Revestirse del Espíritu Santo
Resurrección, Ascensión y el Espíritu Santo
La Ascensión del Señor, según los Hechos de los Apóstoles, da la idea de que Jesús subió a los cielos materialmente. Sin embargo, es un modo de expresar el misterio de que Jesús es Dios y está sentado a la derecha del Padre. El Espíritu Santo el día de la Encarnación dio a la Segunda Persona de la Trinidad un cuerpo humano en el seno de María, en la resurrección le devuelve la humanidad con nueva vida en el seno de la Trinidad. Por eso los evangelistas ponen la Ascensión el mismo día de la Resurrección, indicando que la exaltación de Jesús a la derecha del Padre es inseparable de su resurrección y queda completada con la entrega del Espíritu Santo.
Lucas en los Hechos de los Apóstoles pone la Ascensión cuarenta días después, de la Resurrección para conmemorar la entrega de la Ley a Moisés cuarenta días después de subir al Horeb. Jesús durante estos cuarenta días estuvo formando a sus discípulos para establecer la Iglesia el día de Pentecostés con el don del Espíritu Santo. La Ascensión del Señor señala la glorificación de Cristo e indica que la glorificación de Cristo conlleva la glorificación de la humanidad en continua tensión hacia los bienes celestiales, y si una vida refinada no va con una Cabeza coronada de espinas, tampoco un cuerpo sumergido en las preocupaciones terrenas sin dirección a las celestiales va con una Cabeza glorificada. La glorificación de la Cabeza es esperanza de nuestra glorificación. No son los hombres quienes hacen crecer a la Iglesia, sino la energía que le viene de Cristo en los sacramentos. Ideas que entusiasmaban a Luisa de Marillac (E 98).
La misión de Jesús estaba dirigida por el Espíritu Santo. El primer encuentro con el Espíritu Santo fue en el momento de la encarnación. En ese instante Jesús recibió el Espíritu divino en plenitud, y en el bautismo y en la transfiguración el Padre se lo manifiesta al mundo. Movido por el Espíritu Santo Jesús fue al desierto, en la última Cena se lo prometió a los discípulos y después de resucitar se lo entregó.
Con la Ascensión culmina, en cierto modo, el periodo de la encarnación y se abre el ciclo del Espíritu Santo. La función del Espíritu en la Iglesia no es suceder a Cristo ni suplantarlo, es «llevar a plenitud su obra en el mundo dando testimonio de Cristo». Idea que hace exclamar a santa Luisa: “Salvador mío, ¿no les habías dado tú bastante testimonio durante tu vida humana y después de tu resurrección? ¿Qué más había de darles esa venida del Espíritu Consolador?… Trinidad perfecta en poder, sabiduría y amor, acababas la fundación de la Iglesia Santa a la que querías hacer Madre de los creyentes…; le dabas el poder de operar maravillas para hacer penetrar en las almas el testimonio verdadero que querías diera del Hijo. Y el Espíritu Santo en su amor unitivo se le asociaba para que produjera los mismos efectos de su misión, dando a los hombres el testimonio de la verdad de la divinidad y humanidad de Jesucristo… Esto es, me parece, lo que Nuestro Señor quería decir a sus Apóstoles cuando les anunciaba que después de la venida del Espíritu Santo, ellos también darían testimonio de él” (E 98).
En Pentecostés el Espíritu Santo asume esta misión de manera oficial. Cuando los apóstoles eligen a Matías para sustituir a Judas en el colegio apostólico, lo hacen después de pedir al Espíritu que les indique a quien ha elegido. Por la fuerza del Espíritu de Jesús Pedro y Juan curan al paralítico que les pide limosna en la puerta del templo. El Espíritu hace que Felipe se encuentre con el etíope, lo instruya y lo bautice. El Espíritu Santo da fuerza a san Esteban para exclamar ante el Sanedrín que veía a Jesús de pie a la derecha de Dios. Impulsado por el Espíritu Santo Pedro admite a la fe al gentil Cornelio y a su familia, sobre los que había descendido el Espíritu Santo. La Iglesia, que se va extendiendo bajo la acción del Espíritu Santo, le pide luz para saber si a los gentiles, que no son judíos, les obliga la ley de Moisés y deben ser circuncidados. La Iglesia se reúne en el Concilio de Jerusalén y guiada por el Espíritu decide «no imponer más cargas que las indispensables» (Hch 15, 28). Es el modelo para contaminar el mundo de esperanza. En el servicio a los pobres y en la vida de comunidad nos hemos empeñado en aumentar las cargas, en lugar de suavizarlas. Es frecuente defender como dogmas los menores detalles y proteger contra viento y marea lo que siempre se ha hecho, aunque el Espíritu Santo lo que pida sea que recuperemos lo esencial del carisma.
