Los derechos de las mujeres, san Vicente y santa Luisa
En la fundación de las Hijas de la Caridad estuvieron presentes las niñas pobres de los pueblos. Santa Luisa había descubierto en las visitas que hizo a las Caridades, el estado lamentable en que vivían las niñas. Había que establecer escuelas para niñas pobres y asegurar la continuidad de las escuelas, preparando jóvenes capaces de ser maestras. Los padres, cuanto más pobres, menos ilusión mostraban por enviar a sus hijos a la escuela, ya que, además de necesitarlos para el trabajo y tener que pagar las clases, sabían que sus hijos nunca saldrían de pobres. Preferían que aprendieran un oficio. En peor situación, estaban las niñas. Las familias consideraban un lujo innecesario las escuelas femeninas. Lo más útil para ellas y para las madres, que trabajaban en el campo, era emplearlas desde muy niñas en las faenas domésticas.
Para comprender la labor de la enseñanza a las niñas pobres que dieron origen a las Hijas de la Caridad, hay que examinar la situación en que vivían las mujeres francesas. El abad Michel de Pure pone en boca de una de las heroínas de su novela La Précieuse: “Yo fui una víctima inocente, sacrificada a motivos desconocidos y a oscuros intereses de familia, pero sacrificada como una esclava, atada, aplastada, sin tener la libertad de exhalar suspiros, de manifestar mis deseos, de poder elegir. Se aprovechaban de mi juventud y de mi sumisión, y me enterraron, o mejor, me sepultaron viva en el lecho del hijo de Evandro”[1]. Lo dice una protagonista de novela, pero en la realidad lo podrían haber dicho María de La Noue, mariscala de Temines, casada a los 13 años con el señor de Chambret, de 55 años, hombre brutal, enfermo y cubierto de úlceras, y tantas mujeres como pone Tallement des Réaux.
La mujer raramente podía elegir su destino ni actuar civilmente como una persona libre. Estaba excluida de la ciudadanía política o derecho a ejercer el poder político, de la ciudadanía civil o derecho de propiedad y de la ciudadanía social o derecho de participación igualitaria en la vida pública y social. No se las permitía instruirse, ya que podrían avergonzar a su marido, si estaban más instruidas. Desde el momento en que nacía dependía de un hombre, padre, marido o hermano y formaba parte del patrimonio de uno de los tres. Considerada como un menor, podía ser golpeada por el marido de la misma manera que lo había sido por el padre. Y como un hombre le daba techo, a la mujer trabajadora se la pagaba menos que al hombre; y como estaba subordinada al marido, la mujer adúltera podía ser encerrada en un convento o condenada a muerte, mientras que el adúltero solamente era condenado al destierro temporal o a pagar una multa. Indigna el caso de Jacques Chevallier, casado, que tiene por amante a su sirvienta Gillette de la Vigne, soltera, y a la que ha dado cinco o seis hijos. Acusado de adulterio él es condenado a un año de destierro y a una multa de 400 libras y ella, condenada a muerte y ejecutada. Y como la matriz no transmite nobleza, la aristócrata que se casaba con un plebeyo perdía su nobleza, pero la conservaba el noble que se casaba con una plebeya. De aquí que la muerte del marido ocasionaba tremendas consecuencias sociales, económicas y sicológicas, a no ser que la viuda tuviera título o dinero.
En 1586 Jean Bodin, en su obra en latín Sex libri Reipublicae, declaraba sin más: “Ahora bien, en lo que respeta al orden y al grado de las mujeres, no me inmiscuyo en eso; sólo veo cómo se las mantiene al margen de todas las magistraturas, sitios de mando, juicios, asambleas públicas y consejos, de tal modo que sólo presten atención a sus ocupaciones femeninas y domésticas”. Este era el destino o servidumbre de la mujer: dar hijos al marido y atender las labores de la casa que le enseñó la madre. Para eso no necesita escuelas ni cultura. Lo más, aprender a leer y algo de cuentas, pero rara vez -por ser peligroso para la moralidad- aprender a escribir. Los mismos intelectuales de entonces, con escasas excepciones y únicamente para que los hombres tuvieran con quien conversar a gusto, conceden a la mujer cierta igualdad en la educación e instrucción, pero sin olvidar que la mujer tiene menos entendimiento y razón que el hombre.
