Lo conocía por su apodo, Rocco. Hablábamos cada semana. Su “parcela” estaba justo afuera del principal supermercado de Cambridge. Se sentaba discretamente, de piernas cruzadas y barba canosa. Siempre llevaba un gorro de lana, incluso cuando brillaba el sol. Rocco se levantaba temprano y estaba en pie hasta tarde, cuándo se iba a buscar algún lugar donde dormir.

La de Rocco era una parcela ajetreada, justo en la ciudad vieja de Cambridge. Una bulliciosa acera junto a una estrecha calle adoquinada de una sola dirección, aunque los ciclistas lo ignoraban e iban en ambos sentidos. Un aparcamiento de bicicletas, normalmente lleno, estaba atornillado al suelo a un metro de distancia.

Un par de zancandas al otro lado de la calle está Sidney Sussex, uno de los colleges más antiguos que componen la Universidad de Cambridge. A través de sus antiguas puertas de madera, los estudiantes entran y salen con prisa. Los porteros que guardan la entrada apartan a los turistas.

Es habitual que las personas que duermen en la calle sean ignoradas, pero no Rocco. Yo solía pasar por allí mientras trabajada en un bar de estudiantes a la vuelta de la esquina. Veía a gente, sobre todo joven, sentada y hablando. Me dijo que un par de estudiantes que vivían en un piso cercano lo habían invitado a comer. A veces veía el futbol en el pub con algunos habituales. Y en Navidades, solía ir a casa de su hermano.

Alguna gente solía ofrecerle unas monedas o un bocadillo. Él agradecía los gestos de caridad, pero nunca los pedía. Gentil y amable, Rocco apreciaba a aquellos que se tomaban el tiempo de hablar con él. Alguna vez incluso me ofreció la comida que le habían dado y que él no quería.

En mi tercer año en Cambridge, el último, Rocco me dio buenas noticias. Por fin se había registrado para recibir apoyo social del gobierno, y encontró un lugar en un parquin de caravanas. Lo felicité. Soprendentemente, Rocco había dejado las drogas y después la bebida mientras todavía vivían en la calle. Sin hogar por lo menos una década, eso se había acabado. Parecía más joven y, después de un par de días, no volví a verlo. Dejé Cambridge, volvía a Londres y ocasionalmente pedía por Rocco en mis oraciones.

El pasado verano volvía mi antigua Universidad por primera vez desde la graduación. Fui por el “May Ball”, una extravagante fiesta nocturna. Había organizado una mientras era estudiante por lo que me dieron una entrada gratis.

Vestido elegantemente con unos cuantos amigos, caminaba por la ciudad hacia la fiesta, con algo de prisa. Al pasar por el supermercado sobre las 9 de la noche, vi a dos estudiantes con termos de agua caliente y bolsas llenas de bocadillos. Los reconocí como miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, porque yo también solía recorrer las calles con ese grupo. Los puedes encontrar todas las noches, informado a las personas que viven en la calle de los servicios locales y repartiendo comida y bebida caliente.

Pero, a medida que me acercaba, reconocí el ajado sobrero de lana y la barba canosa en el hombre con el que estaban: Rocco. Me gustaría decirte que me sorprendí, pero no. Si trabajas con personas sin hogar, es una historia familiar. También me gustaría decirte que me paré para hablar con él y ofrecerle mi apoyo, por pequeño que fuera. Pero no lo hice. Apuré en mi camino a la fiesta. Y todavía me arrepiento.

Diarios Vicencianos analiza algunas de las experiencias más personales de los/as vicentinos/as que trabajan con personas sin hogar, residentes de barrios marginales y refugiados/as. Arrojan luz sobre los momentos que nos inspiraron, las situaciones que nos dejaron boquiabiertos y conmocionados, y las personas que se cruzaron en nuestros caminos y nos mostraron que se aún debe hacer más.

Lo que los conecta es el compromiso vicentino con los más pobres entre los pobres, y la esperanza de que, como Familia, todavía podemos hacer más.

Ewan Day-Collins

Fuente: https://vfhomelessalliance.org/