El espíritu Santo en la Compañía
A veces da la impresión de que el Espíritu de Dios se ha apagado y nos presentamos como profetas sin valentía. Sin embargo, el Espíritu enciende cada día hogueras de ilusión en los que se abren a su presencia como morada, les quita el miedo y los hace intrépidos en el anuncio de la Buena Noticia de Jesús. Santa Luisa lo explica en los Ejercicios que hizo en 1657 (E 98). El Espíritu empuja a construir la vida espiritual sobre el amor, la unión y la solidaridad que llevan a los pobres a confiar en las Hijas de la Caridad. Sor Juana Elizondo, Superiora General les decía que debían estar atentas para saber por dónde quiere llevar el Espíritu Santo a la Compañía. Parecido a lo que santa Luisa y muchas Hermanas hablaron en la conferencia del 31 de mayo de 1648.
Desde el comienzo de la Compañía los fundadores recalcaron que el fundamento de la vida en comunidad es la unión que hace el Espíritu Santo como la hace en la Trinidad[1]. Las Hermanas deben integrar y no dividir la comunidad en la que todas tengan cabida y lo fundamental sea la unión que nace del amor que el Espíritu Santo ha depositado en los corazones (Rm 5, 5). Santa Luisa comprendió que la vida comunitaria sería desagradable si no las unía el amor de amigas. La compañera se le daba a una Hermana sin que ella la eligiera y muchas se conocían por primera vez en el destino. Sólo el amor que da el Espíritu Santo lograría la unión (c. 15). El Espíritu viene cuando «todos los discípulos están reunidos» (Hch 1, 14). Si no hay comunidad no puede habitar en ella el Espíritu Santo. Pero no basta con estar juntas, hay que estar unidas en un sólo corazón, como Jesús se lo pide al Padre en la última Cena (Hch 4, 32).
Las cuatro normas del Concilio de Jerusalén inspiradas por Santiago, que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la impureza, de los animales estrangulados y de la sangre (Hch 15, 21) quieren facilitar la convivencia entre los diversos grupos, sea cual sea su procedencia. Lo decidieron los apóstoles conducidos por el Espíritu Santo: «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros”. Y la esperanza llegó a todos los cristianos de Antioquía que interpretaron las cuatro normas no como una imposición, sino como un respiro liberador. Ya pueden considerarse miembros del pueblo de Dios, a pesar de no estar circuncidados. La unidad de la comunidad brilla por la buena voluntad en seguir lo esencial que inculca el Espíritu Santo en las reuniones.
El Espíritu sigue actuando en la Compañía
Los caminos del Señor, con frecuencia, no coinciden con los nuestros y es el Espíritu Santo quien nos guía hasta encontrar los caminos del Señor en la oración, en los intercambios y en el diálogo, sin llevar posturas preconcebidas. De nada servirían los intercambios si, al abordar los temas, no estamos dispuestos a cambiar de postura al confrontarla con la de otras Hermanas, sabiendo que el Espíritu divino ayudará a encontrar la voluntad de Dios. Mucha importancia tiene la tarea que el Espíritu encomienda a las Hijas de la Caridad para reconocer sus incoherencias entre el ideal y lo que viven. No pueden quedarse quietas, necesitan cumplir la voluntad de Dios. Porque, si no la cumplen están renunciando, al menos en parte, al proyecto que Dios tiene sobre ellas. San Vicente y santa Luisa pedían para las Hermanas que el Espíritu Santo derramara en sus corazones las luces que necesitaban para caldearlo con gran fervor (IX, 103). Hay que pedirle al Espíritu que indique ¿qué giro me pide para vivir como consagrada, sostener a las débiles e implantar el Reino de Dios entre los pobres?
