La Virgen María en Santa Luisa de Marillac
El mes de noviembre debiera tener un encanto mariano para la Familia Vicentina, en especial para la Compañía de las Hijas de la Caridad. Aunque en los comienzos, no era netamente mariana, desde 1830, con las apariciones de la Virgen de la Medalla Milagrosa, la devoción a María ha entrado en las estructuras modernas de la Compañía. Y esta realidad presenta un interrogante: ¿También santa Luisa, la fundadora de las Hijas de la Caridad que nació en 1591 y murió en 1660, dedicó una atención especial a María y se la legó a sus hijas, abriendo así la puerta para que en 1830 la Santísima Virgen se le apareciera a santa Catalina Labouré? Para dar una respuesta adecuada, convendría empezar por conocer el ambiente mariano en que vivió Luisa de Marillac.
Santa Luisa pasó toda su vida en Paris. La piedad francesa del siglo XVII favoreció entre la gente sencilla y la instruida el desarrollo de la devoción a María. El culto a María en la Iglesia católica venía de los primeros siglos, pero especialmente se desarrolló en la Edad Media. Desde San Bernardo, y por influjo de las cruzadas que pretendían liberar de los musulmanes la tierra en la que pasó sus años la humanidad de Jesús, se extiende por Europa la devoción a María, la mujer que le dio el cuerpo humano y fue su madre. Toda la Edad Media se va llenando de santuarios marianos, y el pueblo, sensible a la Señora, participa en peregrinaciones y rezos.
Al comenzar el siglo XVII, el movimiento mariano se consolida en Francia. San Francisco de Sales, y especialmente el cardenal Bérulle -maestro y amigo de san Vicente de Paúl y cuyo influjo llegó a santa Luisa por medio de sus escritos, de las carmelitas y de los oratorianos- profundizan en la mariología con escritos de verdadera teología mariana.
Desde la corte también se fomenta la devoción a María. El 10 de febrero de 1638, Luis XIII, animado por Richelieu, consagra a María el reino de Francia. Ana de Austria, regente durante la minoría de edad de su hijo Luis XIV, nombra en 1644 al Hº Fiacre representante suyo con encargo de peregrinar de tiempo en tiempo a los principales santuarios: Notre Dame de Grâce, Chartres, Loreto…
En el pueblo cristiano se dan dos mentalidades y hasta dos formas de vivir el culto a María. Una, popular, sensible, sencilla, con una teología simple que se alimenta de imágenes, flores, peregrinaciones, rosarios y rezos. Otra que llamaríamos crítica, aunque con algunas exageraciones de la devoción popular.
Dejando al margen la crítica extremista de los jansenistas, dirigidos por Pascal, y de los amigos de los hugonotes o calvinistas franceses, santa Luisa vive este doble ambiente y siente como un desdoblamiento de su vida mariana. Por un lado, encontramos a la mujer culta con fina mentalidad, incluso avanzada, piadosamente crítica, debido a la dirección de san Vicente, que escribe sobre María y lleva una vida mariana fundamentada en verdades teológicas. Y por otro, a la mujer piadosa de cada día en la que revive la devoción popular.
Lugar que ocupa María en la devoción de santa Luisa
Santa Luisa siente íntimamente y vive la devoción a María. Entre las personas devotas y espirituales de su entorno se puede decir que ella parece más devota de la Virgen que muchas contemporáneas suyas; y hasta podría decirse, más que san Vicente de Paúl, su director y superior. Sin embargo, no podemos decir que esta devoción fuera el eje de su espiritualidad. Durante bastantes años santa Luisa quiso llegar directamente a la divinidad sin intermediarios creados, como era aquella mujer terrena que dio a luz a un hombre creado, aunque la persona de este niño fuera divina. En estos años María aparece en su vida como una verdad demasiado intelectual. San Vicente la enseñó a llegar a la divinidad a través de Jesús, y fue en estos años en los que se entregó a Jesús, cuando santa Luisa se hizo una sencilla devota de María. Pero aún en estos años de sencilla devoción mariana, si echamos una mirada a sus escritos, sentimos que vive ciertamente la devoción a la Virgen María, pero sin el arrebato y la intensidad con que vive a Dios o a Jesús. Leyendo sus escritos y sus cartas, nos damos cuenta de que la devoción a María no es para ella algo tan decisivo como lo era, por ejemplo, la consagración a Dios o el servicio a los pobres; tampoco es el punto central de la evangelización a esos pobres, como lo era Jesús; ni siquiera presenta a María frecuentemente como modelo que debieran imitar y venerar las Hijas de la Caridad. En sus cartas, el nombre de María no aparece muchas veces y cuando aparece, nos da la sensación de ser como de paso. Su todo era unirse a la esencia divina, y después de conocer a san Vicente, a Cristo, y su vida, imitarle.
