«Bienaventurados los que lloran»: Espiritualidad Vicenciana y las Bienaventuranzas
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» nos introduce en la realidad de los que sufren y los que lloran, pero los que lloran por el Reino. Para algunos, el llanto es una expresión de debilidad. Para otros, es signo de dolor, miedo y temor. Para otros, también, es expresión de tristeza y sufrimiento. El llanto también puede ser causado por la emoción, según el motivo y el momento. El llanto es una expresión del espíritu, de lo que uno lleva en el corazón y en la vida. Como dice el salmista: «Mis lágrimas se han convertido en alimento día y noche, mientras me repiten continuamente: ‘Tu Dios, ¿dónde está?'» (Sal 44,1). Llora porque, buscando a su Dios, sabe que sin Él no puede vivir. Dios es el único que puede satisfacer el corazón humano.
¿Qué significa llorar por el Reino? Llorar por el Reino es señal de que se ha descubierto a Dios presente en la vida, en cada acontecimiento, incluso en los momentos difíciles. Llorar por el Reino es no tener miedo al sacrificio que exige la conversión, porque el Señor nos ha mostrado un camino con dificultades, un camino de cruz. Aceptar la cruz es aceptar el camino de Cristo. Seguir a Jesús significa estar en la cruz con Él. Los primeros cristianos se comportaron así, dieron testimonio de su fe con su vida. Los primeros siglos de la Iglesia estuvieron llenos de mártires y testigos de la fe. Quien hace la opción por Jesús y por su Reino puede experimentar dolor y sufrimiento. Pero lo que es aún más terrible y doloroso es cuando queremos meter a Dios en nuestros esquemas y no lo conseguimos. Hay que llorar mucho para entrar en los esquemas de Dios. No es fácil descubrir y aceptar la voluntad de Dios. Nos resistimos a la voluntad de Dios, sobre todo cuando es difícil y dolorosa. Preferimos seguir el camino que nos hemos marcado, a nuestra manera, pero la Palabra de Dios viene y deshace todos nuestros planes, porque es necesario llorar mucho para aceptar y continuar el camino.
La experiencia de Dios que tuvieron los santos les obligó a llorar, a resignarse a los planes de Dios y a vivir como errantes en este mundo. Esta experiencia de Dios les ha obligado a vivir un continuo desapego, una separación de sus proyectos personales. Vivir una renuncia continua provoca siempre dolor y sufrimiento. Dichosos los que lloran por sus males, pero luego suspiran por el bien que sólo Dios puede darles.
Esta Bienaventuranza nos ayuda también a contemplar «las lágrimas de Dios» en un grito de dolor. Cuando Jesús vio a las multitudes, sintió compasión de ellas porque estaban «cansadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Abrazar esta Bienaventuranza es ayudarles a experimentar el Evangelio, consolar a los que sufren y lloran, sobre todo a los más pobres.
¿Quiénes son los bienaventurados? Bienaventurados los que lloran, los que aceptan sus errores y trabajan para superarlos, saliendo de sí mismos. Son los que no buscan culpables para sus sufrimientos y penas. Son los que no permanecen inactivos, abatidos, sino que se levantan de sus caídas, esforzándose por superar sus males y vivir con esperanza.
Con San Vicente podríamos crear la siguiente Bienaventuranza: Bienaventurados los que sufren. Esforzándose por crecer espiritualmente, alcanzarán la perfección en la caridad. Los que claman por el Reino son los que se esfuerzan por descubrir y obtener el Reino. Se mortifican sin caer en un masoquismo vacío por el Reino de los Cielos. Descubrir el Reino no es fácil, pero no está fuera de nuestro alcance, claro que requiere sacrificio, constancia y entrega.
Vicente de Paúl, aunque vivió en una época en la que la mortificación era primordial para alcanzar una vida santa, no hace de la mortificación un valor en sí mismo. Para él, la mortificación es un medio y no un fin en la jerarquía espiritual de los valores; es realista y conoce la vida espiritual por experiencia. Sabe que los pobres viven en constante mortificación, que es la condición habitual de vida de los más vulnerables. Ya que permanecen en la miseria con la incertidumbre del mañana. Por eso, las personas que tienen un futuro seguro también deben procurar vivir la mortificación y clamar por el Reino. Nosotros formamos parte de este grupo. Los pobres no necesitan vivir la mortificación como prioridad, ¡la mortificación ya es su pan de cada día! Llorar por el Reino es compartir las privaciones, las angustias y los sufrimientos de los pobres. Acercarse a los pobres es compartir con ellos sus sufrimientos, su precariedad y su sufrida realidad.
Llorar por el Reino es vencer, aunque ello exija mucho sacrificio, nuestra pereza en la oración, en la misión y en la vida comunitaria. Es dominar nuestra lengua y nuestros rencores. El 9 de diciembre de 1657, San Vicente dice: «Ya veis, o hacemos penitencia, o nos arrastramos con las mismas imperfecciones, sin parecernos nunca en nada a Nuestro Señor» (Coste X p. 716). San Vicente nos exhorta a llevar una vida plena, una vida con sentido, asumiendo en nosotros la misma vida de Nuestro Señor. Finalmente, clamar por el Reino es buscar, a través del sacrificio, lo que nuestro Santo llamaría «la perfección de la Caridad».
P. Alexandre Nahass, CM
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