En el Paraíso Dios sopló sobre el barro, «y resultó un ser viviente», Jesús sopló sobre sus discípulos y resucitaron a una vida nueva, y sigue soplando e infundiendo su espíritu sobre cada Hermana, la reviste de las cualidades de Jesucristo, la incorpora a su Humanidad y la convierte en Cristo, para que quien la vea, vea a Jesucristo. No hay oposición entre el Espíritu Santo y Jesucristo. Jesús nos habla del Espíritu y el Espíritu nos habla de Jesús, Jesucristo nos prepara para recibir el Espíritu y el Espíritu nos prepara para revestirnos de Jesús (SV. XI, 411; SL. E 98).
El Espíritu de Dios no siempre se manifiesta en los grandes acontecimientos, prefiere manifestarse con una brisa suave en los quehaceres de cada día, en la atención delicada a la compañera de comunidad, en el gesto de cariño, en la acogida atenta. Todo lo que lleve paz y gozo es signo de la presencia del Espíritu que viene a la Hermana para ser como Jesús, ser su testigo, evangelizar, curar, amar, perdonar, liberar cautivos y sanar enfermos; para evangelizar a los pobres y llevar a todos el amor de Dios. Hoy sigue soplando para elevarnos y poder elevar a los demás, porque «nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2 11). ¿Me dejo conducir y modelar por el Espíritu Santo? ¿Qué espera Dios de mí en mi vida espiritual y comunitaria?
Revestirse personalmente del Espíritu de Cristo y sus disposiciones
La misión de la Hija de la Caridad, avalada por el Espíritu Santo al igual que el profeta, es dar esperanza a los pobres. Jesús en la última Cena anunció a los apóstoles que les enviaría el Espíritu Santo para que confirmara todo lo que él les había dicho. Con esta frase quería decir, según santa Luisa, que el Espíritu Santo acabaría la institución de la Iglesia, dándole la unión de sus producciones con el poder de obrar maravillas y le infundiría la santidad de vida (E 98). Son las tres funciones de una Hija de la Caridad conducida por el Espíritu Santo: unir, compadecerse y santificar.
Una Hija de la Caridad es una mujer indefensa, humanamente hablando, ante las nuevas situaciones del mundo moderno. En la sociedad actual ya no encuentra nada en qué apoyarse. Hoy tiene que ser fuerte, sostenida sólo por la fe y su vocación, por su carisma y por los pobres. En medio de un mundo incrédulo es una de tantas. En esta sociedad sin fe el proyecto de las Hijas de la Caridad, en cuanto una entrega radical a Dios, causa irrisión o desprecio. Y si es admirado el fin de servir a los pobres, queda nublado por el hecho de haber seglares increyentes que también se ocupan de ayudarlos.
Las Hijas de la Caridad para ayudar a los pobres se revisten del Espíritu de Jesucristo. Revestirse no es convertirse a un programa de vida cristiana, ni basta con hacer lo que dijo e hizo Jesús. Revestirse del espíritu de Jesucristo es dejar al Espíritu Santo que ponga en ellas la misma oración de Jesús, su compasión, su confianza en el Padre, sus virtudes especialmente la humildad, la sencillez y la caridad, tan necesarias para vivir en comunidad y servir a los pobres. Revestirse es transformar la persona desde el interior, convirtiéndola en Cristo. San Vicente decía que “hemos de llenarnos y dejarnos animar de este espíritu de Jesucristo para vivir y obrar como vivió nuestro Señor y para hacer que su espíritu se muestre en toda la compañía y en cada uno de sus miembros, en todas sus obras en general y en cada una en particular”. Y continuaba: “Cuando se dice: El espíritu de nuestro Señor está en tal persona… ¿es que se ha derramado sobre ella el Espíritu Santo? Sí, el Espíritu Santo, en cuanto su persona, se derrama sobre los justos y habita personalmente en ellos. Cuando se dice que el Espíritu Santo actúa en una persona, quiere decir que este Espíritu, al habitar en ella, le da las mismas inclinaciones y disposiciones que tenía Jesucristo en la tierra, y ellas le hacen obrar, no digo que, con la misma perfección, pero sí según la medida de los dones de este divino Espíritu” (XI, 410s). La labor trinitaria viene a ser la de un Banco propiedad del Padre, el Hijo nos abre una cuenta y el Espíritu Santo es el cajero que da el dinero.
