Los galeotes

Benito Martínez, C.M.
26 septiembre, 2020

La pandemia tiene garras de fiera que atemoriza. Casi todas las noticias son resonancia del virus y se dan leyes confinando a los vecinos en sus zonas como en una cárcel. Hay que alegrarse de la puesta en libertad de muchos encarcelados por el peligro de quedar contagiados del coronavirus, pero hay que lamentar la muerte los presos en sus celdas, y mucho se está escribiendo sobre la obligación de llevar a los presos a cárceles cercanas a sus familias.

La comunidad de Misioneros Paúles de San Sebastián durante años atendió a los encerrados en Martutene y otros Paúles e Hijas de la Caridad aún acuden a varias cárceles de España con deseos de servir y evangelizar. Es una misión de la Congregación y de la Compañía desde sus orígenes. Ha pasado a la historia la labor de las Hijas de la Caridad y de las “Voluntarias” con los condenados a galeras en las cárceles de Paris, así como la de los misioneros en Marsella y en otros puertos donde atracaban las galeras del rey. Luisa de Marillac estaba en Angers, cuando recibió una carta del santo en la que le decía: “La esperamos con el cariño que sabe nuestro Señor. Llegará a tiempo para la cuestión de los condenados a Galeras” (II, 26).

Santa Luisa ya conocía a los condenados a galeras. Los había atendido en 1632, cuando vivía en el barrio de San Víctor. Un año antes había fundado la Caridad de San Nicolás de Chardonnet, y era su presidenta cuando los presos fueron trasladados a la Torre de la Tournelle, cerca de su casa. San Vicente se los encomendó: “La caridad hacia esos po­bres forzados es de un mérito incomparable delante de Dios; ha hecho bien en asistirlos y hará bien en continuar de la manera que pueda” (I, 222).

La condena a remar en las galeras era tan despiadada que, si era perpetua, se consideraba la más dura después de la pena de muerte[1]. Pe­ro la condena temporal era un engaño. Con frecuencia se alargaba por culpa de los carceleros negligentes que no anotaban el día de entrada. Los crímenes que llevaban a las galeras debían ser graves, y el delincuente, un criminal peligroso. Esto en teoría; cuando las galeras del rey necesi­taban remeros, las autoridades influían en los jueces para que condenaran a cual­quier delincuente, vagabundo o contrabandista, espe­cialmente de la sal.

Ningún gentilhombre podía ser condenado a remar en las galeras. La casi totalidad pertenecía a las capas bajas de la socie­dad y en gran número, campesinos jóvenes capaces de remar. Cuando llegaban al puerto, la vida no era un infierno. Gozaban de cierta libertad, respiraban aire y podían tratar con la gente. El infierno era la prisión de París, donde se pudrían a la espera de formar la cadena que los llevara a las galeras. San Vicente era capellán de la casa de Felipe de Gondi, general de las galeras, y aunque los galeotes, mientras esperaban en París, dependían del Procurador General, los Gondi eran influyentes. San Vicente rogó al Procurador General, con lágrimas en los ojos, que mejorara la suerte de aquellos desgraciados[2]. Logró que fueran trasladados a otra residencia y se les permitiera salir a ho­ras fijas a respirar aire. La Compañía del Santísimo Sacramento se comprometió a pagar a cuatro guardias para mantener el orden e impedir fugas (X, n° 26). Pero la casa era alquilada, salía cara y no podían hacerse arreglos. San Vicente obtuvo del rey autorización para alojarlos en la Torre de la Tournelle, cerca del Colegio de Bons-Enfants de la Congregación de la Misión y de la Parroquia de San Nicolás de Chardonnet, donde vivía la señorita Le Gras. En esa torre pasaban de seis a ocho meses, antes de sa­lir encadenados hacia el puerto de embarque. Aunque más amplia, aquella vivienda también era una morada de maldición: un pe­queño patio empedrado, rodeado de gruesos muros; al fondo, un edificio sólido con la en­trada entre dos torres. Un galeote protestante que logró sobrevivir lo describe:

“Es un gran calabozo, o por decir mejor, una especie de cueva llena de grue­sas vigas de madera de roble, colocadas unas de otras a la distancia de alrededor tres pies (un metro). Estas vigas tienen un espesor de casi dos pies y medio (80 cts.) y están sujetas de tal manera al suelo que a primera vista se las tomaría por bancos, pero tienen un uso mucho más incómodo. En estas vigas, están clavadas gruesas cadenas de hierro de pie y medio (medio metro) y, al final de la cadena, hay un collar del mismo metal. Cuando los desdichados galeotes llegan a este calabozo se los obliga a ponerse a medio acostar para que la cabeza se apoye en la viga. Entonces, se les coloca el collar al cuello, se cierra y se remacha a mar­tillazos sobre un yunque. Como las cadenas con collar distan unas de otras dos pies (60 cts.) y como las vigas, por lo general, miden 40 pies (13 mts.) de largo, se en­cadena a veinte hombres… [Esta posición] nos impide levantarnos y estar de pie y nos obliga a estar siempre sentados con el cuello y la cabeza inclinados, lo que cau­sa que los nervios de los muslos y de las piernas se entumezcan”[3].

Añadir que el calabozo nunca se calentaba y que la paja que servía de cama sólo se cambiaba dos veces al mes, si se cambia­ba. Frecuentemente se pudría y anidaba gusanos en un aire co­rrompido. No es extraño que el forzado, al entrar y ver esta cueva, se estremeciera: “El es­pectáculo horroroso que se presentó a nuestros ojos nos hizo temblar, tanto más cuanto que éramos los actores que lo representaban”.

Por comida, pan y agua. Algunos afortunados podían comprar víveres con dinero pro­pio; quien no lo tenía, tampoco podía congraciarse con los carceleros. Con varios juicios, Vicente de Paúl logró recuperar para estos desdichados una renta anual de 6.000 libras (II, 20). No era mucho, pero ayudaba a mejorar la situación. San Vicente nunca soltó la carga, pero la apoyó en los hombros de santa Luisa. No consta que ella frecuentase la mazmorra, pero la introdujo en su alma. ¡Cuánta fatiga le cos­taba enviar Hermanas a los galeotes y dirigirlas y organizarlas y redactar las memorias! Un día, le escribió a san Vicente: “el padre Dehorgny me ha dicho que los condenados a galeras no es­tán contentos con Sor Juana; se lo ha dicho el párroco de San Nicolás. Conviene que la quite lo antes posible. No sé si ese cargo será superior a las fuerzas de Sor Bárbara Angiboust”. Sor Bárbara era una de las mejores Hijas de la Caridad y allá la envió santa Luisa con otra Hermana (II, 138, 145).

Las Damas del Gran Hospital se comprometieron a visitar a los forzados. Era un consuelo para los presos y se­guridad para las Hermanas, pero las visitas no eran frecuentes por el ambiente inso­portable para unas Damas. Sin embargo, las Hijas de la Caridad estaban allí diariamente, encargadas de la comida y de la ropa. La presencia femenina de aquellas cariñosas Hermanas fue un alivio de ternura para los presos y una ayuda es­piritual, ansiada a la hora de la muerte. Se lo exigía el reglamento que para ellas comen­zó a escribir la señorita Le Gras y completó el señor Vicente. Los presos y sus familiares confiaban en las Hijas de la Caridad cuando había dificultades o tenían que acudir a per­sonajes de la justicia o necesitaban papeles e influencias. Por este reglamento, conocemos las mejoras que llegaron a los encarcelados: todos los sá­bados les cambiaban la ropa, al pan y al agua lograron añadir carne todos los días y cam­biar frecuentemente la paja que servía de colchón. Cuando formaban la cadena, camino de las galeras, les entregaban ropa limpia y comida para el camino.

