Los pobres y las residencias en el siglo XVII francés (segunda parte)
Asilo El Nombre de Jesús y Hospital General
En 1653, un burgués de París, que quiso quedar en el anonimato, entregó a Vicente de Paúl 100.000 libras para que las empleara como él juzgara conveniente en bien de los pobres[1]. Con ese dinero san Vicente decidió fundar un asilo para ancianos sin recursos, mendigos y antiguos obreros textiles. Fue inspiración divina, ya que los ancianos salían de casa sin saber si volverían o morirían en la calle. Los padres paúles tenían una casa para 20 ancianos y 20 ancianas, cerca de San Lázaro. En la entrada, había una enseña: Nombre de Jesús. Y así, se la conoció: Asilo del Nombre de Jesús. Había costado 11.000 libras. Hubo que hacer algunos ajustes para separar a los hombres de las mujeres, aunque varios locales fueran comunes. El capital restante lo asumió la Congregación de la Misión que pagaba una renta suficiente para sostener a los 40 ancianos.
San Vicente le pidió a Luisa de Marillac que la organizara y ella y se puso a escribir las ventajas y cómo resolver las dificultades en “sus comienzos, continuación y fin”. Para cumplir la voluntad de Dios “que manda al hombre comer su pan trabajando”, instaló telares. Era una manera de instruirlos y de aliviar los gastos. E ideó la estratagema de “encontrar personas de buena condición que quisieran pasar por pobres, aunque solo fuera por seis meses, que supieran el oficio de tejedor para enseñárselo a los otros y que no estuvieran casados ni tuvieran hijos. La dificultad estaría – añade- en que a estos quizá habría que darles un poco de vino o de cerveza”. Y esto era peligroso, pues indicaría desigualdades e infundiría sospechas de la trampeja que había hecho.
Encontró gente honrada del gremio de tejedores que se fingieron mendigos. En cuanto a lo económico, no se ilusionó; sabía que “para poner el trabajo en marcha y ayudar a que continuase no había que mirar los gastos… Era seguro que el primer año reportaría muy pocas ganancias” (E 76). Y anota el presupuesto: comida con vino, luz, fuego, ropa de las personas, sábanas, cubiertos, palanganas,… Valora el coste del material y el trabajo de cada peón, oficial y maestro, pues todo el que trabaja debe cobrar, aunque sólo sea en forma de vino (D 549, 551). Para abaratar los costes, indaga a través de las comunidades de Hijas de la Caridad, los lugares y las épocas en que puede adquirir los materiales a precios más económicos y, para no engañar a los obreros ni ser engañada, pregunta a Vicente de Paúl los salarios que se pagan en París, sospechando que, en las afueras, los jornales estarían más bajos (c. 427, 443). Al examinar el balance de entradas y salidas, se pregunta por qué los tejedores se arruinan. Encuentra las causas en “que los obreros cuestan mucho, los alquileres de los locales son caros y las familias tienen hijos”. Ninguna de estas causas concurre en el Nombre de Jesús. Más aún, aunque no hubiera ganancias valía la pena emprender la obra para dar empleo a muchas personas. Le propusieron hasta jóvenes sin trabajo “a los que la necesidad empujaban a ofender a Dios” (D 550). En 1653, se inauguró la Casa de los pobres obreros como la llamó ella, e invitó a Vicente de Paúl a inaugurarla, indicándole lo que debía decir, aunque confiesa femeninamente que “es una osadía habérselo indicado” (c. 428).
El éxito era patente y del agrado del anónimo bienhechor. Se firmó el contrato de fundación, ratificado por el arzobispo de París (Arch. Nat. S 6601). San Vicente les dio algunas catequesis y los paúles se encargaron del servicio religioso (X, 200s). Las peticiones de ingreso indican que los ancianos vivían contentos y se acogieron a parientes de paúles y de Hijas de la Caridad. Luisa llevaba personalmente la contabilidad de todos los telares y del trabajo de cada obrero con una minuciosidad que aún hoy nos sorprende[2]. Resultó un éxito. Tanto los acogidos como los directores estaban satisfechos. Las Damas de la Caridad miraban ilusionadas el resultado y concluyeron que Vicente de Paúl, era capaz de crear un Hospital General para todos los mendigos de Paris. ¡Unos 40.000! En una asamblea general, en verano de 1653, presentaron la propuesta, aportaron miles de libras y, entusiasmadas, la aprobaron. Vicente de Paúl alabó su celo, pero pensó que era una temeridad realizar una obra de tanta envergadura sin reflexionar detenidamente ante Dios. No estaba clara la voluntad divina, había que ralentizarlo. Algunas Damas le manifestaron claramente su descontento por este retraso, ya que se enteraron de que, en una reunión la Compañía del Santísimo Sacramento había encargado a un miembro que estudiara la posibilidad de crear ellos un Hospital General.
