Necios y torpes para creer, y temerosos
Jesús es el solo Señor, el solo Altísimo, pues no hay mejor y más humilde servidor de todos que él. Por lo tanto, seremos necios ante él si confundimos su grandeza con la del mundo.
Resulta que tiene razón Jesús para prohibir a sus discípulos decir a nadie de que él es el Mesías. Tan acertada que es su confesión, Pedro no sabe qué quiere decir ser Mesías. Es que tropieza tras oír a Jesús hablar por primera vez de su muerte y su resurrección. Él y los demás discípulos son necios aún y torpes para entender.
Y, por lo visto, es por nada que el Maestro ha procurado que nadie supiese por donde andarían. Pues el tempo forte que da él a esos necios parece servir de poco. Es que los que caminan con él a Jerusalén no le escuchan. Y se regazan por discutir quién es el más grande; los ralentiza lo que hoy se llama el clericalismo o carrerismo.
No es de sorprender, por lo tanto, que no entiendan la enseñanza que se les da por segunda vez. A saber: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán. Y, después de muerto, a los tres días resucitará». Pero les da miedo a los discípulos hacer pregunta. Quizás les da vergüenza admitir que son cortos y necios.
Si eso es lo que pasa con ellos, necesitan aún más, pues, la enseñanza sobre la grandeza y la pequeñez. Y la necesitan más los Doce. Pero se tienen que sentar, en casa, es decir, en un ambiente tranquilo e íntimo. Solo así serán muy de Jesús.
Ser necios y temerosos es no tener parte con Jesús, es rehusar que nos lave él los pies.
Contarnos entre sus verdaderos discípulos quiere decir dejar que él se nos dé a conocer como el último de todos. El servidor de todos, el Justo que se condena a muerte por nosotros. El que acoge a los niños. Puede ser que le gusten ellos, pues son amables por su su candor e inocencia. Pero, más que nada, él pone en medio de nosotros a un niño, pues éste es pobre, débil e indefenso. De él también es el último lugar.
Hasta que aprendamos a acoger a Jesús como servidor de todos, no conoceremos la misericordia y el perdón. No será él nuestro todo (SV.ES V:511). No nos entregaremos en sus manos. Y caeremos, —lo que nos será peor—, en manos de hombres (2 Sam 24, 14; Eclo 2, 18). Pues en vez de aferrarnos a él, nos huiremos como de un fuego voraz (Is 33, 14). Avergonzados y desesperados por nuestros horrendos pecados, ante el tremendo solo Santo.
Nos hemos de sentir, sí, los más pobres ante Jesús y a la vez los más colmados de su misericordia (SV.ES XI:64). Así, será él nuestra razón de ser y hacer en pro de los pobres (véase también el escrito de H. O’Donnell al que se refiere T.F. McKenna).
No, no dejaremos que nos arruinen los deseos de placer, la codicia y las apetencias de grandezas. En vez de presumirnos sabios, nos dejaremos atraer y conmover por los necios y los humildes (Rom 12, 15-17; SV.ES XI:561). Pues no queremos pervertir la Buena Noticia.
Señor Jesús, haz que seamos necios hasta el extremo, como tú. Es decir, hasta entregar el cuerpo y derramar la sangre en la cruz por los pobres. No como los necios que amasan riqueza de modo no justo (Jer 17, 11).
19 Septiembre 2021
25º Domingo de T.O. (B)
Sab 2, 12. 17-20; Stg 3, 16 – 4, 3; Mc 9, 30-37
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