Desde un punto de vista vicenciano: El Espíritu Santo y la Virgen María
El Nuevo Testamento ofrece dos contextos particulares en los que el Espíritu Santo llenó a la Santísima Madre. Por supuesto, podemos sostener que María siempre experimentó este aspecto de la presencia de Dios, pero hay dos momentos que sobresalen.
El primero es la Anunciación. En este encuentro, el ángel le promete la intervención divina:
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios.» (Lc 1,35)
Con el don de ese Espíritu, María concibe a Jesús. En su fiat, la acción íntima y creadora del Paráclito cambia su vida y nuestro mundo.
En Pentecostés, María tiene una segunda experiencia maravillosa del Espíritu. En los Hechos de los Apóstoles leemos cómo los apóstoles y algunos de los discípulos se reunieron con ella en el habitación superior a la espera del Paráclito prometido por Jesús.
Todos ellos se dedicaban unánimes a la oración, junto con algunas mujeres, y María, la madre de Jesús, y sus hermanos… Cuando se cumplió el tiempo de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente vino del cielo un ruido como de un fuerte viento que soplaba, y llenó toda la casa en que estaban. Entonces se les aparecieron lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía proclamar. (Hechos 1,14, 2,1-4)
La influencia del Espíritu en el conjunto de la comunidad cristiana se manifiesta con fuerza en los párrafos siguientes, cuando los discípulos predican el Evangelio de forma general, fuerte y clara. Pero, ¿y María? ¿Qué aporta y cómo cambia? ¿Qué piensan los otros primeros cristianos cuando la ven rezar con ellos? ¿Qué papel desempeña en la nueva Iglesia impulsada por el Espíritu?
Al pensar en ello, incluso en Pentecostés, me encuentro a mí mismo retrotraído a esa primera efusión del Espíritu en su vida. Los demás discípulos quieren hablar de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, pero ella afianza el comienzo. Cuando la ven, recuerdan: que su fiat permitió al Espíritu actuar en nuestro mundo de una manera única; que a través de ella Jesús conoció el amor de una madre; que junto a ella Jesús creció hasta convertirse en el hombre que llegó a ser. La encarnación prepara el escenario para todas las demás acciones y palabras de Jesús. Su nacimiento lo sitúa entre nosotros de la manera más humana. En presencia de María, Jesús respiró por primera y última vez.
El Espíritu era una fuerza familiar y amistosa en la vida de María. El ángel le había dicho que nada es imposible para Dios, y el Consolador le reveló continuamente esa verdad, sobre todo en la resurrección y la ascensión.
Al acercarnos a la solemnidad de Pentecostés y celebrar el don del Espíritu Santo de Dios a la comunidad cristiana, no podemos perder de vista a la Santísima Madre. Ella conoció verdaderamente el poder de Dios para traer a Cristo al mundo. Como en tantas otras cosas, la Iglesia debe aprender de ella. Su entrega a la voluntad divina y su acogida de la presencia divina son para todos nosotros un modelo de verdadero discipulado.
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