Homilia de Mons. Munilla

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Aniversario de la primera aparición a Santa Catalina Labouré

18 de julio de 2014, en Rue du Bac



Queridos ‘hijos e hijas de la Milagrosa’:

Creo que se trata de un término adecuado para definir nuestra propia identidad (‘¡hijos de la Milagrosa!’). La vida es un milagro; la Iglesia es un gran milagro; nuestra vocación de evangelizadores es un milagro… Y como ocurrió en las bodas de Caná, donde quedó patente que Dios le otorgaba a María la tarea de ‘introducir’ los milagros de su Hijo, también hoy Ella continua siendo la embajadora-introductora de los milagros de su Hijo. Es la ‘Milagrosa’, y nosotros somos sus hijos, ‘hijos de la Milagrosa’. El cometido de nuestra Madre Milagrosa no es otro que el de prepararnos para acoger los milagros de Dios, educándonos para que glorifiquemos a Dios por tantos dones como hemos recibido.

En este 18 de julio, celebramos el aniversario de la primera aparición de la Milagrosa a Santa Catalina Labouré, en la que escuchó una promesa: “VENID A LOS PIES DE ESTE ALTAR: AQUÍ SE DISTRIBUIRÁN LAS GRACIAS A TODOS CUANTOS LAS PIDAN CON CONFIANZA Y FERVOR”. Pues bien, la Milagrosa nos recuerda que nuestra presencia hoy y aquí forma parte de aquella profecía... Es un regalo del Cielo el que hoy estemos aquí, en este lugar santo, en este encuentro de hermanos. Su Hijo Jesucristo lo dispuso así desde toda la eternidad, y nosotros tenemos que saber reconocerlo, agradecerlo y aprovecharlo. Como aquellos discípulos en el monte Tabor, también nosotros exclamamos: “¡Qué bien se está aquí!”

Acerquémonos a la Palabra de Dios que hemos escuchado, correspondiente a este viernes de la 15ª semana del Tiempo Litúrgico Ordinario: En la primera lectura del profeta Isaías se narra un hecho sorprendente. Dios anuncia a Ezequías a través del profeta que su fallecimiento es inminente: “Haz testamento, porque muerto eres y no vivirás” (Is 38,1). Pero Ezequías no se rinde, y redobla su oración bañada en lágrimas, pidiéndole a Dios el don de la sanación. Para sorpresa de todos, Yavhé cambia su decisión primera y transmite a Ezequías su voluntad de curarle, dándole 15 años más de vida: “He oído tu plegaria, he visto tus lágrimas, y voy a curarte” (Is 38, 3).

La teología especulativa suele tener algunas dificultades a la hora de explicar este pasaje bíblico, y otros similares. ¿Acaso la voluntad de Dios no es eterna? ¿Cómo es posible entonces que después de una manifestación solemne de la decisión de Dios, en la que se había anunciado que Ezequías fallecería de inmediato; al poco tiempo, las suplicas y las lágrimas de Ezequías hagan cambiar a Dios de opinión? ¿Es que Dios estaba dubitativo o no tenía las ideas claras? ¿Acaso la voluntad de Dios es cambiante, como la nuestra?

Lo cierto es que la voluntad de Dios es tan ‘eterna’ como ‘didáctica’ y ‘pedagógica’… En efecto, Dios es un Padre de bondad que educa pedagógicamente a sus hijos. Por ello, aunque a veces, aparentemente, Dios se ‘hace de rogar’, cuando retarda concedernos los dones que le pedimos, cuando parece que Dios no nos escucha… es importante que nos abramos a la ‘terapia’ educativa que la Milagrosa realiza con sus hijos, por encomienda del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Me refiero a una terapia de purificación y de iluminación, que nos conduce a la santidad.

¡Cuántos millones y millones de peticiones se habrán dirigido a Dios, a través de la Milagrosa, en este Santuario de Rue du Bac! ¡Solo Dios lo sabe —y, ciertamente, lo conoce con exactitud—, porque para Él cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles!

Es de suponer que la respuesta de Dios —a través de la Milagrosa— a tantas súplicas como le han sido dirigidas en este Santuario a lo largo de cerca de dos siglos, habrá sido percibida de forma muy diferente: Algunos se habrán sentido escuchados y consolados, y otros, sin embargo, habrán tenido la tentación de pensar que su visita ha sido infructuosa. Y sin embargo, sabemos por la fe, que Dios derrama siempre su gracia a cuantos se acercan a Él… Por ello es sumamente importante que ahondemos y profundicemos en la pedagogía que Dios tiene para con nosotros. Como decía anteriormente, se trata de una pedagogía de purificación y de iluminación, al mismo tiempo. El quehacer de la Milagrosa, como intercesora y medianera de todas las gracias, podemos resumirlo en estos tres puntos: 1. Acomodarnos a los tiempos de Dios 2. Acomodarnos a los modos de Dios 3. Acomodarnos al querer de Dios.