Era la consecuencia que sacaban de la antropología social de entonces. El hombre y la mujer son diferentes sexualmente y esa diferencia implica inferioridad para el sexo débil en una sociedad jerarquizada por pactos implícitos entre hombres, y controlada por la fuerza física necesaria para la agricultura o la guerra. La misma igualdad proclamada en los Derechos del Hombre y del Ciudadano por la Asamblea Nacional Constituyente de la Revolución Francesa, se refiere a la igualdad entre hombres nobles y plebeyos, pero no para las mujeres.
Era la mentalidad corriente
Pocas voces se levantaron contra esta situación. Era admitida por el rico, el pobre y el aristócrata en toda la sociedad occidental desde que Aristóteles declarara que la mujer es un varón fallido, y santo Tomás de Aquino escribiera que la mujer nace por un fallo de la naturaleza[2]. La Iglesia reconocía que las mujeres también tenían alma inmortal y que Cristo había muerto por ellas, pero aún era más dura. La jerarquía eclesial compuesta de varones tenía presente lo que afirmaba san Pablo: “El jefe de la mujer es el hombre… No procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre” (1 Co 11, 3.8s).
La Jerarquía y los teólogos, frailes en su mayoría, encontraban en estas ideas una disculpa a la escandalosa inmoralidad de bastantes sacerdotes y religiosos, pobres ingenuos -decían- seducidos por las artes eróticas de la mujer, objeto de tentación y puerta del diablo, según Tertuliano. Desconfiaban hasta de las religiosas a las que había que encerrar dentro de altos muros. La mujer quedaba confinada en lo que hoy serían las tres “C”: cocina, cama o convento. La mujer decente debe estar casada o en un convento. La soltera quedaba marginada por el doble motivo de ser mujer y estar soltera, identificada con una mujer disoluta y una tentadora insidiosa. Uno de los argumentos que expone santa Luisa al Ayuntamiento de Paris para pedir la instalación de una fuente en el patio de la Casa de las Hijas de la Caridad fue escuchar las insinuaciones sucias y groseras que los aguadores hacían a las Hermanas (Documents n. 721). Sin querer decir que la mujer soltera fuera equiparada a la prostituta.
Las prostituidas se convirtieron en uno de los grupos ‘criminales’ de la población, junto con vagabundos y brujas, que las autoridades seculares y religiosas querían eliminar”[3]. Los bajos fondos nos señalan que es la pobreza la que suministra el mayor número de mujeres a los prostíbulos: oficios mal pagados, paro de las empleadas en la seda o en las tiendas, chicas recién venidas del campo a la ciudad que caen en las redes de los prostíbulos o en los abusos de sus patronos[4].
Los fundadores se preocuparon de estas mujeres, especialmente de las “arrepentidas”. San Vicente lo venía haciendo desde que entró en casa de los Gondi. Empujado por la Marquesa de Maignelay y el arzobispo de Paris, trabajó duramente para salvar y robustecer el convento de las Magdalenas o Arrepentidas. Además de intervenir en la redacción de sus Constituciones, en algunos momentos su mediación fue absolutamente decisiva para que no desapareciera el monasterio y continuaran dirigiéndolo las Hijas de la Visitación. Santa Luisa, por su parte, más que tratar con ellas, se preocupó de salvar a las jóvenes que llegaban a Paris para que no cayeran en la prostitución. No se olvide que a la joven que por un tiempo fue su nuera se la encerró en las magdalenas[5].
Mentalidad de san Vicente y santa Luisa
En tiempo de san Vicente ya aparecen voces contra esta injusticia, en los salones de Me. Rambouillet y Scudéry y entre las llamadas preciosas (de precio, valor). Contagiadas por las escasas feministas del siglo XVI como Cristina de Pisan, Margarita de Navarra o Luisa Labé, reclamando sus derechos aparece María Guyart [María de la Encarnación] y la querelle des femmes o debate de mujeres.
