El coronavirus no es un castigo de Dios

Benito Martínez, CM
29 mayo, 2021

El coronavirus no es un castigo de Dios

por | May 29, 2021 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 Comentarios

En siglos pasados muchos creyentes consideraban las epidemias y las plagas como un castigo divino por nuestros pecados. Hoy no. Jesús dijo que Dios es un Padre y se dirige a él como a su Padre. Sin embargo, hay un momento tremendo en su vida que nos interroga sobre la bondad de este Padre. Es al final de su vida, cuando en el Huerto de los Olivos acude al Padre para que lo libre de la Pasión y aparentemente su Padre no le escucha. También hoy muchos hombres piden a Dios nuestro Padre que destruya el maldito virus y, humanamente hablando, el coronavirus sigue extendiéndose. ¿Qué Padre es Dios? O no es Dios todopoderoso o no es Padre que ame a los que sufren.

Ante todo hay que aclarar que Dios no ha enviado el virus a la tierra. El virus ha brotado y se extiende por las leyes naturales. Dios ha creado el mundo, pero si es creado es imperfecto y tiene bienes y males, y ha creado al hombre con libertad de hacer el bien y el mal. El llamado pecado original lleva a cada hombre a buscar el bien ante todo para él. Contra ese pecado, Jesús vino a la tierra y dio directrices para que los hombres hagan un Reino de paz por medio de la justicia y el amor.

Dios Padre no puede evitar que el coronavirus surja e invada la tierra, porque ha dado leyes inmutables a la naturaleza para que haya progreso en el mundo. Y no puede cambiar las leyes de la creación para que la pandemia no brote ni se extienda. Si el mundo sigue su curso y las leyes físicas son inamovibles, pueden venir epidemias y extenderse según esas leyes. Dios Padre “no puede evitarlo”, pues, en cuanto creador, sostiene las leyes que rigen la creación y sostenerlas y anularlas es una contradicción. Ya “no podrá paralizar la dinámica que ha introducido en la creación ni interferir en los procesos que en ella ha desencadenado, so pena de abdicar de su condición de creador” (Armendariz).

Entonces, ¿vale la pena haber creado este mundo? A pesar del enorme número de personas que han contraído la enfermedad y las ciento de miles que han muerto, la respuesta es que, si Dios lo ha creado, sí vale la pena, y puesto que Dios no necesita nada, se sigue que lo ha creado por amor a los hombres, porque la existencia tiene valores incuestionables en sí misma y la vida del hombre encierra ya en esta tierra la semilla de la felicidad eterna. Esa felicidad imperecedera bien vale la existencia del hombre en este mundo, aunque existan enfermedades.

Pero Dios sí puede erradicar una epidemia o quitar un sufrimiento concreto a una persona determinada, a no ser que neguemos los milagros de Jesús y suprimamos las  oraciones de petición. ¿Por qué Dios no escucha cuando le pedimos que quite la epidemia o cure a un contagiado? Dios es todopoderoso, de lo contrario no sería Dios, y es también Padre lleno de amor, y escandaliza que en este caso concreto no venga en ayuda de unos hijos que invocan al Padre que tiene poder para librarlos de una epidemia. Pero Dios siempre escucha y responde. Unas veces es el consuelo, otras el Espíritu de Dios da fuerzas para superar el mal e ilumina para encontrar caminos de solución, sin convertirse en un mecanismo que forzosamente responde al botón que presione cada hombre según las circunstancias. No se puede hacer del hombre un dios y a Dios un instrumento eficaz del hombre dios.

La Sagrada Escritura cuenta las catástrofes del pueblo elegido. También Jesús habla de gente inocente aplastada por el derrumbamiento de la Torre de Siloé y de unos galileos mandados matar por Pilatos y su sangre mezclada con las víctimas del sacrificio. Más tarde anunciará el cerco de Jerusalén y la destrucción del Templo. Pero también tiene intervenciones divinas, signos o milagros en favor de toda clase de personas. En un momento en que presenta a los discípulos el programa de vida cristiana, afirma: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra?” (Mt 7, 7s). Y la víspera de morir, dice a los apóstoles: “lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis” (Jn 16, 24). Pero pone una condición, exige la fe. Sin fe nada, con fe todo: al centurión: “Anda que te suceda como has creído”, en la tempestad calmada: “Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe”, “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico”; a la hemorroisa: “Animo, hija, tu fe te ha salvado”, a los dos ciegos: “¿Creéis que puedo hacer esto?”, en Nazaret: “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe”. A Pedro hundiéndose en el lago: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. A la cananea: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Mientras sucedía la Transfiguración, los discípulos no pudieron curar al epiléptico y Jesús indica la causa: “Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí a allá’, y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 8, 13, 26; 9, 2, 22, 28; 13, 58: 14, 31; 15, 28; 16, 21.). Dios Padre ha entregado a los hombres la tierra, como una herencia, para que la cultiven, la conserven y la engrandezcan. El hombre está capacitado para enderezar o controlar las leyes naturales en bien de la humanidad, pero si tiene fe. Al hombre con fe no sólo se le permite luchar contra el coronavirus, sino que tiene obligación de buscar remedios.

Jesús vino al mundo a traer a los hombres la salvación definitiva en la eternidad y la temporal en la tierra. El cristianismo no es una religión únicamente para alcanzar la felicidad en la gloria, también lo es para vivir dichosos en la tierra. Jesús indicó el modo de lograrlo por medio del Espíritu Santo que actúa a través de los hombres. Los brazos del Espíritu son los brazos de los hombres en los que reside. Infinidad de veces el hombre no puede destruir una situación dolorosa y tiene que acudir al poder de Dios. El Espíritu Santo viene en ayuda del hombre que tiene fe. Es el hombre de fe el que puede salvarnos de esta pandemia. Si tiene fe, posee capacidad de hacer el milagro en cada ocasión. “Tanto pudo la fe de las hermanas de Lázaro que sacó al muerto de las fauces del sepulcro” (S. Cirilo de Jerusalén).

La fe no podrá cambiar el curso de las leyes por las que se rige el coronavirus, pues el hombre se convertiría en el superdios del universo. No se trata de pedir lo imposible, se trata del poder de la fe en un caso particular, como esta epidemia que sufrimos para que el Espíritu Santo ilumine las mentes de los científicos y encuentren la vacuna o los remedios contra el virus.

Lo difícil es tener esa fe capaz de mover las montañas. Una fe que no sólo con­vence de la posibilidad, sino que siente la certeza de suprimir el virus en esta ocasión. Este aspecto de la fe fue examinado por san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV: “Aunque la fe por el nombre es una sola, en realidad es de dos clases. Un género de fe es aquel que pertenece a los dogmas, que es la iluminación y aceptación del alma acerca de una verdad… Otro género de fe es aquella que Cristo concede en lugar de algunas gracias… Esta fe que se da en lugar de algunas gracias, no sólo es una fe dogmática sino también una fe capaz de hacer cosas que exceden las fuerzas humanas. Pues el que tuviese una fe semejante podría decir a este monte: ‘vete de aquí al otro lado, y se iría’. Y el que guiado por esta fe dijese eso mismo, confiado en que se hará y sin dudar, en­tonces recibe, como una gracia, esta clase de fe… Adquiere, pues, aquella fe que depende de ti y te lleva hasta el Señor para que él te dé esta otra fe que tiene poder sobre todas las fuerzas humanas” (Catequesis quinta, n. 10-11).

P. Benito Martínez, CM

Etiquetas: coronavirus

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