La Llamada: ¿dónde y para qué? (Mc 1,14-20)
La llamada de Dios es un tema que recorre todas las Escrituras. Profetas como Jonás que escuchan y actúan, san Pablo que quiere que la gente de Corinto atienda esa llamada, los discípulos que luchan por responder a ella, incluso el mismo Jesús. Para desentrañar su significado más completo, podemos plantear las preguntas: ¿dónde y para qué? ¿Dónde se produce la llamada de Dios y a qué nos convoca?
Uno de los lugares favoritos para escuchar la llamada es un lugar solitario, por ejemplo el desierto, tanto para Juan el Bautista como para Jesús. Se adentran en el desierto, un lugar desnudo y sin distracciones, con su propia belleza natural, y allí, en el vacío, escuchan el susurro del Espíritu.
En nuestra época, podríamos pensar en un paseo solitario por una playa desierta en un día claro de primavera. El sol brilla en el agua, el aire del mar desprende una frescura salada, y las olas rompen en la orilla con un ritmo relajante. El paseante sintoniza espontáneamente con algo más profundo en su interior.
Otro lugar podría ser un retiro, unos días reservados sólo para estar en silencio, reflexionar y escuchar. O puede ser una parada en una iglesia tranquila un domingo por la tarde, simplemente sentado ante el tabernáculo.
Sin embargo, para la mayoría de nosotros ese tipo de interludios son escasos. Aquí podríamos aprender una lección de aquellos cuatro pescadores, Simón, Andrés, Santiago y Juan, que sudaban en su trabajo bajo el sol del mediodía de Galilea. Precisamente allí, en medio de ese ruidoso día, se levantan al oír una voz que no sólo les habla, sino que lo hace en la jerga de su oficio: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres»… y de mujeres (Mc 1,17).
En esos lugares ordinarios de trabajo es donde llega el mensaje: una llamada a hacer algo, una convocatoria a salir a ese otro camino que recorre Jesús. Hace poco vi a una mujer que pasaba junto a un indigente sentado en la calle, y luego se volvía vacilante para ofrecerle dinero para comer. Ella escuchó.
Escuchamos esta llamada tanto en la tranquilidad como en el bullicio de lo cotidiano. En la medida en que nos dejemos sintonizar con la voz del Espíritu en nuestro interior (¡e incluso cuando no lo hagamos!), podremos descifrar esa llamada enviada por Dios.
La segunda pregunt, —a qué nos llama Dios— encuentra una respuesta muy precisa en el comportamiento de esos cuatro pescadores. Al oír la llamada, dejan su modo de vida acostumbrado para seguir a Jesús. Se ponen bajo el resplandor de su luz y se adentran en el camino que él recorría.
Estas dos expresiones, luz y salida, recuerdan sentimientos similares a los que la joven poeta negra, Amanda Gorman, ofreció durante la reciente toma de posesión presidencial. Podría ser que quizás ella haya escuchado algo de la llamada del Señor cuando proclamó:
«Al llegar el día salimos de la sombra encendidos y sin miedo.
El nuevo amanecer florece cuando lo hacemos libre.
Porque siempre hay luz,
si somos lo suficientemente valientes para verla,
si somos lo suficientemente valientes como para serla».
Siglos antes, nuestro Vicente de Paúl, durante una jornada de oración con sus sacerdotes y hermanos, subrayó la valentía que se requiere para escuchar y luego seguir la llamada divina: «Ánimo, vayamos donde Dios nos llama; Él mirará por nosotros y nada tendremos que temer» (SVP ES XI-3, 191, Repetición de oración, 22 de agosto de 1655)
Ese podio de inauguración y las palabras pronunciadas en él bien podrían haber sido un lugar más en el que pudiéramos escuchar la llamada de Dios. ¿Podrían ser algunas de las diferentes llamadas que han sonado especialmente en esta última semana, en palabras como las de esa poeta, otras respuestas a nuestras preguntas: desde dónde nos llama Dios, y a qué nos llama?
«Caminando por la orilla, Jesús les dijo: ‘Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres y mujeres’. Entonces abandonaron las redes, dejaron a su padre Zebedeo en la barca junto con los jornaleros, y le siguieron» (Mc 1,20).
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