Era la manera que tenían los sacerdotes y directores espirituales de entonces de inculcar la vida de piedad, influenciados por el protestantismo que prescindía de la Virgen María como intercesora ante Dios y como sujeto de culto. En Francia y cerca de santa Luisa los calvinistas tenían mucha influencia. Con todo, santa Luisa no consideraba de poca importancia la devoción a María. Es devota de sus misterios, que medita y analiza; ama a María, le reza y hasta compone oraciones en su honor. Y en un momento de su vida ‑la peregrinación a Chartres (c. 121)- su amor a María estalla en una llamarada de devoción que nos conmueve. Allí están las tres preocupaciones que llenaron su existencia: su vida espiritual impregnada del complejo de culpabilidad por sus pecados y por el temor a condenarse, las necesidades materiales de su hijo y su salvación, y la Compañía, las Hijas de la Caridad con la perseverancia en la vocación en bien de los pobres. Y las tres se las presenta a Nuestra Señora de Chartres con todo el cariño y la ilusión de una hija.
Los autógrafos sobre María ‑oraciones y meditaciones‑ nos descubren a una mujer llena del Espíritu de Jesús que profundizó en los misterios marianos y amó con todas sus fuerzas a María y confió de tal manera en ella que la declaró Madre de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Madre en el sentido de ser María quien engendrara la Compañía. Son páginas admirables, pocas, pero que nunca le agradeceremos lo suficiente haberlas escrito. Asimismo, algunas frases de sus Ejercicios espirituales rezuman cariño filial acompañando a unas ideas teológicas de gran profundidad que no desentonan con la teología moderna.
Devoción intelectual mariana
Influenciada por la dirección espiritual que tuvo en su juventud y por las personas que la acompañaron en su camino espiritual, como los capuchinos, su tío Miguel de Marillac, algunos sacerdotes del Oratorio de Bérulle y las carmelitas, vecinas suyas durante algunos años, Luisa de Marillac no acude mucho a Jesús y a la Virgen, sino a la Esencia divina que lo llena todo y a la Trinidad que le da presencia. De acuerdo con esta tendencia, Luisa contempla en la oración un hecho extraordinario, sucedido en la eternidad pero proyectado sobre el mundo: El Dios eterno, inmenso y omnipotente, decide venir a la tierra y hacerse hombre. Esta decisión es para ella el centro de la humanidad. El mundo gira alrededor de este decreto y los hombres viven envueltos en su realidad eterna.
María en el designio divino
Según santa Luisa, el Misterio de la Encarnación se realiza en tres fases: Primera, la decisión de que la Segunda Persona de la Trinidad, se encarne y la elección de María para la Madre del Hijo de Dios. Segunda, la revelación de este designio al primer hombre Adán que había pecado, y la promesa de realizarlo. Tercera, su realización en el tiempo: Jesucristo se hace hombre en el seno de María, que se convierte en la Madre de Dios. Profundiza que la promesa, por ser de Dios, tiene su efecto desde el momento de hacerla; el designio de Dios parece como ejecutado: “Aunque no abolió enteramente el pecado a causa de la libertad que Dios había dado al hombre, le cambió su efecto convirtiéndolo en personal…, y así la naturaleza no podía ya en general participar en la falta de un particular a causa de la persona de un Dios que formaba parte de aquélla naturaleza” (E 85).
