La Natividad del Señor: una invitación a la esperanza en tiempos oscuros
“Le ruego a Nuestro Señor que este nuevo año sea para todos un año de gracia,
que haga rebosar su corazón y el de toda esa familia en frutos de bendición,
y que conserve esos frutos hasta la eternidad” (SVP ES VI, 147).
Año tras año, el tiempo de Adviento nos invita a reavivar nuestra fe en la expectativa de la venida del Mesías, por lo que es fundamental preparar la vida, la familia, el corazón para que se conviertan en un amoroso pesebre donde acoger al niño Dios. En medio del oscuro escenario de inseguridad e incertidumbre, de miedo y angustia impuesto por la pandemia mordaz del nuevo coronavirus (COVID-19), vivido como una larga noche que no tiene fin, que insiste en no dar paso al amanecer tan anhelado por la vida, estamos invitados a reavivar nuestra fe en el Verbo Encarnado, en el Dios que camina con nosotros, en el inmenso amor que el Señor tiene por la humanidad, pues, a pesar de nuestra pobreza y miseria, sabemos que somos amados, visitados y acompañados por Él.
Celebrar la Natividad del Señor es, ante todo, celebrar el misterio de la encarnación de Dios en nuestras vidas y en nuestra historia; es un misterio que nos invita a renovar la esperanza, virtud identitaria de todo cristiano, contra todo lo que podría desfigurar el mundo.
No lo parece, pero en 2020 celebramos la Navidad de nuestro Señor: pongan su casa en orden, preparen las fiestas, inviten al amor y a la justicia a sentarse con nosotros en la cena, porque el Señor está llegando, viene, y aunque a los ojos del mundo no se le note, es Dios: ¡¡¡es el Dios con nosotros!!!!
«En Navidad, Dios se entrega totalmente a nosotros, ofreciéndonos a su Hijo, el único, que es todo su gozo», nos recuerda el Santo Padre, para hacernos rememorar, como dice el Apóstol: «Aunque era de naturaleza divina, no se aferró al hecho de ser igual a Dios, sino que renunció a lo que le era propio y tomó naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Fil 6-8). En otras palabras, Dios es humilde, se ha vuelto pequeño y frágil para nosotros. Lo que a los ojos humanos parece paradójico, porque en la fragilidad del pequeño de Belén nos revela la grandeza del amor divino, a los ojos de la fe es un misterio que hay que contemplar y acoger, porque Dios viene a salvarnos y no encuentra un modo mejor y más eficaz de hacerlo que caminar con nosotros, vivir como nosotros, es decir, el Eterno invade el tiempo efímero de nuestra fugaz existencia y Dios asume nuestra condición para redimirla, como rezamos en el Prefacio de Navidad del Señor III: «En el momento en que tu Hijo asume nuestra debilidad, la naturaleza humana recibe una dignidad incomparable: al convertirnos en uno de nosotros, nos hacemos eternos».
Por tanto, si quieres encontrar a Dios, búscalo en la humildad, búscalo en la pobreza, búscalo donde está escondido: en los más necesitados, en los enfermos, en los hambrientos, en los encarcelados.
Que sea también nuestro el deseo de san Vicente, cuando escribió al padre Juan Martin el 22/12/1656: «Espero que nos encontraremos juntos a los pies de su cuna para pedirle que nos lleve tras él en su humillación». He aquí uno de los pilares más robustos de la espiritualidad vicenciana: «La humildad es el fundamento de toda perfección evangélica y el nudo de toda vida espiritual».
Tengamos, pues, las sinceras disposiciones interiores para que el Señor nos encuentre con las lámparas encendidas, en estado de vigilancia, para acoger entre nosotros al «niño eterno, al Dios que faltaba», al que nos amó primero y que estará siempre con nosotros.
Sintámonos invitados y atraídos a postrarnos ante el pesebre y, en el amor efectivo por los pobres, deseémosles a todos: ¡Feliz y santa Navidad!
P. Emanoel Bedê, C.M.
Fuente: http://ssvpbrasil.org.br/
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