Fundamento de la devoción de Luisa de Marillac al misterio de Navidad
Al principio del último párrafo de su meditación sobre el «Nacimiento de Jesús», Luisa de Marillac emplea la palabra «Encarnación». Es la única vez que hace uso de ella en los dos textos que acabo de estudiar. Y, sin embargo, es la palabra clave, la palabra que explica su gozo de Navidad y el camino seguido en sus meditaciones ante el pesebre o ante el Misterio del Nacimiento del Salvador.
Es, por lo tanto, legítima la pregunta: «¿Por qué no emplea con más frecuencia en los textos citados esa palabra ‘Encarnación’?». La razón es, sencillamente, la precisión de su espíritu y de sus conocimientos teológicos: hace una clara distinción entre la concepción y el nacimiento de Jesús y reserva estrictamente la palabra «Encarnación» para el momento y cl misterio en que la Virgen, según la expresión del Vaticano II, «recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo» (LG. 53).
La claridad de su visión de los dos acontecimientos —concepción y nacimiento del Salvador— lleva a Luisa de Marillac a atribuir una importancia mayor al misterio propiamente de la «Encarnación» que al del «Nacimiento» o Natividad. Sin duda, no lo dice expresamente, pero lo deja entrever a través de sus escritos acerca de las fiestas de la Anunciación y de la Natividad de Jesús. La lectura de los mismos desemboca en tina conclusión muy clara: la riqueza de sus meditaciones ante el pesebre y la alegría con que la hace vibrar la celebración del aniversario del Nacimiento de Jesús tienen su fuente en su fe y en su contemplación del Misterio de la Encarnación.
Por eso, la idea que pudiéramos hacernos de Luisa de Marillac cuando la vemos en actitud de adoración ante el pesebre, podría ser incompleta si no la escucháramos hablarnos del misterio de la Encarnación propiamente dicho. Su alma se vuelca y su fe se expresa en las páginas que titula «Misterio de la Encarnación», «Anunciación de la Virgen» y «Estado de Jesucristo en el seno de la Virgen» (Escritos, ed. fr. pp. 801-806; Castañares, III, pp. 171-176).
1.° Una fe vibrante
De estos textos, los dos primeros me parecen más especialmente adecuados para hacernos percibir cómo vibraba el alma de Luisa ante el Misterio que inaugura la obra de la Redención universal.
El tono solemne de su estilo, cosa que no es habitual en la Fundadora, nos obliga a descubrir cuánto la motiva el proyecto divino y ese primer minuto de la entrada del Verbo de Dios en la Historia humana. Empieza de esta forma la página sobre el «Misterio de la Encarnación» (id. p. 801; C. III, 171):
«El hombre que había sido creado por la omnipotente mano de Dios a su imagen y semejanza, se había desfigurado a sí mismo por el mal uso que había hecho de su parte más noble que es la libertad de ,su voluntad, y Dios, que no lo había creado para perderlo, le promete enviar a su Hijo para merecerle misericordia.»
La solemnidad reside, por una parte, en la dimensión de la frase, pero es cierto que su extensión se la impone a Luisa en cierto modo la gravedad de las ideas que expresa y en las que percibe el vínculo y unidad que las ensamblan entre sí: la creación del hombre y la omnipotencia del Creador; la semejanza divina impresa en el ser humano y su desfiguración por el pecado; la voluntad salvífica de Dios y su proyecto misericordioso de enviar a su Hijo a la Humanidad.
La misma solemnidad vuelve a encontrarse unas líneas más abajo: «Después de los siglos que la longanimidad divina había dispuesto dejar transcurrir, quiso Dios manifestar al hombre la fidelidad de sus promesas, y su Hijo que es la Sabiduría eterna, tomó carne humana para hacer que la imagen de Dios, borrada en el hombre por el pecado, quedase ventajosamente reparada por ese medio de gracia y amor.»
Lirismo: Bajo esa majestad de la frase, se percibe el ardor de la fe de Luisa, al mismo tiempo que el inmenso respeto con el que rodea las sublimes verdades que está evocando. Es como un fuego, un rescoldo escondido que va a estallar, que estalla de hecho en las exclamaciones que entretejen de lirismo esas páginas de contemplación. Por ejemplo, a continuación de la frase que acabamos de citar:
«¡Oh efecto de una bondad infinita!, ¡que un Dios, en cierto modo, no pueda o no quiera estar nunca separado del hombre!»
