profeta Eliseo (2 Reyes 4), otra historia de lo que puede suceder cuando la gente decide acoger a un extraño. Los que ofrecen la hospitalidad llegan a descubrir la bendición de la presencia de Dios en la persona de este forastero acogido.
Ambas historias son ejemplos del principio que Jesús expone en el capítulo 10 de Mateo: «Quien os recibe a vosotros, me recibe a mí. Cuando acogéis a alguien, sobre todo a un desconocido, cuando incluís a alguien que había sido excluido, es a Mí a quien estáis incluyendo», dice Jesús. En otras palabras, hay un toque del favor y la presencia de Dios en la gente que nos rodea. «Quien te recibe a ti, me recibe a mí». Jesús amplía esta inclusión con sus palabras: «Quien me recibe a mí, recibe al que me envió»: Dios, mi Padre amoroso.
Muchas de las obras y proyectos de caridad a lo largo de los siglos han surgido de esta conciencia: al recibir al otro, especialmente al extranjero, estamos recibiendo al mismo tiempo al Dios que está presente en él. O como el mismo Jesús subraya en otro lugar, «cuando das un vaso de agua fría a un sediento, también me lo estás dando a mí».
A nadie de nuestra Familia se le escaparía el hilo vicenciano que recorre todo esto. De innumerables maneras, san Vicente se inspira en su verdad, viendo a Cristo caminando a su lado, especialmente en el viajero pobre y abandonado.
Esta identificación —Jesús presente en nosotros y en los que nos rodean, especialmente en el forastero— ha removido los corazones y las fuerzas de los creyentes desde el principio. Aquellos dos hombres que acogieron a aquel intruso en el camino de Emaús fueron sólo los primeros de millones cuyos ojos se abrieron a la cercanía de Dios en el prójimo necesitado.
En un momento determinado de aquella comida inclusiva, la «fracción del pan», aquellos dos discípulos se dieron cuenta de que era Jesús quien estaba allí con ellos. ¿No es esa la invitación que recibimos todos nosotros cada vez que nos reunimos en torno a la mesa de la Eucaristía y compartimos la vida y la muerte —y especialmente la vida nueva— de Nuestro Señor Jesucristo?
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