En agosto, las Damas, ante el resultado maravilloso que había tenido la Residencia de ancianos “El nombre de Jesús”, pidieron a Luisa que estudiara un proyecto sobre las posibilidades de un Hospital General. Luisa lo estudió bajo dos aspectos: ¿Lo deben hacer la Compañía del Santísimo Sacramento (hombres) o las Damas de la Caridad (mujeres)? Y cuál sería el papel de Vicente de Paúl y el de las Damas. La primera cuestión la resuelve de una manera ni feminista ni antifeminista. Acepta la situación inferior de la mujer, pero reclama sus derechos, aunque sólo en la vida privada a la que pertenece la caridad: “Si se mira la obra como política, parece que la deben emprender los hombres, si se la considera como obra de caridad, pueden emprenderla las mujeres… Que sean ellas solas, parece que ni se puede ni se debe, sino que sería de desear que se les agregara algunos hombres de piedad, tanto en los consejos, exponiendo sus criterios como una de ellas, como para actuar ante la Justicia en los procedimientos y acciones que convenga hacer ante los tribunales,… con tal que estos señores no desdeñen este papel [secundario], aunque, hablando humanamente, parece que esta forma de obrar no sea razonable, ya que no es lo común… Creo que los hombres colaboradores no deben ser considerados miembros de la Compañía. Parece que esto no le repugna al espíritu de la Compañía del Santísimo Sacramento, pues sus miembros quieren permanecer ocultos en sus obras caritativas, y ni siquiera declaran por lo general que pertenecen a la Compañía… Mientras que las obras que Dios hace o manda hacer a las Damas son todo lo contrario” (E 77), porque las Damas son todas “personas de condición que nada hacen sin consejo y están acostumbradas desde hace tiempo a empresas similares”.
A la segunda cuestión, responde de una manera ladinamente inocente. Dice que las señoras de las Caridades “nada hacen sin su consejo”, se entiende del director Vicente de Paúl, aunque algunas Damas sentían descontento por la lentitud de san Vicente. Por ello expone que “es de desear que las Damas renueven su sumisión al juicio o al parecer de aquél al que Dios ha elegido; y que mantengan siempre su primera sencillez de decir buenamente su parecer sin pasión como si hubiera obligación de tenerla que seguir”. Vicente no quería adelantarse a la Providencia, prefería comenzar poco a poco. Lo consideraba necesario para no fracasar y asegurar su futuro. Las señoras preferían rapidez. El dinero abundaba y Vicente tuvo que ceder y lograr de la reina Ana de Austria el complejo edificio de la Salpetrière, fuera de uso y en malas condiciones (ABELLY, L. I, c. XLV). Las Damas gastaron 16.000 libras en repararlo, 12.000 para pagar a los carpinteros que hicieron las camas, otras 12.000 para comprar tela y 10.000 para ropa blanca, colchas y cacharros. En total, habían gastado 50.000 libras y se comprometieron ante notario a depositar 100.000 libras más para el sostenimiento de los acogidos.
Este es el hecho, luego vienen las razones para justificar el hecho: los mendigos producen inseguridad en las calles, contagian muchas enfermedades y se obliga a trabajar a unas personas que simulan enfermedades en una Francia arruinada y atrasada con respecto a Europa. Había que mejorar la economía francesa, vitalizar la industria y aumentar las exportaciones con productos competitivos fabricados con la mano barata de los presos en los talleres montados en los Hospitales Generales.
[1] ABELLY, o. c. L. I, cp. XLV, p.212.
[2] SL.c.496; D 527, 562, 563, 579, 581-583; SV. VIII, c.3031, 3244, 3404.
P. Benito Martínez, CM
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