Más patente es todavía ese lirismo cuando Luisa se refiere a la Anunciación de la Virgen (Ibid. p. 802; C. III, 172):
«¡Oh amor admirable! En la creación hicisteis un hombre que con su consentimiento voluntario perdió a toda la naturaleza humana; y queriendo restablecerla en gracia, por el camino de la redención, pedisteis el consentimiento de María para engendrar al Hombre-Dios, haciendo que Dios se hiciese hombre. ¡Oh hombre! ¡cómo queda realzada tu bajeza! ¡oh debilidad humana! ¡qué poderosa eres! ¡Oh Dios!, ¡qué inescrutables son vuestros secretos! ¡Nadie os pudo dar consejo fuera de Vos mismo para poner en ejecución tan poderoso amor!»
Otros muchos pasajes están así también transidos de expresiones líricas. La abundancia de las mismas prueba de qué manera palpa Luisa la grandeza de las verdades que están alimentando su meditación.
2.° La encarnación, obra de amor
Hemos dicho que esa vibración de Luisa proviene de su sensibilidad natural iluminada por la fe; pero procede también y sobre todo de su inteligencia sumida en la claridad, en las luces de esa misma fe. ¡Qué bien comprende el motivo a la vez que la finalidad de la Encarnación!:
«Esta obligación por la que Dios se compromete con el hombre aumentó por sí misma el amor que el Todopoderoso tenía a su creatura, ‘no con relación a Dios que no puede aumentar ni disminuir jamás ninguno de sus atributos, sino con relación al hombre al que esa unión de la divinidad con su humana naturaleza, en el proyecto de Dios, le hizo más amable a su divinidad» (id. p. 801. C. 171).
La Encarnación se le representa a Luisa como una obra de amor, y en la irradiación de esta verdad fundamental, contempla la acción de cada uno de los actores de este Misterio.
Primero, Dios mismo. Percibe el Amor del que da prueba al crear al hombre, y más aún en su voluntad de enviar a su Hijo en persona para restituir al hombre en la senda de la verdadera felicidad. El pasaje anteriormente citado lo afirma con elocuencia. Por lo demás, ésta es la idea que subyace en todas estas páginas.
Sería de lamentar el no destacar aquí que la meditación de Luisa de Marillac tiene un aspecto trinitario; lo comprobaremos mejor leyendo lo que escribe acerca de la intervención de la Santísima Trinidad en la Encarnación, cuando medita en el «Estado de Jesucristo en el seno de su Madre». Pero cómo no citar ahora lo que dice (p. 893; C. III, 249) en una de sus reflexiones sobre el Espíritu Santo:
«El designio de la Santísima Trinidad desde la creación era que el Verbo se encarnase para elevar al hombre a la excelencia del ser que Dios quería darle por la unión eterna que quería tener con él, lo que es la más admirable de las operaciones exteriores de Dios.»
Luisa de Marillac capta aspectos particulares del amor de ese Dios, tal como el que «en cierto modo, no pueda o no quiera estar nunca separado del hombre». Es entonces cuando se detiene a considerar la manera de que Dios se va a servir para realizar la Encarnación:
«Podíais, oh Todopoderoso, sin el consenso de la creatura, formar un cuerpo humano, y ya de por sí habría sido esto un efecto de vuestro portentoso poder; pero quisisteis actuar milagrosamente y serviros de la naturaleza humana en la persona de una Virgen, no desdeñando nuestra bajeza, ¡Vos, grandeza infinita! Lo que nos hace ver que el designio de Dios era verdaderamente la unión íntima de nuestra naturaleza con su divinidad, unión a la que el pecado se oponía» (p. 801-802; C. III, 172).
Antes de dirigir la mirada a la que iba a aportar su colaboración humana al Todopoderoso, Santa Luisa se maravilla ante otro proceder que pone de manifiesto la delicadeza divina:
«Queriendo dar a conocer la grandeza de su obra en el hombre, Dios se coloca en cierto modo en plano de igualdad con él, enviando un Arcángel como embajador a su débil creatura para saber si ella quería contribuir a esta unión.»
Y esta forma de actuar de Dios provoca la admiración de Luisa, cuya pluma prodiga con tal motivo las frases admirativas que antes hemos citado: «¡Oh admirable amor! en la creación hicisteis un hombre…».
A partir de este momento, Luisa de Marillac sigue al Arcángel en el cumplimiento de su embajada; le escucha en su saludo a la doncella de Nazaret y después de habérselo repetido en latín y en francés exclama:
«¡Palabras admirables! Nunca se le dirán a nadie sino a Vos, oh Virgen Santísima, en quien habita la plenitud de la gracia como una consecuencia lógica del designio de Dios sobre Vos» (p. 802; C. III, 173).
