Asilo del Nombre de Jesús

Benito Martínez., C.M.
27 agosto, 2022

Asilo del Nombre de Jesús

por | Ago 27, 2022 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 Comentarios

El 26 de agosto se celebra la fiesta de santa Teresa de Jesús Jornet, declarada patrona de la ancianidad, y me ha llamado la atención porque por los mismos motivos podrían haber sido declarado san Vicente de Paúl o santa Luisa de Marillac. En el siglo XVII se encerraba a los pobres en los llamados Hospitales Generales, como hoy se los encierra entre las paredes del papeleo. Las ciudades son el colector final de los pobres porque la ciudad tiene más recursos públicos y privados para solucionar sus necesidades. En los núcleos urbanos siempre se puede mendigar. El hospital de los Recluidos, más conocido por Hospital General, era una especie de cárcel, reformatorio, taller y convento. Se encerraba a toda clase de maleantes, vagabundos, mujeres de mala vida, ni­ños callejeros y a los mendigos. Cada ciudad intentaba crear un Hospital General. Se ocultaba la basura pa­ra que no estuviera a la vista, pero no se atajaban las causas que la producían.

La idea de encerrar a los mendigos, como insociables, junto con prostitutas, locos, etc., ya había aparecido en el siglo XVI en casi todas las naciones europeas, y ante el aumento de la mendicidad hacia la mitad del siglo XVII se pensó imponerla en Paris. La primera ciudad fran­cesa que encerró a estos pobres fue Lyon en 1614. Fracasó. También lo in­tentó el tío de Luisa, Miguel de Marillac. Siendo Guardasellos [Ministro de Justicia] pu­blicó en 1629 el famoso Código Civil de Francia -llamado código Michaud- y algunos artículos dictaban encerrar a los mendigos. Nadie le hizo caso.

Este es el hecho, luego vienen las razones para justificar el hecho: produ­cen inseguridad en las calles, se impide el contagio de sus enfermedades y se obliga a trabajar a unas personas que simulan enfermedades en una Francia arruinada y atra­sada con respecto a Europa. Había que mejorar la economía francesa, vitalizar la industria y aumentar las exportaciones con productos competitivos fabricados con la mano barata de los presos en los talleres montados en los Hospitales Generales.

Al examinar las causas del pauperismo, no encontraban culpa en el sistema so­cial de los privilegios a los nobles ni en la distribución injusta de los impuestos ni en las guerras que abarrotaban las ciudades de pobres huidos de los pueblos. Para los gobernantes, los únicos causantes de su miseria eran los mis­mos pobres y había que encerrar­los. Para no presentar una mentalidad únicamente materialista, la revistieron con ideas cris­tianas: la inmensa mayoría vivía como paganos sin religión ni moral y sin frecuentar los sacramentos, ignorando artículos de la religión necesarios para salvarse. Al encerrarlos, se les enseñaba a trabajar y se podría evangelizarlos.

El ingreso en teoría era voluntario. Pero a quien no ingresaba las instituciones les privaban de cualquier ayuda social. Al poco tiempo se encerraba a la fuerza. Pero los Hospitales Generales, mezcla de prisión, fábrica, reformatorio y convento no lograron sus objetivos, quedando reducidos a Asilos de ancianos. Primero, porque los mismos pobres lo rechazaban y muchos huían de la ciudad o se escondían hasta que pasara la euforia (SV. VI, 286). Segundo, porque, si caían en manos de los guardias, la gente humilde los liberaba, considerándolos de su mundo, y para los artesanos eran competidores desleales. Tercero, porque los acogidos resultaban gravosos. Y cuarto, porque “había quienes añoraban la idealización medieval de la pobreza franciscana de que el pobre es una bendición de Dios, el miembro doliente de Jesucristo”[1]. Pero sobre todo fracasó porque la mendicidad no era cuestión de policías ni de encerrar a los pobres, sino consecuencia del sistema social de los impuestos a los órdenes fijos: clero, nobleza, burguesía y pueblo llano, y  nadie estaba dispuesto a modificarlo.