A pesar de la gran importancia que da santa Luisa a la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen, da la impresión de recalcar aún más la decisión tomada en la eternidad por la Trinidad de elegir a María para Madre del Hijo. Esta consideración seguramente la tomó bajo la influencia franciscana del convento de los Capuchinos que la dirigieron en su juventud. Luisa de Marillac parece que conoce la interpretación dada por el beato franciscano Juan Duns Escoto y su escuela a los pasajes de san Pablo a los Efesios y a los Colosenses (Ef 1, 3-13; Col 1, 13-20.) sobre el motivo de la Encarnación: que el Verbo se habría encarnado aunque el hombre no hubiese pecado, ya que el plan divino era que Cristo debía ser el primogénito de todas las criaturas, para que un ser creado rindiese a la Trinidad el honor que merece, y al mismo tiempo la humanidad pudiese alcanzar la felicidad. “Mi espíritu se ha acordado de un pensamiento que tuvo: Que el plan de la Trinidad Santa era, desde la creación del hombre, que el Verbo se encarnase para hacerle llegar a la excelencia del ser que Dios le quería dar mediante la unión eterna que quería tener con él, como el estado más admirable de sus operaciones exteriores” (E 98).
Este pensamiento expresado de forma condensada, indica que el motivo de la Encarnación es el deseo divino de unir la humanidad con la divinidad para que el hombre sea feliz y para que un ser creado pueda dar a Dios el culto que merece. Es la redención.
Para ella está claro que “según el designio divino, desde toda 1a eternidad, María era necesaria para la Encarnación del Hijo de Dios” (E 106), porque el Verbo, para ser hombre en todo igual a nosotros menos en el pecado, debía nacer de una mujer.
María es, por lo tanto y gracias a esa elección eterna, una pieza esencial de la Encarnación en la “economía de la redención”, aplicando a los hombres la Redención de Jesucristo. María no puede separarse ya de Jesús ni Jesús de su Madre. Es esta una idea común a los grandes espirituales franceses del siglo XVII. Bérulle la expresa en su Vida de Jesús; Olier, en la Vida interior de la Santísima Virgen y con frecuencia se la encuentra en los escritos de San Juan Eudes. Pero santa Luisa le da un aspecto más divino. Ellos ponen la raíz de la grandeza de María en la Encarnación, Luisa, en el decreto eterno dado por la Trinidad, eligiendo a María para que fuera la Madre de Dios, pues la grandeza sublime de “la Virgen Santa es que fue elegida para estar estrechísimamente unida a la divinidad” (E 106). Sin pretenderlo, pone el decreto eterno como principio de mariología, separándose de los teólogos del siglo XVII, y aun de san Vicente, que defendían que el ser Madre de Dios es la raíz de todas las prerrogativas de María.
Es corriente en santa Luisa contemplar el decreto eterno sobre el mundo y su redención dado por la Trinidad cuando sólo existían las tres divinas Personas. Decreto que se realiza con la venida de Jesús al mundo. Se diría que habla desde una experiencia personal, pues Luisa de Marillac tiene la convicción de que Dios ya tenía decidido, cuando nació, lo que pretendía de ella: que fuera a Él a través de la cruz (E19). Y ella se siente obligada a colaborar para que se realice el plan de Dios. Es un convencimiento que inculca a las Hermanas: colaborar para cumplir siempre la voluntad de Dios. Vive, de este modo, como sus contemporáneos, una espiritualidad del cumplimiento de la voluntad de Dios.
Grandeza y prerrogativas de María
El designio divino lleva a Luisa a engrandecer a María: “Fue la única pura criatura que siempre ha sido agradable a Dios; lo que la hace ser asombro de toda la Corte Celestial y admiración de todos los hombres… Por eso será eternamente gloriosa esta bella alma, elegida entre millones, por la adhesión que tuvo a los planes de Dios” (E 106).
Y parece decir que la Virgen no fue elegida, sino hecha expresamente para ser Madre de Dios. En frase beruliana, la considera “la obra maestra de la Omnipotencia en la naturaleza puramente humana”. La contempla en lo más alto de la creación, casi en el umbral de la divinidad, porque es el único ser creado ‑a excepción de Jesús‑ que se acerca tanto a la divinidad: “María fue el único ser hecho capaz por el mismo Dios, de una manera extraordinaria, de gozar de la plenitud de la divinidad… Y será en el cielo para los bienaventurados gloria accidental como Dios es la gloria esencial” (E 5 y 6). Concluyendo que María tuvo virtudes heroicas, que fue Inmaculada y madre de la Gracia porque fue elegida. Y todo en justicia una vez hecha la elección.