Del papel del Arcángel en este acontecimiento, Luisa saca varias lecciones, pues su admiración por la delicadeza del amor de Dios experimenta la necesidad de descender a lo concreto:
«La elección que. Dios hace de una creatura para enviar una embajada a la Virgen acerca del cumplimiento de la Encarnación de su Hijo, me hace comprender que no podemos contentarnos con hacer el bien a los demás o con procurárselo por otro medio, sino que hemos de hacerlo de manera suave, proponiendo las cosas que haya que hacer, pero dejando a las personas en libertad» (p. 803; C. III, 174).
Saca, pues, dos lecciones relacionadas con el prójimo: «Hacer el bien a los demás». El amor de Dios hacia los hombres reclama como respuesta el amor de los hombres hacia sus semejantes. Pero esto no basta: es necesario cuidar de que en este servicio a los demás se dé el respeto a las personas, el respeto a su libertad.
De este modo, la Encarnación, obra del amor de Dios hacia la humanidad, convida a ésta a implantar un amor práctico hacia los hombres que la constituyen.
3.° La Santísima Virgen
La meditación de Luisa de Marillac se detiene evidentemente de una manera especial en Aquella a quien el Todopoderoso, por medio del Angel, propone ser la Madre de Dios hecho Hombre. Y Luisa va siguiendo, segundo a segundo, el desarrollo del acontecimiento más extraordinario de la Historia universal.
Considera la lucha que se entabla en el alma de María después de haber oído el mensaje de que es portador el Angel. Duelo entre dos fidelidades a Dios: la fidelidad a la virginidad prometida y la fidelidad al deseo divino que se le acaba de expresar. Y entonces, Luisa se dirige directamente a la heroína de esta lucha:
«Preciso es, Santísima Virgen, dar una respuesta. Y ¿cómo ibais a aceptar la proposición del Angel? No podíais faltar a la fidelidad prometida a Dios a quien habíais consagrado vuestra virginidad; y por otra parte, tampoco era razonable que, habiéndoos escogido Dios para cumplir la promesa hecha por su bondad al hombre de darle su Hijo, le fuerais infiel» (‘p. 802; C. III 173).
Entre las impresiones que suscita este texto, no podemos dejar de observar ésta: Luisa que es y se muestra tan «razonable» parece decir a la jovencita de Nazaret: ‘tienes que aceptar, porque el bien general (la realización de la Redención prometida por Dios) pasa por encima del bien particular’ (tu virginidad).
¿Qué va a pensar Luisa de Marillac cuando el drama interior de María llegue. .a su desenlace al pronunciar las palabras de aceptación: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra»? La alegría y el entusiasmo brotan de su corazón y de su mente:
«¡Oh palabras todopoderosas, va que se pronuncian por voluntad de Dios que las hace eficaces!»
Tranquilizada acerca de la autenticidad del mensaje divino que se le acaba de transmitir, la Virgen pronuncia las palabras que le inspira su 1–espeto a la Voluntad de Dios, y esas palabras son «todopoderosas» y «eficaces», porque la libre sumisión de María hace posible la Encarnación del Hijo de Dios.
Sin embargo, antes de ponerse de cara al instante mismo en que ‹¿El Verbo se hizo carne», Luisa se detiene a considerar la virtud que en ese momento ejercita la que se convierte en Madre de Dios, es decir, humildad:
«Esas palabras (he aquí la esclava…), oh digna Madre, nos dan a conocer la sólida humildad de vuestra alma, en la que quedó infusa junto con el conocimiento de Dios y el de vuestro ser sometido a su omnipotencia.»
Observemos de pasada la fuente que Luisa de Marillac atribuye a la humildad, esa virtud en cuya práctica se empeñó toda su vida y trató de enseñar: el conocimiento de la grandeza de Dios, por una parte y, por otra, el estado de dependencia de la creatura con relación a su Creador.
La contemplación de la humildad de María en el instante en que se operó en ella la unión de Dios con la Humanidad, inspira a Luisa una paráfrasis del Magnificat:
«Sacratísima Virgen vuestra humildad cede el paso a la verdad, porque, al abatiros con estas palabras ‘he aquí la esclava del Señor…’, os engrandece haciéndoos aparecer en verdad Corno la única ‘sierva del Altísimo que, no habiendo ‘necesitado nunca a nadie, os hace sin embargo, conocer a vos que le sois necesaria para su designio. ¡Oh admirable sierva del Señor, que pronuncias para cooperar al Misterio de la Encarnación la palabra ‘Fiat’ de la que Dios se sirvió en la creación!»
