En Adviento, poner el cuerpo y el alma en Cristo

Heather King
2 diciembre, 2022

En Adviento, poner el cuerpo y el alma en Cristo

por | Dic 2, 2022 | Formación | 0 Comentarios

Las últimas palabras de Santa Isabel Ana Seton fueron: «Sed hijos de la Iglesia». El Adviento nos recuerda que la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo no depende de nuestros sentimientos; depende de la orientación de nuestro corazón; de dónde llevamos y ponemos nuestro cuerpo; de una relación con Cristo que es íntima más allá de lo imaginable.

Recientemente, un sábado por la tarde, como preparación para el Adviento, me dirigí a recibir el sacramento de la reconciliación en una iglesia cercana. Normalmente, el sacerdote se encuentra en uno de los antiguos confesionarios laterales, pero la iglesia está en proceso de renovación, los bancos han sido retirados y sustituidos por sillas de plástico, y tardé en darme cuenta de que el Padre, a la vista de los madrugadores para la misa de las 5:00, de los obreros que transportan cables de extensión para conectar las luces de Navidad y del coro que practica, estaba delante con una estola púrpura sobre los hombros y un reclinatorio a su lado.

Me agrada este sacerdote, aunque ni siquiera sé su nombre. No habla muy bien el inglés, por lo que siempre va a trompicones en la lectura del Evangelio y nunca predica en la homilía (sólo le he oído decir la misa diaria). Pero tiene un rostro lleno de una vida profundamente experimentada: lleno de compasión, lleno de sufrimiento, lleno de alegría.

La confesión es muy simple con él. Tú dices lo tuyo y él te absuelve. Hoy no ha sido diferente. Estaba hojeando su móvil cuando me acerqué, pero enseguida lo dejó, me dedicó una sonrisa paternal, escuchó mi confesión y, como penitencia, me puso dos padrenuestros. «Medita en ellos», añadió.

Antes, me encontré por casualidad con un amigo que también había venido a confesarse. Esto es algo raro para mí en Los Ángeles el encontrarme con un amigo en la iglesia, y no digamos con uno que ha venido a confesarse, y verlo me alegró el corazón. Charlamos un rato, nos deseamos lo mejor, intercambiamos bendiciones de Adviento. No nos dijimos lo que teníamos que confesar. No hicimos nuestra penitencia y luego nos reunimos para tomar un café. Nos arrodillamos ante el Padre, uno por uno, y nos fuimos por caminos distintos.

Este es el tipo de cosas que, si buscas una Iglesia que sea un club social, una confraternidad o una «experiencia», pueden parecer muy escasas. Pero la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo no depende de nuestros sentimientos; depende de nuestra orientación de corazón; de dónde llevamos y ponemos nuestro cuerpo. Ser católico es entrar en una relación con Cristo que es a la vez íntima más allá de lo imaginable y totalmente anónima, oculta y privada.

La novelista católica Flannery O’Connor observó una vez: «Fui a St. Mary’s porque estaba a la vuelta de la esquina y podía acercame prácticamente todas las mañanas. Estuve allí tres años y nunca conocí a un alma en esa congregación ni a ninguno de los sacerdotes, pero no era necesario. En cuanto entraba por la puerta me sentía como en casa».

«Esperar demasiado —escribió en otro lugar—, es tener una visión sentimental de la vida y esto es una blandura que termina en amargura».

Santa Isabel Ana Seton, en medio de sus propias luchas y privaciones, y con su corazón de madre, comprendió perfectamente el punto: «Prepara cuidadosamente el corazón más puro que puedas llevarle —escribió— para que le parezca una estrellita brillante en el fondo de una fuente».

Y esto lo dice una mujer que perdió una fortuna, vio morir a su marido y a dos de sus hijos, se convirtió al catolicismo contra la firme oposición de su familia, fundó una orden religiosa, pasó apuros económicos durante gran parte del resto de su vida y murió a los 46 años, al menos en parte, de agotamiento.

Por mi parte, si fuera sola a confesarme y un sacerdote distraído y sin brillo (no es que mi sacerdote lo fuera) levantara la vista de su teléfono inteligente, apenas me escuchara y me pusiera dos padrenuestros cada vez que fuera por el resto de mis días, estaría bien. Eso sería brillante. Eso sería el regalo de mi vida.

Meditando después de mi confesión, de hecho, vi por primera vez que la frase «en el cielo» aparece dos veces en el Padre Nuestro: «En la tierra», un lugar tangible que algún día desaparecerá; «en el cielo», no un lugar, sino un estado de ser.

No venimos a la misa para tener una experiencia social, estética o incluso espiritual (aunque a veces lo hacemos, y eso es hermoso); venimos a pedir misericordia.

Venimos a pararnos en el fondo de la iglesia, a golpearnos el pecho y a darnos cuenta de que es un milagro total y absoluto que se nos permita estar en la misma habitación con el Alfa y la Omega, el Señor de los Señores, el Rey de los Reyes; el Gran Médico, el Gran Sacerdote, el Salvador del Mundo, nuestro Único Amigo.

Por eso no importa si tenemos amigos en la iglesia, si conocemos el nombre del sacerdote, si incluso si habla nuestro idioma. Podemos anhelar esas cosas, pero al final lo único que importa es ser considerados «dignos de estar en tu presencia y servirte», como reza una oración eucarística.

Lo único que importa es que acudamos, con miedo, con temblor, con toda la pureza de corazón que podamos reunir. Esto es especialmente importante ahora, durante el Adviento.

Porque el mundo entero se está preparando para el nacimiento de un bebé.

HEATHER KING es ensayista, escritora de memorias, bloguera, oradora y conversa al catolicismo. Es autora de numerosos libros, entre ellos Holy Desperation; Parched; Redeemed; Shirt of Flame; Poor Baby; y Stumble: Virtue, Vice and the Space Between. Colabora con una columna mensual en Magnificat y escribe una columna semanal sobre arte y cultura para Angelus News. Heather vive en Los Ángeles y tiene un blog en www.Heather-King.com.

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