Inmaculada Concepción
No debe extrañarnos que Santa Luisa escribiera sobre la Concepción inmaculada de María (E 106). La Iglesia había dado dos pasos decisivos sobre esta doctrina. El Concilio de Trento (1545‑1563), en el decreto sobre el pecado original, “declara que no es su intención incluir en este decreto a la Inmaculada Virgen María”. El Papa San Pío V condena en 1568 el error de Bayo, que afirmaba que María estuvo sujeta al pecado original, e introduce la fiesta de la Inmaculada Concepción en el Breviario romano.
Pero sí nos sorprende la forma de introducirnos en el Misterio. La forma es solemne. Invoca a Dios para que pueda escribir enteramente los pensamientos. El origen de estos pensamientos es Dios, pues ha sido su bondad quien le ha hecho la gracia de tenerlos. El lugar parece que ha sido la oración. El resultado de la oración ha sido un conocimiento verdadero de los méritos de María y el honor que ella (Luisa) le debe dar y el deseo de dárselos. El fin es que ese conocimiento y ese deseo no se aparte jamás de su corazón.
Como es frecuente en Santa Luisa, comienza la oración pasando del tiempo a la eternidad, a esa época antes de crearse el tiempo, para examinar las decisiones divinas. Y ve que Dios aplica el designio de la encarnación de su Hijo a la materia que debía formar el cuerpo virginal de María. De esa materia se hará el cuerpo de María sin tara de pecado original. El razonamiento es sencillo: “Porque en él se tenía que formar e1 divino cuerpo del Hijo de Dios, que no hubiera podido satisfacer con su muerte a la divina justicia si hubiera participado del pecado original” (E 106).
Nos da la sensación de que Luisa de Marillac pone la materialidad corporal como la señal y la realidad de la pertenencia a la estirpe de Adán. Durante toda la meditación acepta la distinción de cuerpo y alma, poniendo en el cuerpo la realidad del pecado original, como si a través de la sangre contaminada se transmitiera el pecado original. Años antes había orado: “Presentad a la justicia divina los puros pechos que le han dado la sangre sagrada derramada en la muerte de vuestro Hijo para nuestra redención” (E 5).
Con el cuerpo y con el alma que Dios ha creado, nace María. Lógicamente, por una consecuencia natural deduce unas mejoras, una superioridad de María sobre todos los humanos, clásicas en la teología católica: Aumento continuo de la gracia y enriquecimiento de los méritos de Cristo; inmunidad de la concupiscencia, obrando siempre con agrado de Dios; iluminación de su entendimiento y robustecimiento de la voluntad.
Y lógicamente María se convierte en el testimonio que “hace conocer y adorar todo el poder de Dios que hizo en ella la gracia de dominar totalmente la naturaleza” (E 106).
María, Madre de la gracia
Otra consecuencia de la elección de María es la mediación. Es Madre de gracia y de misericordia (E 56). Como todos los grandes temas, lo ha desarrollado en la oración; después lo ha escrito. Y también, como todas las realidades de María, parten de Cristo. Raíz común de la escuela beruliana. Los dos, Cristo y María, están tan íntimamente unidos que es imposible separarlos.
En la Inmaculada parte de la decisión eterna en el seno trinitario; para la mediación se retira al Nacimiento de Jesús, a la cuna. Pero para ella es la fase final de la elección divina. Al considerar este misterio de Dios que nace, contempla el comienzo de una nueva época en la historia de la salvación: La época de la Ley de gracia anulando la Ley de pecado. Se conmueve y agradece a Dios el haberla hecho nacer después de este tiempo sagrado de gracia que produce continuamente gozo y alegría en los corazones.
Han pasado aquellos primeros años, en que se sentía encerrada en los escrúpulos, en la angustia, en el temor, en el miedo a la condenación. Ahora vive años tranquilos, es alegre, siente gozo. Ayudada por San Vicente, ha encontrado al Dios del amor y de la paz en la oración. Es una meditación de estilo conciso; en pocas palabras agrupa ideas y razones en las que a veces es difícil ver la relación. Su pensamiento va lejos, más de prisa que las palabras, dando saltos pero sin dejar nada sin razonar.