Pero después de esa, podríamos decir, preparación que se ha dado a sí misma maravillándose ante el ‘Fiat’ de la Virgen, Luisa considera y hasta saborea las consecuencias de aquella palabra:
«Considera, alma mía, el efecto de esta palabra ‘Fiat’. ¿Podéis sostener su peso, Virgen Santísima? Si las palabras del Angel os produjeron tanta sorpresa, ¿qué fue cuando el Verbo se hizo carne, al instante mismo, en vuestras castas entrañas? ¡Oh maravilla de maravillas! ¡ni el mundo, ni cien mil mundos podrían contener al autor de este misterio, y María lo lleva en su seno! ¿Es posible, Santísima Virgen, que vuestra alma no quedara extasiada en el acontecer de esta admirable operación? Ello habría sido imposible sin una comunicación especial de la Divinidad que os abismaba en el .verdadero amor, al haceros recibir tal dignidad por el Amor mismo».
Indudablemente se trata del bello lenguaje de la Fe. Pero, junto a la cristiana, ¿no descubrimos también al alma tan naturalmente maternal de Luisa de Marillac, que se estremece al contemplar a la Mujer en la que el Verbo tomó carne?
4.° «Estado de Jesucristo en el seno de su madre»
Por haber vivido personalmente de manera tan profunda los gozos y los dolores de la maternidad, Luisa de Marillac quedó conquistada por la devoción a Jesús viviente en el seno de María. En el siglo xvii, diferentes maestros espirituales escribieron bellos textos sobre los estados del Verbo Encarnado, autores a los que sin duda leyó la Fundadora de las Hijas de la Caridad. Es posible que no los hubiera saboreado tan intensamente y que no hubiera escrito ella misma esas dos páginas tan ricas y cálidas que encontramos en sus escritos (páginas 805-806; C. III, p. 175), si, en ella, la madre no hubiera inspirado a la cristiana.
Veamos, por ejemplo, cómo medita la madre:
«¡Qué diferencia, Jesús, amor mío, entre vuestro estado de encerramiento v el de los otros niños que disminuyen en sus madres las fuerzas y el ánima, infundiéndoles mil temores! Muy de otra manera sucede en Vos, Virgen Santísima, vuestro corazón y vuestro cuerpo se ven a la vez fortalecidos; pero sois la única en conocer las causas y experimentar su suavidad. A nosotros nos prueba que es la vida de Jesús en Vos, el que Vos sola podéis decir en verdad: Vivo yo, mas ya no yo, sino Jesús en mí.»
Las últimas líneas de este párrafo constituyen la lógica transición entre la reflexión del corazón maternal de Luisa y su meditación como cristiana. Esta última es la que se abre y florece en una riqueza extraordinaria de pensamiento. Nos lo muestra la continuación del párrafo:
«… Permitid a mi corazón que quisiera consumirse de amor por el Hijo y la Madre, permitidle, Niño Dios, que os pregunte qué hacéis en ese estado en el que sin dejar de ser Dios con el Padre y el Espíritu Santo, sólo Vos estáis personalmente unido a nuestra naturaleza. Estáis ahí operando el principio de todos los misterios de nuestra Redención. Estáis ahí reparando con la santidad de vuestra concepción la corrupción del pecado que los hombres contrajeron en sus orígenes. Mientras tanto, vuestro cuerpecito va creciendo y robusteciéndose para poder realizar cumplidamente los fines de vuestra Encarnación y llevar en este inundo una vida que sirva de modelo. Y como desde el primer instante de vuestra existencia tenéis pleno uso de razón, conocéis la dicha de estar tan estrechamente unido con la divinidad por lo que le tributáis los homenajes que le debéis.
Y como, además, nada ignoráis de cuanto puede agradar a Dios y conocéis bien sus designios sobre vuestra Encarnación, los aceptáis con entera voluntad y os ofrecéis y entregáis totalmente a Dios para padecer y obrar en todo como mejor le plazca. ¡Bendito seáis para siempre, Señor, por este conocimiento que vuestra bondad se digna comunicarme, y haced que mi voluntad esté siempre unida a la vuestra!»…
Sin hablar de su solidez doctrinal, este pasaje indica con toda claridad la razón profunda de la devoción de Luisa de Marillac a la Encarnación: en este misterio ve, como ella misma lo dice, «el principio de todos los misterios de nuestra Redención». Por la armonía especial que se da entre la unión de Dios con la naturaleza humana, por una parte, y, por otra, su vocación maternal iluminada por su ardiente fe en el amor de Dios, Luisa de Marillac ama profundamente este Misterio de la Encarnación. Ante la cuna de Belén, se arrodillan fundidos su espíritu de cristiana y su corazón de madre.
