Racismo y humanidad
A la par que salimos de la pandemia Covid-19, una nueva epidemia nos está infectando: el racismo. ¿Podremos salir de ella sin tener muertes? ¿Sin acusar a los políticos o rechazar a la prensa? ¿Seremos capaces de evitar un descenso a los bajos fondos de una memoria magullada?
Yo, como usted, he visto desde el 25 de mayo la terrible imagen de un hombre negro en el suelo, en Minneapolis (Estados Unidos), pidiendo respirar, muriendo bajo las rodillas de un policía que era consciente que estaba matando a ese hombre. Me horroriza y me repugna lo que le pasó al Sr. George Floyd. Sin embargo, él es solo uno de los muchas personas de color que sufren discriminación.
Pocos días antes, el 13 de mayo, una joven enfermera negra de Louisville era asesinada por error en su apartamento. Todo esto saca a la luz actos injustificables contra los negros, en un país multiétnico.
No me hace odiar a la policía, pero sí me hacer poner mi vista en la justicia, que tendrá que condenar las prácticas injustificables de los responsables de proteger el orden en nuestras sociedades. El oficial de policía responsable de la muerte del Sr. Floyd, inicialmente acusado de homicidio, en los próximos días verá la denuncia reclasificada como asesinato. Eso parece más justo. Pero no olvidemos que el 5 de junio, en Buffalo, un activista cristiano por la paz, de 75 años, desequilibrado por un policía, morirá por su caída, mientras que, al día siguiente, un irresponsable y despectivo twitter del presidente de los Estados Unidos lo llamará «antifa», justificando esta nueva muerte. Así pues, lo que está en juego es la ética de nuestros servicios de seguridad. Pero hay que señalar que, en los días siguientes a la muerte del Sr. Floyd, se disolvió la Policía Municipal de Minneapolis, en un intento de regenerar y crear una fuerza policial más sana y segura al servicio de los ciudadanos de Minneapolis. ¡No nos olvidemos tampoco de celebrar esta noticia!
Como sabemos, los Estados Unidos tienen una larga y dolorosa historia de relaciones entre razas, una pesada historia de esclavitud, antes de lograr una sana coexistencia. La sociedad creía que había ganado respeto y dignidad tras la larga marcha cívica del pastor Martin Luther King. Qué extraña nación capaz de escribir su historia eligiendo a su primer presidente negro y colocando como su sucesor a un populista que agitó las tensiones de una sociedad tensionada.
Recuerdo la desventura de un fotógrafo negro especializado en la vida silvestre, que pasea a su perro en la ciudad de Nueva York el 26 de mayo, y le pide a una señora blanca que le pusiera la correa a su perro, para poder tomarle una foto a un pájaro. La señora llamó a la policía para pedir ayuda, alegando un ataque. La policía, antes de cualquier otra cosa, inmovilizó al fotógrafo en el suelo, antes de disculparse. Triste actitud de esta neoyorquina blanca que, de hecho, se aprovechó del privilegio de los blancos.
Todos estos casos traen consigo dolorosos recuerdos de la historia reciente, como los de la estremecedora película «Doce años de esclavitud»: la vida de un hombre negro en la década de 1840. Libre en la parte norte de su patria, es secuestrado por colonos sureños, que lo emplean como esclavo en las plantaciones de algodón durante 12 años. No perdamos la memoria, pero escribamos un presente sin odio. Hagamos una historia reconciliada y resiliente.
Porque en los últimos días hemos visto estatuas de reyes, emperadores y navegantes, en muchos lugares de varios continentes, que han sido derribadas y arrojadas al mar. En Francia, uno se pregunta si no deberíamos quitar de las calles los recuerdos de Jules Ferry, las estatuas de Luis XVI, Napoleón… o de este funcionario electo que, el 11 de junio, renombró una calle parisina llamada «Cuvier», un naturalista racista, de la de la primera estudiante negra africana. Si continuamos tirando nuestras imágenes al basurero de la historia, volveremos al período de las peleas iconoclastas del siglo IX. Aquella época en la que los emperadores de Occidente y Oriente, interpretando los desastres de sus naciones como resultado de la adoración de imágenes, trataron de hacerlas desaparecer. Fue entonces cuando se iniciaron más de cien años de incesantes batallas entre los que defendían el derecho a venerar al creador respetando las imágenes como espacio de mediación entre el mundo sagrado y el creado, y los que llamaban a estos últimos idólatras.
Cristóbal Colón (el veneciano de Portugal lanzado al agua en Boston), Leopoldo II (rey de los belgas, en Bruselas, marcado)… pero ¿dónde vamos a parar? ¿No colonizó César gran parte de Europa? ¿No fue Napoleón a África después de intentar entrar en Italia y España? ¿No redujo el emereador japonés Shōwa a muchos asiáticos a la esclavitud, en su época expansionista? ¿No estableció el sultán turco Mehmet II un gran mercado para los esclavos blancos en Constantinopla?
No olvidemos que, si bien nuestros antepasados no fueron líderes modelo, todos los que comenzaron eliminando las huellas del pasado siempre han estado vinculados con las corrientes nacionalistas. Corrientes que derivaron en dictaduras. Sepamos cómo preservar su memoria, aunque sea controvertida. Aprendamos de sus experiencias, sus escritos, aprendamos de ellos para no repetir sus errores. Si continuamos con esta locura destructiva de la memoria, corremos el riesgo de perder nuestras identidades y de entrar en conflictos incesantes que nos llevarán a regímenes totalitarios y a la destrucción.