En pocas líneas explica por qué María es Madre de Gracia y de Misericordia: “No sin razón la santa Iglesia la llama Madre de Misericordia. Y lo es porque es Madre de gracia. Os veo, purísima Virgen, Madre de gracia porque no sólo habéis dado la materia para formar el sagrado cuerpo de vuestro Hijo ‑pues por entonces aún no erais madre‑, sino que le habéis introducido en el mundo. Sois al mismo tiempo Madre de Dios y Madre de un hombre” (E 56).
Este Hijo, desde su nacimiento, trae al mundo una nueva ley de vida eterna. De ahí que María sea «Madre de la ley de gracia, pues es Madre de la misma gracia”. La consecuencia es inesperada: María es superior a Moisés, y “si el pueblo de Israel honraba tanto a Moisés, por el cual recibía la manifestación de la voluntad de Dios, ¡qué amor y servicio no debiera daros yo por haber traído al mundo vos misma al Dios de la Ley de gracia!
La elección de María tiene una proyección hacia los hombres. La Iglesia lo admite y le da el título de Madre Mediadora entre Jesús y los hombres. Debemos creer que Dios no quiere nada más “que seamos ayudados por la Santa Virgen en todas nuestras necesidades, siendo, me parece, imposible que la bondad de Dios le niegue nada, porque como su divina y amorosa mirada jamás se ha separado de ella, que continuamente es según su corazón, debe creer que su voluntad está siempre dispuesta a concederle lo que le pida, ya que tampoco ella nunca le pide nada que no sea para su gloria y nuestro bien” (E 106).
Rezos y peregrinaciones
Santa Luisa aparece como una mujer bien formada en teología sobre la Virgen María, sencillamente por medio de la lectura, la reflexión y la meditación. Su piedad resulta más intelectual que afectiva al querer razonar no sólo las ideas, sino también sus emociones. Su sicología analiza, como un cirujano, los tejidos de su mente hasta llegar a lo más profundo de sus ideas. Y sin embargo, su vida práctica, su vivir diario experimentaba todo el peso de la devoción popular sin mojigatería, como se lo escribe al Abad de Vaux con motivo de la devoción de una Hija de la Caridad: “Le diré, pues, señor, respecto a la devoción de Sor Magdalena que me parece podría fácilmente rezar cada día dos decenas del rosario, lo que supondría los quince misterios por semana, si el sábado rezase tres. En cuanto a acostarse sobre paja, me parece que tiene más de sombra de mortificación que de mortificación verdadera” (c. 64).
Los grandes problemas de su vida personal, familiar y de la Compañía se los presenta a María envueltos en una piedad popular como cualquier persona devota de su tiempo. Así, cuando su hijo Miguel siente que se está quedando sordo con la amenaza de perder el empleo y caer en el paro, acude al piadoso devoto de María, H. Fiacre, para que haga “una novena a la Santísima Virgen” (c. 510) y, años antes, cuando el hijo llevaba una vida un tanto alejada de Dios, acudió a María para que intercediera por él y, como una de aquellas mujeres de su tiempo, hasta le hizo una promesa si ayudaba a su querido hijo. Así se lo comunica a san Vicente (c. 143) y lo escribe después de una meditación: “Esta promesa está ya cumplida, pues he enviado a Chartres una imagen pequeña de Nuestra Señora; a San Lázaro el cuadrito de la Virgen en el que está el rosario de perlas; y a la Casa, la Santísima Virgen de madera, teniendo un rosarito de nueve cuentas para honrar los nueve meses que Nuestro Señor pasó en el vientre de la Santísima Virgen” (E 33).
El rosario de nueve cuentas lo había ideado la misma Luisa enamorada de la Virgen María en su misterio de estar encinta, esperando ilusionada nueve meses el nacimiento de su Hijo Dios. Es muy común en la piedad popular inventar devociones, imágenes y procesiones a la Madre de Dios que algunos consideran actos o ritos supersticiosos, pero que en realidad no es nada más que un deseo popular de expresar el amor. Así se lo cuenta a su director san Vicente: “El rosarito es la devoción para la que le pedí permiso a su caridad hace tres años y que hago en privado, teniendo en un cofrecito cantidad de estos rosarios con pensamientos escritos en un papel sobre este tema, para dejarlos a nuestras Hermanas después de mi muerte, si su caridad lo permite; ninguna lo sabe. Es para honrar la vida oculta de Nuestro Señor en su estado de aprisionamiento en las entrañas de la Santísima Virgen, y para felicitarla a ella por su dicha durante aquellos nueves meses; las tres cuentas pequeñas para saludarla con sus hermosos títulos de Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Esto es lo principal de esta devoción” (c. 143).