En algunos aspectos, también san Vicente y santa Luisa pueden ser considerados defensores de los derechos de la mujer. Digo en algunos aspectos, pues los dos aceptan la situación social y no se enfrentan a ella, especialmente santa Luisa. Para comprenderla hay que tener en cuenta que la señorita Le Gras era una viuda de la burguesía que debía defender los derechos de un hijo varón menor de edad y esto le daba cierta autonomía y le atribuía ciertos derechos. Por otra parte, también a ella la marginaron las leyes civiles por el mero hecho de ser mujer y tener un nacimiento oscuro y no se atrevió a rebelarse. Sola, sin padre o marido que la defendiera en la vida, tuvo que ser declarada mayor de edad al cumplir 19 años para poder defender sus pocos bienes. Cansada de luchar, se dio cuenta de lo indefensa que estaba una mujer y se apoyó en un hombre, su director Vicente de Paúl. Este fue uno de los motivos por el que exigía que el Superior General de la Compañía fuera Vicente de Paúl y pedía que las comunidades consideraran a los superiores de los paúles como sus superiores, si residían en el mismo lugar, y por el que aceptaba que las Caridades tuvieran a un hombre como procurador.
Este sentimiento de inferioridad femenina puede comprobarse comparando algunas frases de santa Luisa con otras parecidas de la feminista María Labé que medio siglo antes escribía: “Habiendo llegado el tiempo de que las severas leyes de los hombres no impiden ya a las mujeres dedicarse a las ciencias y al saber, me parece que aquellas que tienen facilidades deben emplear esta honesta libertad, que nuestro sexo en otro tiempo tanto ha deseado, a dedicarse a ello y mostrar a los hombres el perjuicio que nos hacían al privarnos del bien y del honor que de ello nos podía venir”. Luisa, por su parte, escribe algo parecido: «Es evidentísimo que en este siglo la divina Providencia se ha querido servir del sexo femenino para que aparezca que era ella sola la que quería socorrer a los pueblos afligidos y dar poderosas ayudas para la salvación» (E 71). Con este párrafo aceptaba la inferioridad femenina, ya que la divina Providencia la ha elegido por ser inferior al hombre y manifestar así que es ella sola quien socorre al pobre. Y en el borrador de un proyecto de Hospital General que le encargaron las Damas de la Caridad (AIC) escribe: «Si se mira la obra como política, parece que la deben emprender los hombres si se mira como obra de caridad, la pueden emprender las mujeres. Que sean ellas solas, parece que ni se puede ni se debe; por ello, sería de desear que algunos hombres de piedad se les uniesen, tanto para los consejos, diciendo su parecer como una de ellas, cuanto para actuar en los procesos y actuaciones de la justicia… Hay que desear… que los hombres ayudantes no desdeñen este papel, aunque, hablando humanamente, parece que esta manera de actuar no es razonable, al no ser lo ordinario» (D 558).
A san Vicente de Paúl no se le puede atribuir ideas modernas de lucha feminista; ni se lo planteó; ni se le puede reprochar ser un hombre con una mentalidad del siglo XVII. Él seguía un doble principio: los pobres necesitan a las mujeres y Dios también las necesita para bien de los pobres. Apoyado en esta motivación, hizo protagonista a la mujer de sus actividades, considerándola tan capacitada como al hombre.
P. Benito Martínez, CM
Notas:
[1] En Pol GALLARD, Les précieuses ridicules. Les femmes savantes. Molière, Hatier, Paris 1979, p. 8. Viuda a los 18 años, se la volvió a casar con un octogenario que murió cinco semanas después (TALLEMENT DEX RÉAUX, Historiettes, II (annoté par Antoine Adam) La Pléiade, Paris 1961, p. 91).
[2] Sum. Theo. 1, q. 92, art. 1. (BAC Mayor, 1988, p. 823)
[3] Sara F. Matthews GRIECO, “El cuerpo, apariencia y sexualidad”, en G. DUBY y M. PERROT p. 87.
[4] Eric A. NICHOLSON, “El teatro: imágenes de ella” en G. DUBY y M. PERROT (dir.), o. c. p. 324s.
[5] Pierre COSTE El Gran Santo del Gran Siglo. El Señor Vicente de Paúl, t. III, CEME, Salamanca 1992, p. 153-160; SV. I, 239, 279, 306, 316, 347; III, 278, 490; V, 301; VI, 506; SL. c. 32, 52, 131, 132.
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