No olvidemos que la historia del mundo se ha construido, en muchas ocasiones, cuando una serie de civilizaciones han subyugado a otras. Los escandinavos que expandían sus conquistas hacia las tierras del sur esclavizaron a los rusos durante muchos años[1]; los turcos y bereberes mantuvieron esclavizados a los blancos[2] (las mujeres para sus harenes y los hombres como mano de obra y para sus ejércitos); los blancos utilizaron a los negros como fuerza de trabajo (para producir azúcar y algodón)[3]. Triste memoria, sí, pero preservémosla para leer y aprender de estos mecanismos que fueron una vergonzosa fuente de riqueza. Tengamos cuidado de no reproducir tales injusticias.
Seamos discípulos de Jesús, que vivió en una tierra colonizada por los romanos, en un pueblo dividido entre los fariseos, gente pura que no quería ninguna mezcla, y los saduceos, autoridades que estaban aculturadas, los siro-fenicios, pueblos vecinos que luchaban por las fronteras, los samaritanos, una tribu dividida por una historia religiosa inflexible. En el corazón de estas tensiones, Jesús supo ofrecer palabras de comunión.
A los saduceos y fariseos les recuerda que, en lugar de pelearse por las leyes que deben aplicarse, deben redescubrir su amor a Dios y al prójimo, su sentido del respeto por lo trascendente y el servicio al prójimo, como nos recuerdan los Diez Mandamientos.
A una mujer siro-fenicia que pide ayuda para su hija, le concede su curación para que la vida continúe. A la mujer de Samaria que fue a sacar agua, le recuerda que la verdadera religión, antes de ser una cuestión de tradiciones identitarias, es una sed de comunión con el Totamente-Otro que está cerca de cada uno.
No duda ni un segundo en restablecer la salud del sirviente del soldado invasor —aprovechando esta petición, la necesidad de la compañía del soldado— para que continúe su misión de vigilancia sin dejar de ser humano.
Seamos de esos seres humanos capaces de inventar una nueva historia de paz, una que cuente a las generaciones futuras las andanzas de sus antepasados para abrir nuevos caminos a una vida común en nuestro pequeño planeta.
Ayer, al entrar en uno de los refugios de la ciudad donde vivo, después de que me pidieran que me reuniera con la dirección, me acerqué a una joven pareja africana que estaba escuchando canciones en su teléfono, y le pregunté torpemente al hombre de dónde era. Me dijo que, aunque no todos seamos del mismo color, todos somos de esta Tierra y que todos tenemos derecho a vivir con dignidad en ella, que las fronteras fueron inventadas por el hombre. Me disculpé y les expliqué que yo había trabajado durante mucho tiempo con senegaleses, cameruneses, malgaches y que cada uno era en verdad diferente, un milagro de esta tierra, y que mi deseo era no hacerles daño. Les pedí que me disculpasen por mi torpeza. Al retirarme para ir a mi cita nuevamente me disculpé por mi pregunta, que les había hecho daño. Les dije nuevamente que no había ninguna intención racista por mi parte, que hace unos días estuve conversando por whatsapp con un joven amigo congoleño, que fue hospitalizado en Kinshasa después de ser atropellado por un vehículo. Entonces me dijeron lo tristes que estaban por haber tenido que vivir en un refugio durante 4 años, cuando les gustaría haber podido empezar a vivir normalmente. Violencia derivada de su rabia por no poder encajar, que se había traducido en miedo al racismo de los blancos contra los negros.
Antes de ser negro, blanco, amarillo o rojo, cada vida, cada ser humano, tiene dos ojos, dos orejas, dos brazos, dos piernas expuestas a la mirada de todos, un cerebro y un corazón que son invisibles, pero que producen vida. Porque el cerebro es lo que anima todos los pensamientos, y el corazón es el asiento de las emociones que nos conducen hacia los demás. Seamos esos incansables artesanos de la justicia que aseguran que todo acto incívico sea justamente sancionado. Pero, sobre todo, trabajemos juntos para construir verdaderos lazos dignos de nuestra humanidad, plural y signo de la belleza de la creación.
Como dice la declaración de la Oficina de la Familia VIcenciana contra el racismo: «En 1649, san Vicente de Paúl escribió: los pobres son mi peso y mi dolor. Ahora, en el año 2020, nosotros, los miembros de la Familia Vicenciana en los Estados Unidos de América declaramos firmemente que la vida de nuestros hermanos y hermanas afroamericanos es importante; ellos son nuestro peso y dolor«.
Bernard Massarini c.m., 13 de junio de 2020.
[1] Gruzinski, Les quatre parties du monde, Ed La Martinière, Paris, 2014.
[2] R.C Davis Esclaves chrétiens maitres musulman, Ed Jacqueline Chambis, Cahors, 2006 ; N’Daye, Le génocide voilé, Folio, Paris 2017.
[3] Olivier Pétré-Grenouilleau, La Traite des noirs, Poche, Ed. PUF, 1998.
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