Un solo cuerpo (Dt 8; 1 Cor 10,17; Jn 6,57)
La premiada película Green Book [El libro verde] cuenta la historia de dos hombres, uno negro y otro blanco, de gira por el Sur segregado en los años 50. Establece un fascinante contraste entre ellos, representando las formas en que cada uno es superior, pero también inferior, al otro. El concertista negro es mucho más educado que su chofer blanco, más «culto» y mucho más rico. El conductor blanco muestra mucha más «inteligencia callejera» y humanidad, pero también, a causa de su raza, se le da inconscientemente un estatus social mucho más alto mientras viajan.
Desde que la película comienza, no parecen tener casi nada en común. Pero, mientras pasan las semanas, cada uno se enfrenta a una humillación diferente y es ayudado por el otro. Estas luchas compartidas les abren a una apreciación más profunda del valor de cada uno, una que no sólo profundiza en sus diferencias sino que conduce a una conciencia mutua de su común humanidad.
A su manera, en la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor se cuenta algo de la misma historia. Penetra a través de las capas y estratos de lo que nos hace diferentes y llega a ese precioso terreno unificado que todos compartimos: la vida misma y la Fuente de esa vida, nuestro amoroso Dios.
Cada una de las lecturas toca esto. Para el pueblo judío, se le recordaba que, a través de todo su deambular y quejarse en ese desierto, era Yahweh quien los alimentaba. En otro nivel, Pablo explica el mismo asunto: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan». En el evangelio de Juan, Jesús refuerza el mensaje con su proclamación de que toda vida fluye de la misma fuente, que la existencia de cada uno se nutre del mismo Padre.
Esta es la lección. Debajo de todo lo que nos diferencia, hay un mismo fundamento. Atravesando todas las cosas que nos hacen sobresalir como individuos, atravesando todas las diferencias culturales, económicas, educativas, y especialmente en estos días las diferencias raciales, descubrimos lo que tenemos en común: la vida misma de Dios viene a nosotros a través del Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, derramada en amor por todos y cada uno de nosotros.
Somos el Cuerpo de Cristo. Todos nosotros, desde nuestras raíces, no sólo nos alimentamos de esta carne y sangre de Jesús, este maná en el desierto, sino que en Él estamos unidos en uno. Tú, yo, todos juntos somos el Cuerpo de Cristo.
Hace poco oí a un sacerdote contar una realización que le llegó un domingo por la mañana mientras distribuía la comunión. Levantando la hostia y diciendo «Cuerpo de Cristo», miró a los ojos de la persona que la recibía y se dio cuenta de que esas palabras se referían no sólo al pan eucarístico en sus manos sino también a este feligrés que estaba delante de él. De diferentes maneras, ambos eran el Cuerpo de Cristo.
Como se retrataba en aquella película, llegar a una realización práctica y cotidiana de esta unidad subyacente no es una tarea fácil. De muchas maneras concretas, Vicente puso carne a esta verdad, subrayando cómo se necesita una conversión cada vez más profunda para comprender que lo más precioso de cada uno de nosotros es lo que tenemos en común, la vida dada por Dios que todos compartimos. En la medida en que podamos tomar esto en serio y hacer que penetre en nuestras diferencias hasta nuestra unidad en El Señor, podemos dar un sincero Amén a la importancia de esta fiesta, el Cuerpo y la Sangre de Cristo derramado para cada uno y para todos, uniéndonos en Él.
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