Reflexiones Vicentinas al Evangelio: 3º domingo ordinario
Isaías 8,23b-9,3; Salmo 26; 1Corintios 1,10-13.17; Mateo 4,12-23
«Tenga mucho trato con nuestro Señor en la oración; allí está la despensa de donde podrá sacar las instrucciones que necesite para cumplir debidamente con las obligaciones que va a tener» (SVdeP)
En la presencia de Jesús en Galilea, Mateo ve el cumplimiento de la gran profecía mesiánica de Isaías. Jesús es la luz que brilla en las tinieblas. A un país desilusionado y sin horizonte Jesús le devuelve la ilusión y la esperanza. ¿Cómo? Haciendo presente el Reino de Dios, la vieja alternativa de la que Israel había sido portador en los remotos días de los Jueces, cuando Israel era distinto de los demás pueblos y vivía la pura alegría de vivir, porque Yahveh era el centro de gravedad de todo su quehacer histórico. Ante esta alternativa que vuelve, Jesús pide un cambio radical.
El tema del arrepentimiento y de la vocación está en el centro de la proclamación de la Palabra de Dios, de esta liturgia. El Evangelio nos presenta el inicio del ministerio profético de Jesús de Nazareth, después del arresto de Juan el Bautista a manos del Rey Herodes. Terminada la experiencia del Bautismo de Juan y de las tentaciones. Jesús se establece en la población de Cafarnaúm. De esa manera se cumple la palabra del Profeta: “Territorio de Zabulón y territorio de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vio la luz intensa, a los que habitaban en sombras de muerte les amaneció la luz”. De esta manera Mateo explicita que el anuncio de la salvación, no solo es para los judíos, sino también para los paganos.El Evangelista presenta la predicación de Jesús, invitando a la conversión. Jesús es la concreción histórica del Reino de Dios y para asumir dicha realidad se hace necesaria la conversión de corazón. La llegada del Reino, trae consigo la manifestación de la sanidad y la dignificación de la persona humana. La invitación a la conversión es el imperativo que proclama Jesús. Si no hay conversión sincera y profunda, no se puede ver la luz de la que es portadora Cristo. La conversión se da a través de una transformación profunda de la conciencia y de la conducta de quien recibe el anuncio del Reino.
Jesús invita a un grupo de personas a seguirle. El Evangelio es bien explícito cuando les da nombre. Ser discípulo es tener nombre y rostro delante de Dios. Un discípulo es una persona que sale del anonimato y se convierte en sujeto que participa de la experiencia profunda de su Señor.
Podemos decir que los rasgos esenciales que definen la figura del discípulo son: Primero: carácter central de Jesús. La iniciativa es suya (vio, les dijo, los llamó); no es el hombre el que se constituye a sí mismo discípulo, sino Jesús quien transforma al hombre en discípulo. Segundo: el seguimiento de Jesús exige un profundo desprendimiento. La llamada de Pedro y Andrés y la llamada de Santiago y Juan están construidas siguiendo la misma estructura; en el primer relato se dice que dejaron «las redes»; en el segundo, que dejaron «la barca y al padre». Tercero: el seguimiento es un camino. Partiendo de la llamada de Jesús, se expresa en dos movimientos (dejar y seguir), que indican un desplazamiento del centro de la vida. La llamada de Jesús no instala en un estado, sino en un camino. Finalmente: el seguimiento es misión. Dos son las coordenadas del discipulado: la comunión con Cristo («seguidme») y una carrera hacia el mundo («os haré pescadores de hombres»).
Nos queda claro que Dios es Amor. Es el resumen de toda la Escritura. La acción de Dios está de cara a manifestar el amor pleno y total a todo hombre y mujer.
La tarea de todo ser humano es responder a ese amor de Dios a través de la experiencia de la conversión y del cumplimiento fiel a la tarea del seguimiento. Este seguimiento se materializa: aceptando la invitación del Maestro a ser pescadores de hombres. Seguir a Jesús significa vivir en comunidad, anunciando con la vida y la palabra, a todos los hombres y mujeres del mundo, la liberación que Dios nos ha traído a través de su Hijo Jesucristo.
«La oración es una predicación que nos hacemos a nosotros mismos.» (SVdeP)
Tomado de ssvp.es
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