Luisa no sirvió a los presos personalmente, pero cuando las Hermanas tenían dificultades o malos momen­tos, acudían a Luisa que sufría con ellas. Las Hijas de la Caridad cocinaban en su casa, cercana a la prisión. Todos los días, ayudadas por los carcele­ros, llevaban las marmitas para la comida y la cena. No era raro que en invierno la comida llegara fría y originara quejas e insultos de los presos. Las Hermanas en­traban en aquel antro peligroso y horrible a distribuir la comida a veces con miedo, entre groserías y palabrotas. Luisa de Marillac les repetía que no les re­plicaran ni los trataran con rudeza, pues necesitaban compasión. Las Hermanas recordaban a Sor Bárbara Angiboust, cuando un preso tiró la comida al suelo y ella sonriendo recogió la carne, la limpió y se la ofreció de nuevo; y cómo se enfrentó a los guardianes para que no los azotaran. No es ex­traño que alguna Hermana endureciera su carácter, como Sor Magdalena, destinada a los galeotes a los pocos meses de entrar en la Compañía[4].

Vicente de Paúl conocía a los condenados y temía por la castidad de sus hijas. También Luisa de Marillac, y pidió a Vi­cente que, mientras las Hermanas daban la comida, estuviera presente una Dama. Su categoría social impondría res­peto y sería una oportunidad para evangelizarlos. Como aviso para las jóvenes, lo puso en el Reglamento de las Herma­nas dedicadas a los galeotes[5].

Si servir a unos desesperados en aquella mazmorra era agobiante, era desa­lentador el poco dinero del que disponían las Hermanas. El pre­supuesto oficial era insignificante y lo administraban los funcionarios. Ellas tan solo disponían de las 6.000 libras que había dejado el señor Cornuel, y no eran suficientes. El balance se componía de donaciones, aportaciones de las Damas (AIC) y de las colectas en las Iglesias. Las Hermanas tenían que mendigar el dinero y sonro­jarse por las deudas en las tiendas de comestibles. Santa Luisa confiesa que se avergonzaba por no poder pagar. Si aumentaba el número de forzados, la solución era repartir entre todos lo poco que tenían, a pesar de las quejas de los antiguos que veían disminuida su ración. Santa Luisa lo consideró un camino fácil pa­ra que los administradores se desentendieran del problema (c. 84).

Es sorprendente, pero Luisa habló poco de los galeotes; tampoco Vicente de Paúl, su Capellán General, que tantas veces conmovió a las Damas para que ayudaran a los niños abandonados, parece que les diera alguna conferencia sobre los galeotes. La sociedad no era sensible a estos desgraciados. Los consideraba delincuentes peligrosos y su miseria como una parte justa del castigo que merecían. Y se com­prende que las Hijas de la Caridad vieran el destino a los galeotes como “uno de los más difíciles y peligrosos”. En el reglamento que escribió Luisa, las anima con motivaciones sobrenaturales. No encontró ninguna razón humana: “Es uno de los emple­os más meritorios y agradables a Dios. Hay que convertirlos para que se confiesen y mueran en gracia de Dios. Aunque se los expulse de la sociedad, no se los puede echar de la sociedad cristiana. Las llamadas por Dios a este santo servicio deben ani­marse y tener gran confianza en nuestro Señor Jesucristo, en vista de que asistiendo a esta pobre gente, le ofrecen a él un servicio que le agrada tanto o más que si le fuera he­cho a su persona, y no dejará de darles en recompensa superar las dificultades que podrán encontrar, además de la ri­ca corona que les reserva en el cielo” (Art. 1). En ningún otro reglamento, describió un ambiente de tanta heroicidad. Era un intento de convencer a la sociedad de que los presos son hombres e hijos de Dios.

Y nos viene al corazón una pregunta: ¿qué siento y que pienso de los presos?

P. Benito Martínez, C.M.

Notas:

[1] Marc VIGIE, Les galériens du roi, París (Fayard) 1985, Pag. 15.

[2] Pierre COSTE, Le Grand Saint du Grand Siècle… t.1, p. 139.

[3] Jean MARTEIHE, Mémoires d’un galérien du Roi-Soleil (Paris Mercure de France) 1982, p. 202s.

[4] SL. c.266; E 43; SV. IX, 1165.

[5] Arch. FF.Ch. Paris, Règles pour le Filles de la Charité qui ont soin des galériens [Copie de 1718].

Etiquetas: coronavirus

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