La devoción que tiene a la Virgen María Luisa de Marillac con sus problemas, alegrías y necesidades es, en verdad, una devoción popular, pero sin ningún aire de extravagancia. Es una piedad seria que hunde las raíces en la teología católica y en la espiritualidad vicenciana. Por eso cuando san Vicente la aconseja que abandone esa devoción por considerarla un tanto innovadora, ella lo acepta, aunque le manifiesta su dolor: “Creo un deber decir a su caridad que he tenido un poco de dolor, y lo sigo teniendo, en dejar esas sencillas oraciones, porque pensaba que la Santísima Virgen quería le rindiese ese insignificante deber de gratitud; y me consuelo con Ella presentándole lo que me impide hacerlo, con el propósito de intentar agradarle de alguna otra forma y servirla con más fervor” (c. 360).
Peregrinación a Chartres
Una de las características de la devoción popular es visitar los santuarios de la Virgen. Es lo que hace santa Luisa y, cuando no puede, quiere que le cuenten lo que ha visto quien los ha visitado. Así se lo pide al P. Portail que está en Italia y ha tenido ocasión de visitar a Nuestra Señora de Loreto: “Sepa que si Dios me concede esta gracia de ver su tan deseado regreso, no he de considerar que viene usted de Marsella, sino de Roma de donde he de pedirle muchas noticias, y de Nuestra Señora de Loreto, en caso de que haya usted estado allí. Comience usted a refrescar su memoria, por favor” (c. 262).
Concretamente santa Luisa peregrinó a Chartres para visitar a su Madre, la Santísima Virgen María, el 14 de octubre de 1644. Era viernes y estuvo allí sábado, domingo y lunes (c. 121). Es una peregrinación con un sabor totalmente popular. Allí, aquella madre con un hijo que comienza a desviarse del camino de Dios, aquella fundadora de las Hijas de la Caridad intentando consolidar a las Hermanas en su vocación, aquella mujer temerosa de ofender a su Creador, de rodillas ante una imagen de la Virgen en la cripta de la catedral le presenta a María todas estas preocupaciones como lo haría cualquier piadosa mujer de pueblo agobiada por los problemas terrenos.
En el relato que hace a san Vicente le dice que el sábado lo pasó agradeciendo a Dios todos los favores y gracias que le había hecho a ella. Y pasa rápidamente al domingo: “La devoción del domingo, en la capilla de la Santa Virgen, fue por las necesidades de mi hijo”. Así de conciso lo escribe. Nos parece una cosa natural, que una madre rece por su hijo, pero en este caso guarda un sentido más doloroso, pues conocemos la vida azarosa de Miguel Le Gras y los disgustos que ocasionó a su madre por estos años. Después de terminar la teología no quiso ordenarse de sacerdote y abandonó el seminario. Tan solo mes y medio después de acudir santa Luisa a Chartres, Miguel desapareció de casa, y Luisa, angustiada, escribe a san Vicente: Ayúdeme, por favor, porque “En este mundo no puedo obtener ayuda de nadie, y apenas la he tenido nunca si no es de su caridad” (c. 122).
No es extraño, por lo tanto, que escriba lacónicamente tan sólo que reza por su hijo a la otra Madre que puede salvarlo y que acuda a María en piadosa peregrinación y le ofrezca, como cualquier mujer, un cuadro de la Virgen para adornar un altar de la iglesia de los misioneros paúles en San Lázaro, pues soy tan desgraciada que la ofensa que ha cometido mi hijo ha salido de una de las casas, le escribe a San Vicente en otra ocasión (c. 143). Y es que su Hijo Miguel vivía entonces en la casa de Bons-Enfants de los paúles. Como un símbolo del gran amor que tiene por el hijo, para pagar el cuadro ha tenido que vender algunas sortijas que aún le quedaban de cuando estuvo casada.
Autor: Benito Martínez, C.M.
Fuente: el propio autor.
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