[1.] Acomodarnos a los tiempos de Dios: En los Santos Evangelios se afirma que Dios escucha siempre a quienes le piden con fe; pero al mismo tiempo se subraya la importancia de ser perseverantes en la oración que dirigimos a Dios. Esta aparente contradicción podría llevar a algunos a plantearse dudas: ¿Para qué quiere Dios que le reiteremos nuestra oración? ¿Acaso necesita que le repitamos las cosas para que no se le olviden; o tal vez será que debemos convencerle hasta que doblegue su voluntad a la nuestra? ¡Es obvio que estas interpretaciones serían ridículas!

Para entender este misterio, escuchemos una cita de San Agustín que es recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica: “No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides; es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración” (CIC 2737).

En efecto, cuando los dones de Dios son concedidos de forma inmediata, corremos el riesgo de no apreciarlos debidamente. Algo así parece que les ocurrió a los diez leprosos que fueron limpiados por el Señor, y de los cuales solo uno volvió a dar gracias (cfr. Lc 17, 12ss).

Es clave que profundicemos en que el don principal que obtenemos de nuestra oración, no es tanto la materialidad de lo que pedimos, cuanto la gracia de estar con Él. Lo central de la oración no son ya los dones que Dios nos pueda dar, cuanto el compartir nuestra vida con el mismo ‘Dador de los dones’: el Señor Jesús. Lo esencial de la oración es entender que el mismo Dios es nuestra ‘heredad’. ¡Sería una paradoja que los dones nos distrajesen de Dios mismo!…

En efecto, como dice San Agustín en la cita referida: lo principal es estar con Él… Se trata de que resuenen en nosotros aquellas palabras que el padre de la parábola del Hijo Pródigo dirigió al hermano mayor: “Pero, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo….” El problema del hijo mayor de esa parábola es precisamente éste: no disfruta de estar con su ‘padre’, porque tiene el corazón solamente en los bienes de su padre…

En conclusión, Dios, en ocasiones, puede retrasar la concesión de sus dones, con la pedagogía de hacer de nuestra existencia una “Betania”, centrada simplemente en vivir con Cristo y en Cristo. ((No olvidemos que cuando avisaron a Jesús que su amigo Lázaro estaba enfermo, pospuso su intervención hasta que hubo fallecido. Lázaro, Marta y María eran los amigos íntimos de Jesús, pero misteriosamente, ¡el tiempo de Dios era otro…! ))

[2.] Acomodarnos a los modos de Dios: O dicho de otra forma, los dones de Dios no prescinden de la cruz, sino que la incluyen como parte ineludible del camino a la gloria. Por nuestra falta de fe, corremos el peligro de aspirar a los dones de Dios, eliminando la cruz de nuestro horizonte. Y eso sería tanto como pedirle al Padre que nos haga cristianos sin cruz, sería tanto como renegar de la señal del cristiano, que es la Santa Cruz.

Una buena muestra de esto lo tenemos en las palabras de la Virgen a Santa Catalina Labouré tal día como hoy, aquel 18 de julio de 1830, a las 23:30, para más señas. Es llamativo que antes de anunciarle que en este lugar Dios habría de conceder abundantes gracias, primeramente le profetizó: "HIJA MIA, EL BUEN DIOS QUIERE ENCOMENDARTE UNA MISIÓN. TENDRÁS MUCHAS PENAS QUE SUPERARÁS, PENSANDO QUE LO HACES POR LA GLORIA DEL BUEN DIOS”.

Es decir, el misterio de la cruz está plenamente integrado en la promesa de la concesión de las gracias de Dios. Pretender separar ambas cosas, es tanto como apostatar de la cruz redentora de Jesucristo. ¡No existe gloria sin cruz, como no existe cruz sin gloria! Baste recordar que entre las tentaciones mesiánicas que Jesucristo padeció, se incluye la del mesianismo triunfalista, que le evitase el camino de la humillación y de la cruz (cfr. Mt 4).

Igualmente, la tentación de los apóstoles y los discípulos de renegar de la cruz en el seguimiento de Jesús fue continua. Resuenan en nosotros como un aldabonazo aquellas palabras del Señor a Pedro, el primero de los papas, cuando éste pretendía encontrar un camino que huyese de la cruz: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar, tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16, 23).