En 1653, un burgués de París, que quiso quedar en el anonimato, entregó a Vicente de Paúl 100.000 libras para que las em­pleara como él juzgara conveniente en bien de los pobres[2]. Se decidió a fundar un asilo para ancianos sin recursos, mendigos y antiguos obre­ros textiles. Fue una inspiración divina, ya que los ancianos salían de casa sin saber si volverían o morirían en la calle. Los padres paúles tenían una casa amplia para 20 ancianos y 20 ancianas, cerca de San Lázaro. En la entrada, había una enseña: Nombre de Jesús. Y así, se la conoció: Asilo del Nombre de Jesús. Había cos­tado 11.000 libras. Hubo que hacer algunas acomodaciones para separar a los hombres de las mujeres, aunque varios locales fueran comunes. El capi­tal restante lo asumió la Congregación de la Misión que pagaba una renta sufi­ciente para sostener a los 40 ancianos.

Vicente de Paúl le entregó la residencia a Luisa de Marillac y ella la organizó. Cogió papel y se puso a escribir: ventajas y cómo resolver las dificultades en “sus comienzos, continuación y fin”. Para cumplir la voluntad de Dios “que manda al hombre comer su pan trabajando”, instaló telares. Era una manera de instruirlos y de aliviar los gastos. Luisa pensó que irían al fracaso si el comienzo no era firme.  E ideó la estratagema de “encontrar personas de buena condición que quisieran pasar por pobres, aunque solo fuera por seis meses, y que su­pieran el oficio para enseñárselo a los otros. Que no estén casados ni tengan hijos, a no ser que algunos se sacrificaran dejando a su familia por un tiempo. La dificultad estaría – añade- en que a estas personas quizá habría que darles un poco de vino o de cerveza”. Y esto era peligroso, pues indicaría desigualdades e infundiría sospechas de la trampeja que había hecho.

Encontró gente honrada del gremio de tejedores que se fingieron mendigos. En cuanto a lo económico, no se ilusionó; sabía que “para poner el trabajo en marcha y ayudar a que continuase no había que mirar los gastos… Era seguro que el primer año reportaría muy pocas ganancias” (E 76). Y anota el presupuesto: comida con vi­no, luz y fuego, ropa de las personas, sábanas, cubiertos, palanganas, etc. Valora el coste del material y el trabajo de cada peón, oficial y maestro, pues todo el que trabaja debe cobrar, aunque sólo sea en forma de vino (D 549, 551). Para abaratar los costes, indaga a través de las comunidades de Hijas de la Caridad, los lugares y las épocas en que puede adquirir los materiales a precios más económicos y, para no engañar a los obreros ni ser engañada, pregunta a Vicente de Paúl los salarios que se pagan en París, sospechando que, en las afueras, los jornales estarán más bajos (c. 427, 443). Al examinar el ba­lance de entradas y salidas, se pregunta por qué los tejedores se arruinan. Encuentra las causas en “que los obreros cuestan mucho, los al­quileres de los locales son caros y las familias tienen hijos”. Ninguna de estas cau­sas concurre en el Nombre de Jesús. Más aún, aunque no hubiera ganancias valía la pena emprender la obra para dar empleo a muchas personas. Le propusieron hasta jóvenes sin trabajo “a los que la necesidad empujaban a ofender a Dios” (D 550). En 1653, se inauguró la Casa de los pobres obreros como la llamó ella, e invitó a Vicente de Paúl a inaugurarla, indicándole lo que debía decir, aunque confiesa femeninamente que “es una osadía ha­bérselo indicado” (c.428).

El éxito era patente y del agrado del anó­nimo bienhechor. Se firmó el contrato de fundación, ratificado por el arzobispo de París (Arch. Nat. S 6601). San Vicente les dio algunas catequesis y los padres paúles se encargaron del servicio religioso (X, n. 85). Las peticiones de ingreso indican que los ancianos vivían contentos. Se acogieron a parientes de paúles y de Hijas de la Caridad. Luisa controlaba y lle­vaba personalmente la contabilidad de todos los telares y del trabajo de cada obrero con una minuciosidad y claridad que aún hoy nos sorprende[3].

Benito Martínez., C.M.

Notas:

[1] Vida de santa Luisa de Marillac en Benito MARTÍNEZ, C. M., Empeñada en un paraíso para los pobres, CEME Salamanca, 1995, p. 250ss.

[2] ABELLY, L. I, cp. XLV, p.212.

[3] SL.c.496; D 527, 562, 563, 579, 581-583; SV. VIII, c.3031, 3244, 3404.

Teresa de Jesús Jornet

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