Pero la devoción de Luisa no es «temporera»: no la vive sólo en el tiempo de Navidad, sino a lo largo de todo el año, a lo largo de toda su vida.
Prueba de ello son algunas de sus prácticas de piedad. Por ejemplo, en su «Reglamento de vida en el mundo», que redactó poco después de quedarse viuda, anota:
«A las doce en punto, haré medio cuarto de hora de oración para honrar el instante de la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen» (Id. p. 888; Cast. III, 243).
Y un poco más adelante:
«El día en que caiga la fiesta de Navidad, en tal día de la semana, rezaré durante todo el año, el himno «Jesu nostri Redemptor…»
La devoción al Misterio de la Encarnación inspira a Luisa de Marillac una práctica bastante original, que ella denomina «el rosarito». La inició en 1648, después de haber solicitado el permiso del Sr. Vicente. Dicho rosarito constaba de nueve cuentas gruesas y tres pequeñas. En una carta de mayo de 1651 a su Padre espiritual, le explica:
«Tiene por objeto honrar la vida oculta de Nuestro Señor en su estado de encerramiento en el seno de la Santísima Virgen y felicitarla a Ella por la dicha que tuvo durante aquellos nueve meses; las tres cuentas pequeñas son para saludarla con sus hermosos títulos de Hija del Padre, Madre del Hijo, y Esposa del Espíritu Santo» (carta núm. 303 bis).
Luisa hubiera querido transmitir esta práctica a las Hijas de la Caridad como herencia después de su muerte; pero San Vicente no le dio autorización para hacerlo. La herencia que legó a sus hijas es algo mejor: el ejemplo de su amor por la vida oculta, la práctica de la humildad, su sentido de la pobreza. Virtudes todas ellas que sacó de su contemplación de «Jesús recién nacido» y de Jesús en su vida oculta.
Sería provechoso leer y meditar cuanto ha dejado escrito sobre estos temas: por ejemplo, las páginas 880-181; 896-897, 905-906 (de la edición francesa de sus escritos — Cast. III, p. 236-37, 234-35, 261-62). Sería también necesario recordar con qué alegría celebraba todos los años la fiesta de la Anunciación, sobre todo a partir del 25 de marzo de 1642 día en que cinco Hijas de la Caridad pronunciaron los Votos por primera vez. El aniversario del día en que el Verbo de Dios tomó carne humana se convierte para ella en «nuestra amada fiesta de la Anunciación» (carta del 24 de marzo de 1646, a San Vicente), «nuestra gran fiesta» (carta del 4 de abril de 1655). Es que la entrega total en pobreza, castidad y obediencia, hecha y renovada en la fiesta de la Anunciación, le parece la mejor respuesta humana que pueda darse a la generosidad divina manifestada en la Encarnación.
Esta descripción de la actitud espiritual permanente de Luisa de Marillac ante el misterio del Verbo Encarnado sería del todo incompleta, si no se subrayara la vinculación que ella percibe —muy acertadamente, por supuesto— entre la Encarnación y la Eucaristía. En sus consideraciones sobre «La Santísima Eucaristía» (p. 828-31 — Cast. III, p. 195), escribe así:
«Había tomado cuerpo humano en el vientre de la Santísima Virgen con una inocencia más perfecta que la del primer hombre, con lo que ya hubiera podido satisfacer a la Justicia Divina por la desobediencia de nuestros primeros padres, y darnos a conocer la verdad de Dios en estas palabras: ‘Mis delicias son estar con los hijos de los hombres!’ Sin embargo, su inmenso amor por nosotros no se contentó con esto, sino que queriendo unirse inseparablemente con cada hombre, lo consiguió después de la Encarnación con la admirable invención del Santísimo Sacramento del Altar, en el cual habita con la plenitud de la divinidad…»
Es, pues, fácil de comprender que, para la Fundadora de las Hijas de la Caridad, el sagrario y el altar eran más atrayentes que el pesebre, por significativa que fuera su representación. A través de la Misa, de la comunión, de la visita al Santísimo Sacramento, vivía mejor el ambiente de Nazaret, donde el Verbo tomó carne, y el de Belén, donde nació.
Autor: J. Gonthier.
Fuente: Ecos de la Compañía, 1983.
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