Es digno de meditar detenidamente el influjo que tuvo María en el camino de su Hijo hacia la cruz. Lo lógico —desde la perspectiva de un amor meramente carnal—, hubiese sido que la Madre se esforzase en apartar a su Hijo de un camino que le conducía a la cruz. Y sin embargo, Ella fue un estímulo para Jesús, ayudándole a entregarse en fidelidad a la voluntad del Padre.

De modo similar, también hoy, la Milagrosa ejerce una mediación maternal con todos nosotros; que incluye, por una parte, la atención y la acogida de las súplicas de los hijos que sufren; y, por otra parte, nos enseña y educa a abrazar nuestras cruces, en las que está encarnada la cruz de Cristo.

Así podemos entender la lógica de los santos que, difiere mucho de la nuestra. Por ejemplo, merece la pena recordar al recientemente canonizado San Juan XXIII, quien anteriormente había sido Nuncio en París, y a buen seguro habría visitado con frecuencia este Santuario de la Milagrosa. Pues bien, en su diario personal, con motivo de su enfermedad final, se expresa de la siguiente forma: "Procuro aguantar el dolor, dando gracias a Dios porque sea soportable" "Ni aun estando enfermo tengo derecho a mostrarme triste"

[3.] Acomodarnos al querer de Dios: En nuestra oración de petición, lo más importante es buscar el querer de Dios; es decir, la voluntad de Dios por encima de la nuestra. Pongamos un ejemplo inspirado en el entorno marinero: Cuando una pequeña barca llega al puerto, el pescador lanza la soga hasta el amarre, y comienza a tirar de ella para aproximarse a tierra. Pero no es el puerto quien se acerca a la barquichuela, sino ésta la que se acerca al puerto. Algo semejante ocurre con nuestra oración de petición: Si bien es cierto que el punto de partida de nuestra súplica suele ser, de ordinario, nuestra necesidad y precariedad; no se trata de atraer la voluntad de Dios a la nuestra, sino al contrario, de unirnos con la voluntad de Dios. Para entender esto, tenemos que partir de un principio clave: Nosotros no sabemos lo que nos conviene de cara a nuestra salvación eterna. Así lo dice explícitamente San Pablo: “El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra flaqueza; pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar cómo conviene” (Rm 8, 26). Ésta es una de las razones por las que debemos dirigir a Dios con más insistencia y confianza aquellas peticiones de las que tenemos plena certeza que se adecuan al querer de Dios: el don de la fe, esperanza y caridad; el don la salvación eterna; el don de la santidad, etc.

Lo anterior no quiere decir, ciertamente, que no podamos o no debamos presentar a Dios las necesidades cotidianas y perentorias de nuestra vida (el propio Evangelio nos anima a hacerlo). Pero es clave que entendamos que nuestro objetivo no es otro que el descubrimiento de la voluntad del Padre, y la gracia para abrazarla confiadamente.

La Madre Milagrosa completa esta tarea de purificación y de iluminación en cuantos acuden a Dios por su intercesión. Las madres saben mucho de cómo atender a los hijos adecuadamente. La buena madre no es la que da satisfacción a todos los caprichos y peticiones que salen de la boca de su hijo. Una madre siempre atiende a la necesidad de su hijo; lo cual no siempre coincide con su petición.

La conclusión es la siguiente: La Milagrosa es nuestra intercesora ante Dios, para presentarle nuestras súplicas; y al mismo tiempo ha sido elegida como la intercesora de Dios ante nosotros, para llevarnos al conocimiento del querer de Dios, para confiar en los modos de Dios, y para aceptar los tiempos de Dios.

La segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada del Evangelio de San Mateo, nos ofrece el broche final de esta reflexión sobre la Mediación de la Milagrosa: “Misericordia quiero, y no sacrificios”. Es decir, la clave de todo está en la MISERICORDIA. La cumbre de toda oración dirigida a Dios, no es otra que la reflejada en el conocido clásico de espiritualidad “El peregrino ruso”: “Jesús mío, ten misericordia de mí”. Abreviando a modo de letanía: “Jesús, misericordia”. Y poniéndole un rostro materno a la misma petición: “Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia”.

Jesús es la Misericordia, y María es su madre, es decir, Madre de Misericordia. A la Milagrosa se le ha encomendado la tarea de mostrar al mundo este misterio de amar gratuito: la MISERICORDIA. Es decir, el ‘amor hacia el mísero’, hacia el que menos lo merece, pero al mismo tiempo, hacia el que más lo necesita. ¡¡Madre Milagrosa, alcánzanos el don de la Misericordia!!