Desde un punto de vista vicenciano: el Tiempo Ordinario
El año litúrgico ha entrado nuevamente en su tiempo más largo. Tras la preparación de Adviento, que nos conduce a la alegre celebración de la Navidad, pasamos al «tiempo ordinario», hasta que la Cuaresma nos conduzca al tiempo de Pascua y Pentecostés. Después, el tiempo ordinario vuelve a prolongarse hasta el Adviento. Antes del Vaticano II, hablábamos del «Tiempo después de Epifanía» y del «Tiempo después de Pentecostés». Numerábamos los domingos en consecuencia. Ahora, llamamos a estas semanas «Tiempo Ordinario». Los tiempos «especiales» nos sumergen en los colores púrpura, blanco y rojo. El «tiempo ordinario» tiñe nuestro mundo de verde. Parece apropiado. El verde domina los colores de las tierras en las que vivimos. Representa lo «ordinario» en su mejor sentido. Simboliza la vida, la fertilidad y el crecimiento.
«Ordinario» no significa «sin importancia» o «aburrido» en comparación con el resto de coloridos tiempos litúrgicos. Significa, más bien, algo normal y familiar, ya que el verde satura nuestro mundo y su vitalidad. El tiempo ordinario nos embarca en el recorrido largo, el camino firme, el viaje en la fe.
Pasamos la mayor parte de nuestra vida en el tiempo ordinario. No aflora ningún significado negativo. Se podría decir que este término define menos el ciclo entre los tiempos litúrgicos especiales, y más el periodo para el que los tiempos litúrgicos especiales nos preparan (¿o es al revés?). Aspiramos a vivir cada día con la experiencia de la encarnación, la alegría de la resurrección y la promesa del Espíritu que habita en nosotros. Todas ellas nos conducen a lo largo del año litúrgico a la celebración de la única verdad que impulsa nuestra fe y define nuestra esperanza: Cristo es Rey.
Pensemos en Moisés. Tuvo la experiencia del Señor en la zarza ardiente, seguida de la experiencia de la Pascua. Luego cruzó el Mar Rojo y se encontró con el Dios vivo en el Sinaí. Sin embargo, durante cuarenta años vagó por el desierto en busca de la Tierra Prometida. Jesús pasó tres años en el ministerio público, pero treinta en una vida oculta. Catalina Labouré pasó unas horas en presencia de la Virgen; sin embargo, durante décadas antes y después, vivió la vida normal de una Hija de la Caridad en el servicio sencillo.
Nuestras vidas son similares. Los grandes acontecimientos y las decisiones particulares pueden determinar direcciones importantes, pero pasamos más tiempo viviendo o preparando nuestras elecciones y acciones. La mayoría de los días son ordinarios, en el mejor sentido.
Vicente vivió en el tiempo ordinario. No buscaba el acto espectacular ni la estrategia brillante, sino el servicio cotidiano que daba comida, ropa y cobijo a quienes carecían cada día de las necesidades más básicas. Defendía «…las acciones humildes, sencillas y ordinarias, que son, sin embargo, las más útiles». Luisa lo entiende así:
«Bienaventuradas las personas que, bajo la guía de la Divina Providencia, son llamadas a continuar las prácticas ordinarias de la vida del Hijo de Dios mediante el ejercicio de la caridad».
Nuestra bondad no se planifica ni se calcula según un horario o una tabla, sino que se expresa en libertad y con generosidad. Sucede en el tiempo ordinario.
Una frase de los Hechos de los Apóstoles describe a Jesús en su ministerio habitual:
Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él (Hechos 10,38).
Estas primeras palabras están grabadas en latín sobre el cuerpo de san Vicente en la calle de Sèvres: Pertransiit benefaciendo («Pasó haciendo el bien»). Del mismo modo, están grabadas en piedra sobre la tumba de Rosalía Rendu. Andar haciendo el bien debe definir nuestra manera cotidiana de actuar. Nuestro carisma vicenciano centra ese esfuerzo cotidiano en los pobres. Para nosotros, debería ser algo muy cotidiano.
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