Revestirse del Espíritu de Jesucristo exige más que imitarle o seguirle. Imitar es copiar algo externo, y seguir es ir detrás de otro, es ser como Cristo. Revestirse de su espíritu es transformarse en Cristo, ser otro Cristo. Cuando el Espíritu divino transforma a una persona en Cristo, lo que transforma es su mente y su voluntad para ver y hacer las cosas desde Jesucristo, dejar una vida mediocre y vivir la vida que vivió Jesús. Todo conforme a la mentalidad moderna de que sólo vale lo que yo experimento y hago mío.
Quien tiene conciencia de la presencia del Espíritu de Jesús experimenta que le ilumina para valorar la vida de manera distinta, como una necesidad de la que depende tu futuro personal, comunitario y el de los pobres. No es lo mismo que la mujer que sirve sea una Hija de la Caridad convencida de estar guiada por el Espíritu de Jesús a que sea una mujer conducida unicamente por ella misma. Y debe meditar en la oración, en un diálogo con él, cómo el Espíritu se apodera de ella y forma un todo con él para cumplir la misión que él le encomienda y no una tarea para los momentos que le agraden y del modo que ella desea. Vivir la experiencia del Espíritu Santo es un proceso largo de pasar de la rutina a la preocupación y de la vulgaridad a la perfección. El Espíritu Santo le va cambiando la mentalidad para que piense como Jesús, obre como Jesús, ame como Jesús y se transforme en otro Cristo sin exigirse más de lo que Dios le pide. Exigirse más es luchar sola y la puede invadir el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad por no lograr con sus fuerzas lo que es imposible.
La Hija de la Caridad que quiere convertirse en Cristo necesita la ayuda de las mediaciones humanas, porque vive en una sociedad que es la mediación terrena que el Padre le ofrece para encontrarse con el Espíritu de Jesús según las épocas y los lugares. Las Constituciones, el carisma y las Asambleas insisten en cuatro categorías de media-ciones: Tiempos fuertes: Adviento, Cuaresma, Ejercicios Espirituales, retiros, conviven-cias; oración individual en común y a lo largo del día para no salir nunca de la oración, como decía san Vicente a las primeras Hermanas; proyecto personal de vida que señale el modo de revestirse del Espíritu; y contrastar las experiencias para animarse con el ejemplo que pueden aportarse mutuamente. Revestirse del Espíritu de Jesús beneficia a todas las Hermanas de comunidad y a los pobres. Es un cambio hacia una vida propia de las Hijas de la Caridad del que depende su futuro personal, comunitario y de los pobres. Es un cambio de vida en todas las acciones, porque el amor que sienten por Jesús las arrastra a identificarse con él, pasando del Cristo que quieren se acomode a ellas al Cristo al que quieren acomodar su persona.
Revertirse continuamente
Vivir la experiencia del Espíritu de Jesús no es cómodo ni fácil, es un proceso largo de pasar día a día de la rutina a la preocupación, de la vulgaridad a la santidad, a pensar como Jesús, querer como Jesús, obrar como Jesús y transformarse en Cristo. Este sentimiento anima a asumir el riesgo de salir hacia adelante, hacia lo desconocido, hacia donde el Espíritu Santo llevó a Jesús. La ascesis, de la que hablan las Constituciones a las Hijas de la Caridad, es necesaria en el momento de cruzar el umbral de una vida cómoda a otra exigente. Siempre que el evangelio habla de seguir a Jesús, habla de una vida sacrificada en una sociedad moderna que llama a una vida light. Esta fue la decepción del joven rico. Pero ya antes de encontrarse con él Jesús había anunciado: Quien quiera venir conmigo, que tome su cruz de cada día y que me siga.
[1] SV. IV, 228-229, IX, 107; SL. c. 362,500, E 47, 55.
P. Benito Martínez, C.M.
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